¡Páooo! Sobresalto. ¿Un disparo en el salón?
No. Es un suceso lúdico. Irónico. Performático. Es la pelota maciza de madera dura que desobedece, una y otra vez, el destino dispuesto por su creador: permanecer quieta sobre el vértice de dos listones en equis, cuyo eje lo garantiza un tornillo de sujeción.
“Es un espíritu juguetón”, dice Felipe Dulzaides Danta, La Habana, 1965, y autor de la pieza Estructura que mantiene la bola separada del piso, una suerte de homenaje a Sandú Darié, artista rumano que se aplatanó en Cuba en los años 40 y trabajó la abstracción y el cinetismo, haciendo híbridos entre escultura y pintura. En 1982 realizó, junto al pionero de la música electroacústica en la isla, Juan Blanco, el imponente mural El día y la noche, en el vestíbulo del hospital Hermanos Ameijeiras.
“Mi trabajo también es un híbrido. Hago vídeos, performance, fotografía, escultura, dibujos. En esta exposición lo que estás viendo es mi relación con el contexto, con los distintos escenarios de mi vida”, resume el artista, mientras recoloca la díscola esfera ante la mirada expectante de Yanet Oviedo, la curadora de Como círculos en el agua.
“Lo particular de su trayectoria como artista visual, la versatilidad y el desdoblamiento ilimitado de su proceso artístico me parecían un entramado demasiado profundo como para aprehenderlo desde la distancia”, escribió Oviedo en el catálogo de la muestra, que estará abierta en el Centro Wifredo Lam, a un costado de la barroca catedral de La Habana, hasta octubre próximo.
La retrospectiva, que nos trae “experiencias que conectan, que equidistan, que se superponen como círculos en el agua, flotantes y disueltos por las corrientes”, según la especialista, contiene desde la primigenia pieza Deicing (Deshielo) de 1999, hasta sus más cercanos trabajos en el tiempo, como Respuesta al abuso y la violencia, de 2021. Aquí un centenar de flores conseguidas con economía de trazos y pintada una por cada día de “un gran estrés personal” pretende ser “un ejercicio sanador”, porque “simplemente uno no carga el odio. El arte también es exorcismo y mucho divertimento”.
Defección en Italia. La puerta al gran mundo
En 1989 Felipe Dulzaides se graduó en el ISA, hoy Universidad de las Artes, en la especialidad de teatro. Tres años después, lo tenemos en Campagna, Salerno. Actuaba con el grupo Buendía, como parte del elenco de la puesta “Las perlas de tu boca”, de la fundadora y directora de la compañía, Flora Lauten. Después de cumplir con todas las funciones, huyó hacia adelante.
—Cuando decides traspasar el punto de no retorno en Italia, ¿qué tipo de contradicción personal estabas resolviendo?
—La misma que tengo ahora, la necesidad de expandirme, de crecer, de ensanchar mis horizontes. Yo quería ser un ciudadano del mundo, y tenía mucha curiosidad y necesidad de saber de qué iba el mundo.
—¿Vacilaste en tomar la decisión?
—Eso fue un impulso y así lo reconoces. El asunto es saber por qué lo haces. Siempre las razones son fundamentales.
—Para justificar los actos…
—No. Eso es una cuestión filosófica que luego te marcará para el resto de tu vida. Hay que cuestionarse el por qué uno hace lo que hace. Por qué hago esta exposición, por qué estoy en Cuba.
Fue un momento crucial en la vida de Dulzaides. Su padre, a quien consideraba un ser excepcional y su “amigo profundo”, había muerto. Significó, en ese instante, el quiebre de su relación espiritual con Cuba.
—¿Y tu padre era Cuba?
—En cierta medida, para mí, sí lo era.
Su madre, aún joven y maestra de profesión, no dependía de Felipe. A su vez, el actor sentía una gran insatisfacción en su vida teatral —”no era lo mío”— y la isla se hundía en el pozo de turbulencias y privaciones inimaginables del llamado Período Especial. “En Cuba estábamos muy aislados. No vivíamos en el mundo. Aún hoy, Cuba es un planeta en sí mismo”.
No sin patetismo, las utopías parecían haber caducado en los 90 luego del derribo del muro berlinés y el colapso soviético. Y todo ello confluía para el joven actor en una edad en que las audacias son actos cotidianos. Estaba en los veintitantos, había ganado el Roma Prize (una beca en la rancia Academia Americana en Roma) y la siguiente estación estaba del otro lado del Atlántico. Esperándolo.
“Tenía una gran curiosidad por Estados Unidos, porque había crecido escuchando jazz y los relatos de mi padre hablaban con mucho amor de ese país. Quise vivir la cultura estadounidense y era el momento de hacerlo”.
SF. La incubadora de un artista
Felipe Dulzaides, quien es un artista inmediatamente posterior al boom de la plástica cubana de los 80 —y eso no es un dato menor—, reservó un salón completo en el Lam para recrear su experiencia estadounidense.
Según uno de sus amigos, el artista y crítico Antonio Eligio Fernández – Tonel, igualmente diaspórico, el San Francisco Art Institute, “esa escuela con su mural deslumbrante de Diego Rivera”, fue clave en la formación académica y espiritual de Dulzaides, quien “fue discípulo de artistas distinguidos —Tony Labat y Paul Kos, entre otros— que le mostraron el camino hacia un arte inquisitivo, juguetón, cuidadoso en el manejo de los materiales”.
En California, Dulzaides aprendió de todo e hizo casi todo cuanto hace un artista conceptual. Filmó la azarosa escapada de una naranja cuesta abajo que mágicamente evade ser aplastada por los autos al atravesar una avenida; diseñó vallas publicitarias intervenidas con imágenes visualmente perturbadoras (“llevé una foto al dueño de la compañía y le encantó”); rompió cristales de ventanas para registrar gráficamente la violenta pérdida del equilibrio y manchó fachadas de edificios en demolición con emplastos de pintura roja, inspirado en Gordon Matta-Clark (hijo del gran artista chileno Roberto Matta), quien exploró diferentes modos de intervención arquitectónica como el building cuts.
Dulzaides interactuó además con la niebla franciscana en el video-instalación Dialogue with a foghorn. Esa performance la concibió subido al techo de su diminuto apartamento, declarado por él su estudio sin paredes, que solía recorrer en círculos con su bicicleta en “la búsqueda de la poesía en una situación sin salida”. De ese modo respondía a la sirena que en las noches alertaba a los barcos de la densa neblina en la bahía de la ciudad natal de los hippies.
“En Estados Unidos me di cuenta de que en cualquier lugar donde yo esté voy a ser artista y que un inmigrante es siempre un outsider”, manifiesta, postulando las ventajas de tal condición. “Te permite estar dentro y fuera. Una posición brechtiana, de distanciamiento, que posibilita un análisis crítico”.
Deshielo, familia y firmas en la pared
En el último año del siglo XX y luego de ocho de ausencia, Dulzaides regresó a La Habana. No fue nada fácil el reencuentro.
“Me había convertido en casi un extraño para mi familia y mis vecinos. Habíamos perdido los puntos comunes. Eso choca y golpea muchísimo”, confiesa el artista en un tono bajo, casi susurrante, lejos del entusiasta estado de ánimo mantenido durante la conversación.
Recuerda que el último día, el de la despedida, se reunieron la familia y los amigos en el apartamento de su madre. Era marzo y una piedra de hielo redonda dominaba la mesa del comedor. Dulzaides colocó su cámara sobre el aparador y filmó toda la escena por horas.
“Una tía quería llevarse el hielo. El drama de la separación de la familia está ahí”. Borrosos, en la pared se advierten unos nombres y unas fechas y ese testimonio grafitero suma más extrañamiento e intriga al documento fílmico.
—¿Y esas firmas en la pared?
—Mi papá, que estuvo enfermo al final de su vida, les pidió a todos los músicos y a amigos y familiares que iban a verlo que firmaran la pared. Armando Romeu, Frank Emilio, Cintio Vitier… la cantidad de muertos que hay… Él tuvo una trombosis y perdió el brazo izquierdo. Estuvo siete años enfermo. Nunca me alejé de él.
En Deicing, su autor aparece intermitentemente en el video. Entra y sale del encuadre. “Algo premonitorio. Felipe Dulzaides es un sujeto vivaz, no parece nunca anclado”, advierte Tonel al enumerar las urbes por donde el artista ha dejado su huella: San Francisco, La Habana, Roma, Scottsdale, Las Vegas, Copenhague (también la ultramarina Regla, donde radica su estudio y proyecto Bahía), que forman “un conjunto en el cual convergen el tono lúdico, la facilidad de los espontáneo y la reflexión sobre (…) espacios geopolíticos y culturas diversas”.
Varadero. Un lugar con forma de nostalgia
En la nave dedicada a su padre, Felipe Dulzaides Badía (La Habana 1917-1991), un bucle de “La vie en rose”, versionada por el pianista y arreglista y cantada en francés por la villaclareña Doris de la Torre, hace que entremos en una dimensión “idílica”. Es una emboscada del artista para hacernos partícipes de sus remembranzas infantiles. Para ello se vale de una larga mesa alfombrada con arena de la propia playa de Varadero (“Me metí seis meses pidiéndoles a todos los socios que si iban me trajeran un poco de arena. Hay como cuatro cubos), una réplica de la casa biplanta familiar en el balneario, y detrás, proyectándose sobre la pared, escenas de la vida familiar en los 70, en las que se aprecia la relación de Felipe con su padre, e interiores de la vivienda y del hotel Kawama, donde el jazzista tocaba en las noches sensuales y pecadoras de una de las mejores playas del mundo.
“Queríamos que tuviera la poesía del momento aquel. No todo el mundo tuvo una infancia jodida. Y los que la tuvieron hacen arte sobre eso, no quienes la tuvieron bonita como yo”, dice entre risas.
Hijo de la pianista y pedagoga Josefina Badía, madre a su vez de los hermanos Sergio, Fina y Bella García-Marruz, Felipe Dulzaides Badía fue un músico autodidacta y uno de los precursores del jazz en la isla. Tuvo una vida de leyenda, salpicada de avatares (dos años de cárcel por supuestamente colaborar con la contrarrevolución) con su estampa de galán hollywoodense y su Buick 58 descapotable, regalo de Santo Trafficante.
Tocó el piano y el vibráfono en los mejores night clubs y cabarets de La Habana (el Montmartre y el Tropicana) y con su banda Los Armónicos animó por décadas el bar El Elegante, del hotel Riviera, la joya construida —se afirma— con dineros de la mafia ítalo-estadounidense en la violenta Habana de los 50. Dulzaides fue víctima de dos hemiplejias. La primera en el 83, que arruinó su mano izquierda. La segunda, fulminante, en el 91, que lo sorprendió, inclaudicable, tocando con la mano derecha.
—¿De sus hijos, fuiste el preferido?
—No podría decir eso; pero tengo su mismo nombre y fui el que estuvo todo el tiempo con él, hasta el final. La vida de mi padre no fue fácil, sin embargo siempre fue un hombre positivo, un hombre que, sin proponérselo, hizo unas tremendas contribuciones a la cultura cubana.
Etiquetas
—Cuando leo tus referencias en inglés en Internet, te encasquetan el polémico gentilicio de cubanoamericano. ¿Te sirve esa etiqueta?
—Sí, absolutamente. Yo fui a los Estados Unidos más que todo por su cultura, porque nací dentro del mundo del jazz y de joven estaba muy influenciado por las películas de Woody Allen y por todo el jazz, donde hay una gran libertad creativa.
—Ahora bien, ¿esa etiqueta comporta algún tipo de ambigüedad cultural o, de hecho, es una identidad con valor propio para ti?
—Es parte de mi experiencia y lo considero una identidad propia.
—Pero no eres ni de aquí, ni de allá, al menos en términos psicológicos. Siempre recuerdo el poema a Ana Veldford, de Lourdes Casal, que se resiente de una identidad a medias, que nunca llega a definirse, dolorosamente.
—En mi caso, soy de los dos lados. No estoy en ningún punto medio. Además, fui a Estados Unidos y me integré dentro de una comunidad de artistas en la costa oeste del país, en San Francisco. El lenguaje de mi obra no es de Cuba.
—Te asimilaste…
—No solamente eso. Esa fue mi tribu y sigue siendo mi tribu, mis mentores. David Ireland, Paul Kos. Exquisito el segundo. Trabaja con sentido del humor para hacer reír a la gente y no tomarse la vida demasiado en serio.
—Una vez leí: Si tienes talento eres pintor, si tienes menos talento eres dibujante y si no tienes talento alguno eres artista conceptual. ¿Te molesta lo que acabas de escuchar?
—La pintura es un lenguaje que yo admiro mucho, que disfruto mucho, pero no la practico. Eso lleva una escuela. Yo soy un artista gestual que tiene un diálogo con la tradición. De hecho, podemos decir que mi trabajo es tradicional dentro de las convenciones del arte conceptual. Pero hay que tener el deseo de compartir…
—Cierto narcisismo, ¿no?
—No. No es narcisismo. Es el deseo de tener un diálogo con la audiencia. Todo artista sabe que está hablando y que está diciendo algo que no puede decir en palabras.
—A través de tus palabras noto que este arte conceptual lleva un esfuerzo retórico del creador para argumentar su valía, es como si tuvieras que ofrecer un manual de instrucciones a cambio de legitimarlo.
—Lo disfruto. Todo parece sencillo, pero hay una complejidad detrás. Tienes que descubrirlo.
(Tonel habla de que en el caso de Dulzaides, “la banalidad es un polvillo de superficie bajo el cual puede hallarse, sin escarbar demasiado, el drama y lo patético”).
—¿Te parece que los artistas conceptuales dependen más de la otredad, de la persona que observe la obra y la complete?
—Exactamente. Es un lenguaje bilateral. Este arte es un poquito como el ajedrez. Es un arte de jugadas, de posiciones, de cuestionar preconceptos. El público en general tiene que llegar a entender sus códigos, como pasa en los países desarrollados.
—¿No sucede aquí?
—El lenguaje del arte conceptual en Cuba no se domina tanto por el público en general, porque no ha tenido esa educación. Siendo joven, vi cómo mi padre tocaba jazz en lugares donde la gente no lo entendía y se iba sin terminar la pieza o el concierto. Un día se lo hice saber y mi padre, en una ejemplar acción de educador, me dijo: “De alguna forma tienen que experimentar esto, y si a veces no lo entienden y lo rechazan, eso es buenísimo, porque eso se queda ahí, en lo que rechazaste y no entendiste”. Últimamente estoy trabajando en el tema de las pinturas rupestres hechas por indocubanos, e increíblemente hacían círculos concéntricos, y hasta ahora nadie sabe en realidad qué significan esos círculos; pero me encanta que no se sepa. Es una bella metáfora de lo que hace un artista. Cuando yo hago arte yo no sé lo que estoy haciendo. No sé a ciencia cierta de qué se trata esta exposición. Hay que dejar que el arte fluya. No todo es arte —¡tampoco cualquiera es artista!—, y todo es arte, como decía Joseph Beuys. Y también recuerdo lo que postulaba el arquitecto Ricardo Porro: el artista es un rascabucheador, un hombre que mira por el ojo de una cerradura”.
—¿No te angustia que el conceptual sea un arte sectario?
—No hay angustia. Hay placer. No nos interesa ser Bad Bunny, aunque ojalá tuviéramos su dinero. (Risas)
Afiladores y murales
El arte, afirma Dulzaides Danta, “es la capacidad de reaccionar ante los estímulos de la realidad”. Y termina la frase chasqueando los dedos. Siempre atento a los sonidos, el artista trabajaba en su taller cuando escuchó la flauta de un amolador de tijeras, tradición importada de España ya pintada por Goya en 1790.
“Para mí es el sonido más bello de la ciudad, porque el pregón, de contra grabado, del bocadito de helado enloquece a cualquiera”. De ahí surge Lírica de calle, de 2017, una serie de fotografías de las manos de los amoladores sosteniendo en sus palmas el pequeño instrumento de viento. “Me acordé de las fotos tomadas a las manos de Miles Davis por Irving Penn. Son de un dramatismo tremendo”.
La experiencia gráfica, patrocinada por la española Fundación Botín, se completó con un video de 15 minutos en que Dulzaides sigue con la cámara a los amoladores por una calle del barrio de Buena Vista, que al final se integran a una descarga de jazz con el saxofonista y percusionista Yosvany Terry (The New York Times lo reverencia como un complejizador del latin jazz) y el llamado rey del chequeré, Pancho Terry, ganador de un par de Grammy Latino, captado en una de sus últimas filmaciones antes de morir en 2018 a los 78 años.
Si en Lírica de la calle el sonido es protagonista, su antagonista, el silencio, lo es en Murales. Aquí Dulzaides, igualmente basado en fotografías de murales de escuelas y centros de servicios, los enmudece, despojándolos de toda la información y los mensajes ideológicos que contenían para dejar solo los ornamentos que los acompañan: flores, cenefas, y otros homenajes al kitsch. Tales bagatelas gráficas las reproduce el autor solo en sus contornos espaciales dentro del mural en cuestión.
“Aquí hay sentido del humor. Cada uno es una pintura (acrílico sobre tela), pero el conjunto es una instalación y me interesó que estuvieran imbricados en un espacio estatal”, explica el artista sobre la serie, que data de 2014, y cuyo primer intento expositivo fue negado en la Galería 23 y 12.
Zona franca
—¿El ruido más insoportable?
—Un martillo neumático rompiendo la calle.
—Lo que te quita el sueño.
—No saber dónde está mi hija.
—Alguna palabra prohibida.
—Freno.
—¿De reencarnar, en qué artista te complacería hacerlo?
—Eso está difícil. Felipe Dulzaides.
—¿Hijo o padre?
—Hijo. No nos queda otra.
—¿Qué cuadro salvarías de un incendio?
—Creo que La Jungla.
—Lam o Basquiat.
—¡No! Lam.
—¿Sería una noticia feliz que hubiera vida inteligente extraterrestre, aun si supone un peligro existencial?
—Sí, por qué no.
—Dios no existe, Dios existe, Dios existió, Dios existirá.
—Todo. Y es una idea.
—Hablando de ideas… Ana Mendieta.
—La pasión.
—¿Ser artista te hace un ser exclusivo o un ser humano?
—Un ser humano.
—Mark Twain dijo que el hombre era un experimento. Falta saber si es fallido o no. ¿Te atreves a responder?
—Eso cada quien lo construye. Uno es el responsable de que sea fallido o no. Y está duro.
—El espacio es…
—Donde pasa nuestra existencia.
—¿Y el arte?
—Hablamos de algo que no se sabe qué es.
—¿El artista?
—Es alguien que tiene que tener una gran percepción de la realidad. Y luego saca como un vómito de todo eso que percibió. Monet pintaba unos vómitos bellísimos.
—¿Quisieras un epitafio para tu obra?
—No, porque la categorizaría y lo importante es que… Hay una expresión estadounidense que dice: thinking outside the box.
—…que traducido sería algo así como… trata de pensar fuera de lo cuadrado, de lo convencional.
—Mi trabajo es todo eso y es una instigación a que otro lo haga.
—¿Bill Evans o Thelonious Monk?
—Uhm… Los dos.
—¿Chucho Valdés o Gonzalo Rubalcaba?
—Ambos. Mi padre tenía una gran admiración por Chucho Valdés. Es el pianista cubano de jazz más grande que ha existido. Y mi padre fue padrino de la boda de Gonzalo Rubalcaba, quien, a su vez, tenía una gran admiración por mi papá. Sin embargo, mi papá no fue un pianista virtuoso y Gonzalo sí lo es. Te da la medida de que el arte no es solo virtuosismo, y lo que Gonzalo admiraba de mi padre no era el virtuosismo, eran otras cosas que son virtuosas también.
—¿Crees que la inteligencia artificial reemplazará el arte humano?
—Para algunas cosas seguro que va a funcionar muy bien, pero para responder a los desafíos de la creación del arte no me parece gran cosa. La IA escribe música, pero no hace jazz.
—¿La Habana o San Francisco?
—Lo mejor de las dos.
—Cuba…
—Donde nacimos… No sé por qué.
—¿Estados Unidos?
—A donde fuimos. Amo sus paisajes, su cultura, su gente, al igual que en Cuba. Un lugar donde crecí y donde salí de mi zona de confort.
—¿Varadero o Santa Mónica?
—Hombre, Varadero.
—Cuba-Estados Unidos…
—Son países con un pasado colonial común y de ahí el jazz, una confluencia de lo africano y lo europeo.
—Borges en su cuento “El Aleph” habla de un un objeto místico que contiene todo el universo y que puede verse todo lo que sucede en él al unísono. ¿Cómo sería una obra tuya con ese nombre?
—No sé. Es un nivel de abstracción abrumador para mí. Ojalá se me ocurra alguna idea comiéndome esta mala pizza de 160 pesos.
—Mira la pelota. Tal vez sea la clave. (Risas). Gracias, Felipe.