En el centro de mi vida están mis hijos, mi compañero, mis padres, mi amor al teatro y mis deseos de escribir. En un lugar de ese centro, entre las luces y las sombras que me guían, está el transporte público.
¿Cómo nos vamos? ¿En qué nos vamos? ¿Qué nos sirve para allá? Son preguntas que rigen el día a día de mi familia. Somos cuatro y somos unos patipolvos, como le decimos a la gente que camina mucho. Nos gusta andar a pie; pero, como nos movemos por toda La Habana, nos montamos en cuanta cosa rodante o flotante encontremos en el camino.
El transporte público, como la sociedad cubana, ha pasado por varias crisis desde que tengo uso de razón. Tal vez sea una misma crisis persistente que sube y baja de intensidad; un estado que también es personal.
El transporte está peor cuando “la cosa” está mala en la casa. Entonces uno tiene que inventar, como en la cocina. No sé cuántas veces tuve que echar en la alcancía de la guagua monedas de otros países que robaba de la colección de mi hijo. Ahora en mi casa estamos mejor que antes y no tengo que engañar al conductor de vez en cuando.
Pero se ha puesto todo difícil; hay que salir a trabajar y también a “resolver”. Todo el mundo sabe que en Marianao el paquete de pollo está más barato y que en la Lisa los huevos salen mejor que en Centro Habana. Hoy día, aunque haya más opciones de transporte que en otras épocas, más gente tiene que moverse más.
Las discusiones matrimoniales más acaloradas que he tenido no han sido por celos ni por falta de romanticismo. Han tenido su causa en el tema del transporte. Una mala decisión, que puede ser esperar el rutero en vez de coger un carro, o irnos a la parada del P2 en lugar de caminar, puede desencadenar las más terribles broncas.
Cuando andamos apurados, preferimos salir a pie. Tenemos como regla caminar hasta 5 kilómetros; si es más que eso, nos lanzamos a la aventura siniestra de “ver qué cogemos”.
Puede ser que la guagua no pare; puede ser que no tengamos los 150 pesos para una máquina, porque somos dos adultos, un niño de 11 años y otro de 2. Puede ser que un estudiante de politécnico marque para todo el grupo y nos quedemos en la puerta de “la Gacela”. A veces salimos con tan mala pata que perdemos horas en las paradas y nada pasa o nada nos sirve. Hay momentos en los que, por tal de ir “avanzando”, nos montamos en cualquier cosa aunque vaya para el lado contrario. Después enderezamos el rumbo. Lo importante es movernos.
Para colmo, nunca aprendí a montar bicicleta ni a coger botella. Me da menos miedo ir enganchada en la puerta del P4 que pararme en un semáforo y preguntar si me pueden adelantar.
El transporte hoy define hasta mi manera de vestir. Si vamos en guagua, mejor llevar pantalones y zapatos cerrados para aguantar pisotones. Si vamos en almendrón, mejor evitar las sayas largas porque se enganchan en la puerta. Si tenemos dinero para pagar un carro directo, un día de fiesta, entonces me pongo vestido corto y tacones.
Cuando andamos los dos adultos con los niños es todo más fácil, porque nos repartimos los bultos y vamos al abordaje con más comodidad. La cosa se complica cuando está solo uno de los dos con el niño grande, el otro niño en brazos, bolso, un mazo de acelga, un paquete de galletas, teléfono, gafas y el dinero en la mano.
Como mi mente va más rápido que la guagua, muchos pensamientos me asaltan cuando por fin estamos dentro, arriba, a salvo.
“Entramos todos”; “Cuidado no te triture la puerta”; “Aguanta bien el bolso”; “Ve pidiendo permiso”; “Agarra al niño”; “Coronavirus en pote”; “El asiento de niño”; “Me están rozando”; “¡Qué suerte!”; “Faltan cantidad de paradas”; “No está tan malo el transporte na’”; “¡Que salación!”; “¡Que calor!”; “DPEPDPE”; “Qué bueno que este chofer es agradable”; “Ya casi nos bajamos”; “¡Gracias!”…
Pero no todo es frustración y agonía. Hay días de suerte. Una de las mayores alegrías es cuando el chofer te hace el favor de recogerte fuera de parada. Y te montas casi con la guagua andando, le dejas el cambio y le das las gracias con una contentura inmensa. Otra felicidad grande es cuando hay un espacio para ti en el rutero. A veces vas a pie y una gran nube gris tapa el sol, sopla una brisita y hasta te encuentras con un puesto de frozen. Entonces dices: “¡Qué suerte que vinimos caminando!”. Algún día nos hacemos los locos y pedimos “una Nave” para ir a un cumpleaños. Mientras estamos dentro del carro pensamos: “¡Esto sí es vida!” y cuando vemos el precio decimos: “¡Así no hay quien viva!”.
Aunque hoy el estrés de moverse es grande, hace años era peor. Ahora tenemos más opciones y de diferentes precios. Tenemos aplicaciones para saber por dónde vienen los ruteros y las guaguas. Tenemos grupos de WhatsApp que brindan servicio de transportación, moto taxis, Gacelas, ruteros grandes y pequeños, moticos eléctricas, amigos con carros, guaguas de centros de trabajo y todas las opciones tradicionales. Sin embargo, moverse en La Habana sigue siendo una Odisea. Si el héroe de Homero hiciera su viaje en nuestro transporte público, aún estaría de camino a Ítaca.
En mi celular tengo un mensaje prediseñado que dice: “Transporte en llamas. Llego unos minutos tarde”. Lo peor no es que llegue tarde a los lugares, sino que a veces, además, llego estrujada, despeinada, maltratada. Pero la mayoría de los días me levanto y me digo a mí misma: “Hoy mi alegría de vivir no me la quita nadie, ni el transporte.”
Me pongo a fantasear con una emisora de radio para guaguas en la que los locutores se dirijan a la gente que viaja al trabajo todos los días. Imagino una música variada, mensajes de saludos para los choferes de las diferentes rutas. Temas de interés para la gente común. Entrevistas a personas que cogen guagua todos los días. Información sobre el estado de los vehículos, de las calles. Imagino voces limpias y alegres que hagan más ameno el viaje cotidiano. “Un saludo para la gente del P11”; “Un pasito, los de la 55”; “Hoy queremos felicitar a Jorge Félix, el chofer nocturno del P5 por su cumpleaños”.
Me gustaría que pusieran carteles con poemas en las paradas y que los artistas visuales hicieran murales. Sería un lujo sufrir por el transporte mientras espero por el P9 con un mural de Zardoyas, Cabra y Moya de fondo. La incertidumbre de si pasa o no pasa sería más llevadera si leo un poema de Sigfredo Ariel. Tal vez las paradas estuvieran más limpias, quizá más gente le dijera “buenos días” al chofer. Y ese pasito para que los de abajo suban se daría con más amor.
Ojalá para este año mejore el transporte. Que pongan más guaguas, que haya más gasolina y menos trabas para los que quieren botear. Mientras tanto, anhelo que la Odisea de moverse sea más lírica que trágica y que, a pesar de los entuertos, nos llene siempre la luz, bróder, la luz.
Buen art’iculo. Disfrute mucho leerlo, me rei mucho con la parte de la nave…experiencia personal jjjj.
Muy buena reflexión, espectacular!!