Habría que leer mucho al poeta holguinero Delfín Prats (1945). Hace bien al alma. Su poesía reelabora lo común y realza con especial sensibilidad lo mundano. A su vez, se aleja de lo trivial y crea un (su) universo lírico abierto de par en par al lector. Es un ejercicio de goce para la introspección muy raro de encontrar.
Quizá ahora, que recibió a sus 77 años el Premio Nacional de Literatura 2022 al cabo de años en que le era “esquivo” el reconocimiento, sus textos y su figura comiencen a tener la divulgación que siempre merecieron.
Pero tanto o más que leerlo, a Delfín habría que cruzárselo; compartir y conversar con él por lo menos una vez en la vida. Es una experiencia inusitada que deseo a todos.
Es la fuerte sensación que tuve al salir de su casa por primera vez, en un barrio bullicioso y periférico de la ciudad de Holguín, al final de un par de horas de conversación afable. Hoy, 16 años después de aquel bautizo y otros encuentros con el poeta, sigo sintiendo lo mismo.
Llegué a Delfín casi ignorando quién era aquel hombre de contextura frágil, mirada tierna y palabras abrasadoras.
Su charla en realidad fue con mi amigo Leandro Estupiñán, quien me convidó esa tarde para ser fotógrafo de una entrevista devenida, con el tiempo, en célebre radiografía de un ser humano y creador extraordinario.
Delfín nos agasajó con pastel de guayaba, café y su mundo al desnudo. En poco tiempo pasé de ser fotógrafo por encargo a oyente fascinado.
Entre los pasajes de la conversación, publicada en 2006 en La Gaceta de Cuba, hay un fragmento muy revelador. Leandro le pregunta a Delfín por Hiram Pratt, el sobrenombre que escoge para él su amigo y gran escritor holguinero Reinaldo Arenas en Antes que anochezca. Arenas cuenta —y hasta fabula— sobre sus andanzas de juventud:
—Reinaldo Arenas dice que Delfín Prats era un Hiram Pratt talentoso y satánico —lanza el entrevistador.
—No creo haber sido satánico. Era un muchacho joven, muy joven entonces.
—También afirma a Hiram Pratt como uno de los mejores poetas de su generación, pero que terminó alcoholizado y envilecido.
—No podría creerme eso de ser uno de los mejores poetas de mi generación. Y, ¿de qué generación? Había llegado tarde al Puente, pero tampoco tenía cabida en El Caimán, casi todos universitarios y excluyentes de ese tipo de discurso que yo traje a esa década, donde sobrevivía un neoromantisismo anquilosado. Creerse entre los mejores de esa década o de esa promoción sería un acto de vanidad. A la hora de señalar afinidades pues creo que mi escritura poética estaba más cerca de la de Lina de Feria o de los primeros libros de Nancy Morejón. Lo de envilecido es circunstancial, lo de alcoholizado, bueno… confieso que he bebido, y que casi todo lo que he escrito lo debo al poder de las molestas resacas. Es algo que coincide con la bohemia que viví durante aquellos años, con mi disfrute de la noche habanera. Fue una vida muy intensa.
De aquella visita salí disparado a devorar la poesía de Delfín. No podía creer que tuviéramos en la ciudad semejante escritor y que yo hubiera estado hasta entonces perdiéndomelo.
De ahí en más asistí cuanto pude a sus lecturas en vivo. Entablamos una relación de cariño. Cuando hice mi libro Cuba Viva, en el que vuelco mi mirada sobre mi país, me fue imprescindible incluir un retrato de Delfín entre las personalidades que han influido en ella.
Se multiplicaron los abrazos, poemas de su lado y fotografías del mío. Compartir cafés, charlas y hasta unos malos rones.
Con el tiempo fui atesorando sus poemarios como reliquias. Entre ellos tengo una hermosa, especial y limitada edición de la holguinera Cuadernos Papiro del mítico Lenguaje de mudos. Son solo 100 ejemplares, con hojas de fibra de ajo e ilustradas a mano por el artista Freddy García, mediante xilografía.
Con apenas 23 años Delfín obtuvo con el cuadernillo el preciado Premio David en 1968.
Lenguaje… fue un libro maldito y censurado. Pasó casi directamente de la imprenta a la pulpería. Pero no pudieron enterrarlo. Se convirtió en un referente obligado en el mapa de la literatura cubana.
Tantas veces lo mataron, y Lenguaje de mudos renació siempre. Acumula cuatro ediciones y no hay antología sobre poesía cubana nacional o internacional, oficial o apócrifa, que no incluya al menos “Humanidad”, poema que abre el libro.
Delfín hizo trizas el adagio popular de que nadie es profeta en su tierra.
Otros libros memorables: Para festejar el ascenso de Ícaro (Premio de la Crítica en 1988); Cinco envíos a Arboleda (cuento, 1991); El esplendor y el caos; Abrirse las constelaciones (poesía, 1994) y Lírica Amatoria (poesía, 2002).
De Abrirse las constelaciones tengo un ejemplar único. Fue publicado en 1994 por la editorial Unión de la Uneac. La tirada, en un papel amarillento y de mala calidad, salió con erratas. Así fue distribuido el volumen por las librerías cubanas y adquirido por los lectores.
Mi ejemplar es especial porque, en uno de mis encuentros con Delfín, tuve el privilegio de que lo leyera en voz alta. El poeta, con suma paciencia y como un orfebre del renacimiento, recorría su poesía página a página. Ante cada error, enmendaba con tinta azul sílabas, palabras; tachaba signos de puntuación y recomponía versos enteros que habían sido mutilados.
Hay un poema (el que da nombre al libro) que retrata el momento vivido:
abrirse las constelaciones
A Cintio y Fina
el héroe permanece
[…]
R.M. Rilke
no los reduzcas
al espacio
demasiado estrecho de tu verso
(tu árbol es un árbol
alzado en mitad de la sabana
contra la el que se cierne
la apretada soledad de la noche)
no los encierres en tu casa
(tu casa es un refugio
y sólido
pero en su hondura
persistentes resuenan
ecos de pasos y voces ancestrales)
no los reduzcas tampoco a la ciudad
(el verso la casa la ciudad son límites
muros que será preciso violentar
para escapar al aire más vasto de la Isla)
la isla es el compendio en fin
de tu verso tu casa y tu ciudad
pero no los restrinjas a la isla
ellos se asomaron mucho más allá
ellos vieron
del otro lado del horizonte
abrirse las constelaciones
Los libros de Delfín me han acompañado por años en las mudanzas de mi vida. Primero de Holguín a La Habana, y luego de Cuba a Argentina.
Sus textos están entre los pocos objetos que no han sucumbido a mi andar trotamundo. En todo librero bajo techo que haya tenido sobre la cabeza, a la vista han estado los libros de Delfín. Y están. Me siento resguardo al tenerlos a mano. Ante la incertidumbre, por ejemplo, echo mano a uno de esos acompañantes, abro una página al azar y me bebo un verso Prats.
Hace un par de años, a más de una década de nuestro primer encuentro, me aparecí de sorpresa una tarde en la casa de Delfín. Como hace 16 años, la puerta estaba entreabierta y la reja cerrada.
Toqué con dos golpes. El poeta asomó enseguida su cabeza y, cuando me reconoció, soltó con una amplia sonrisa: “Pasa, que acabo de colar café”.
Gracias a ese azar concurrente o, para recurrir a un verso del propio Delfín, en ese afán de ir “situando fragmentos de ambos en otras latitudes”, el poeta llevaba un pulóver con el dibujo “América Invertida”, del artista uruguayo Joaquín Torres García. La imagen la llevo tatuada en mi brazo derecho.
El tiempo había pasado y Delfín seguía en el mismo lugar donde hace más de una década lo había retratado por primera vez. Su entorno hogareño era el mismo descrito por Leandro en la entrevista citada.
La casa de Delfín Prats es ruidosa, penúltimo sitio en el cual se refugiaría un poeta. Construcción moderna de cemento y placa con el interior pintado de azul, enlosado el suelo, enrejadas puertas y ventanas, de pequeño espacio, escueta. Pocos muebles utilizables dentro: tres sillas de bagazo y un sillón defectuoso. Desde el otro lado de la pared, en su cuarto-cocina, asoma una cama de hierro. Lo demás no logra verse pero él lo ha dicho: “Tengo un radio junto a la cama”. Y posee más, una bicicleta cubana, una hornilla eléctrica criolla, y un gato. Libros no tiene; ni siquiera los suyos.
Sus gestos, su sonrisa y hasta sus brazos cruzados detrás de su cabeza se mantenían intactos. De ese encuentro son estas fotografías íntimas y fraternas.