En 2008, cuando cursaba el segundo año de Teatrología, nos sacaron de Elsinor. Decían que iban a reparar, que había dinero, que el sueño del arquitecto italiano se haría realidad. Entre los estudiantes rondaban las suposiciones sobre cuándo regresaríamos a nuestra amada Facultad. Inocentes como éramos, estábamos seguros de que nos graduaríamos entre ladrillos rojos, pero han pasado quince años y nuestro castillo de Hamlet sigue abandonado.
La Facultad de Artes Escénicas del Instituto Superior de Arte se inauguró el 26 de julio de 1965, a pesar de no haberse terminado. Era una de las cinco escuelas que conformarían la academia de arte más hermosa del mundo. El arquitecto cubano Ricardo Porro, quien asumió la dirección general del proyecto, convocó a los italianos Vittorio Garatti y Roberto Gottardi para levantar una ciudad de las artes sobre un antiguo campo de golf. En 1960 comenzaron las proyecciones; pero cinco años más tarde se paró la gran obra. El cese de los trabajos fue más por desavenencias políticas que por falta de recursos.
Los arquitectos se habían puesto de acuerdo para crear a partir de las carencias. Por eso se prescindió del acero, imposible de importar por causa del bloqueo. Lo fascinante de esas estructuras también se debe al ingenio de sortear las limitaciones. Por eso usaron la bóveda catalana, los ladrillos al descubierto y tejas de terracota producidas en Cuba.
Los edificios para las escuelas de Danza Moderna y Artes Plásticas, a cargo de Porro, se concluyeron y han cumplido su función de cobijar a jóvenes artistas de muchas generaciones. Hoy en la primera, cruzando el río, se imparten las clases de danza de la Escuela Nacional de Arte. Y en “Las Cúpulas de Plástica”, como se le dice a esa facultad, se experimenta con las formas y los colores, mezclando el rigor de la Universidad con la libertad creativa.
Las edificaciones para Ballet y Música nunca fueron terminadas. “El Gusano de Música”, como le llaman a la creación inconclusa de Garatti, fue habitado, por un tiempo, por los estudiantes de Actuación de la Escuela Nacional de Arte, hasta que los mudaron para un convento cerca de Pabexpo. Hace más de veinte años que la edificación está vacía. Lo mismo ocurre con “Las Ruinas de Circo”, la escuela que comenzó a construirse para ballet, pero que luego cambió su propósito.
La primera vez que fui a “Las Ruinas del ISA”, como se le llama al complejo que quedó sin terminar, lo hice guiada por Gretel Medina Delgado, nuestra profesora de Historia del Arte. La visita a “Las Ruinas” era parte de su asignatura y de cómo ella quería que viéramos el arte contemporáneo. Mis compañeros de aula y yo nos fascinamos con la majestuosidad de aquellas edificaciones. Estábamos en 1er año de la carrera, éramos prácticamente unos niños y no parábamos de hacerle preguntas idealistas a la profe: “¿Qué pasó? ¿Pero, por qué? ¿Cómo es que algo tan bello está así abandonado?”. Aún tengo fresca esa mezcla de tristeza, emoción y nostalgia por un pasado luminoso que no viví, que nadie vivió.
A “Las Ruinas” he regresado muchas veces y lloro ante la conmoción que provocan la belleza y el abandono juntos. La vegetación y el rojo bermellón han sellado un pacto de amor. Hay chivos y perros. Hay rumores de asaltantes que te roban el celular a punta de cuchillo y hay mariposas amarillas sobrevolando el pasto. Hay más de cincuenta años cayendo con fuerza atroz sobre esas impactantes estructuras que siguen en pie. Hay un deseo inmenso de explorarlas y usarlas, aunque sea de forma clandestina. Hay vestigios de fiestas, de orgías, de sesiones de grafiti y de instalaciones artísticas. Cada vez que vuelvo, me pongo a imaginar a los artistas de circo haciendo el vuelo del pájaro, mientras se filtra la luz del sol.
Roberto Gottardi, el único de los tres arquitectos que vivió en Cuba hasta su muerte a los 90 años, fue el artífice de la Facultad de Artes Escénicas. Cuando los primeros teatrólogos comenzaron a estudiar allí se le decía al castillo inacabado: “Las Ruinas de Artes Dramáticas”. Los estudiantes de aquella época se fueron mudando a locales que se iban terminando y poco a poco se fue poblando aquel enigmático lugar.
Concebido como una ciudadela medieval “El Castillo de Elsinor” ha sido la inspiración de muchos teatristas que se formaron en las aulas del ISA. Yo pasé los dos mejores años de mi vida universitaria entre sus callejuelas y plazuelas. Cuando pienso en el ISA, no pienso en la Universidad de las Artes, como se llama desde hace algunos años, pienso en mi Facultad. No pienso en esa casa grande de cristales que habitamos desde 2008 y se llama Arte Teatral. Yo pienso en Elsinor, cuando se llamaba Artes Escénicas y, como lo soñó Gottardi, nos reuníamos en los patios estudiantes de varias especialidades para hablar de la vida, del arte y del amor.
Aún recuerdo la emoción de cruzar el puente sobre el Quibú a las siete y media de la mañana, con una mochila y vestida con ropa vieja que parecía de última moda. Tenía 17 años. Estudiar en la Facultad de Artes Escénicas era el sueño de mucha gente y yo sentía que lo estaba viviendo por mí y por todos los que no habían podido entrar.
Dentro del castillo vi por primera vez La naranja mecánica y me apasioné con las películas de Kim Ki-duk. Allí escuché los Cantos Gregorianos y conocí los tangos de Astor Piazzolla. Entre las viejas historias de mi Facultad inconclusa, entendí las Leyes de la Dialéctica y la Reminiscencia de Platón. Vi el documental “PM” y leí “Palabras a los intelectuales”. Supe que arte es “La fuente” de Marcel Duchamp y también “El nacimiento de Venus”, de Botticelli. Escuché los chismes de las broncas entre stanislavkianos y grotowskianos.
En el castillo de Gottardi se aprendía en las aulas, en los tabloncillos y en los pasillos. Yo llegaba bien temprano y me ponía a hablar con los diseñadores que estaban en 4to y 5to años. Nos sentábamos en la escalerita que quedaba frente al pequeño patio. Allí oí hablar por primera vez de Michel Gondry y de Antonia Eiriz.
No era solo un espacio hermoso físicamente. Era un símbolo de la diversidad y de la mezcla de los estudiantes. Leíamos la “Epopeya de Gilgamesh” con la profe de literatura Sutrayel, en un aula al final del castillo a la que llamábamos Macondo, por lo intrincada que estaba. Desde allí se escuchaban los tambores de las clases de folklor que se daban en uno de los tabloncillos de abajo. Cuando se terminaba nuestra clase, nos colábamos en la de los bailarines. Nos encantaba asomarnos en las puertas de las aulas de danza y actuación. Nos gustaba meternos en los talleres de diseño y recorrer los pasillos laberínticos, porque en alguno de ellos podíamos toparnos con el amor de la vida.
En las aulas de Elsinor no se necesitaban sillas ni mesas porque el diseño del espacio estaba dispuesto para que la propia construcción supliera esos elementos. En una de ellas vimos caer una lluvia de granizos. Estábamos dando clases de Historia del Teatro con el profe Habey Hecheverría Prado y, de pronto, mientras él narraba el surgimiento del Ditirambo, en la Antigua Grecia, entraron los granizos por las ventanas como un designio de los dioses.
Allá, después del Quibú, siempre hubo un microclima. Cuando estaba llegando octubre ya podía irse al castillo con bufanda. Y veías las modas más extrañas y las maneras más genuinas de abordar la vida.
Nuestra Facultad estaba llena de vida. No solo nos reuníamos los de Artes Escénicas en el tabloncillo más grande, hacíamos Educación Física junto a los estudiantes de Música y Artes Plásticas. Era un lugar de encuentros, como una pequeña ciudad cosmopolita. Lo más impresionante era el Festival Elsinor. En el anfiteatro vi actuar a mis compañeros que hoy son referentes en el teatro cubano. En el sótano leímos las obras Yerandy Fleites, Fabian Suárez y Rogelio Orizondo. En las ruinas de lo que nunca se concluyó vi “Marcas en la pared” una obra autorreferencial de Yunior García y un performance de Marien Castillo sobre “El Trac” de Virgilio Piñera. Esas son imágenes que me marcaron, que marcaron a una generación de teatristas. Imágenes con fondo de ladrillos rojos.
Creo que mucho de lo que viví en esos dos años fue, en gran medida, gracias al castillo y su fuerza misteriosa. Hoy, cuando voy a dar clases a mis estudiantes, tengo que subir la lomita que me lleva hasta “La Casa de Enfrente”, como le dicen a la solución provisional que lleva quince años ahí. Del lado izquierdo queda mi amada Facultad, la miro y siento la tristeza de no saber si voy a volver a habitarla. Al mismo tiempo, pienso en la tanta gente que quiere regresar y eso me consuela.
Los estudiantes han aprovechado algunos espacios para sus talleres, sobre todo los diseñadores. Otros han limpiado antiguas aulas para ensayar sus obras allí y sentir la energía de los tiempos pasados, en los que la Facultad era un hervidero de pasiones. Allí se han realizado performances y puestas en escena. Hemos regresado de muchas maneras. Hemos vuelto a los lugares conocidos y a aquellas paredes a medio hacer. Hemos visto los espacios nunca vividos, tristemente mezclados con los espacios que una vez estuvieron llenos de arte joven.
Ahora me toca ser la guía de las ruinas de Elsinor, como lo fue la profe Gretel para mí cuando nos llevó a “El Gusano de Música” y a “Las Ruinas de Circo”. En aquel momento, dábamos clases en el castillo y no imaginábamos que nuestro lugar favorito en el mundo quedaría también abandonado. Ya los jóvenes no son tan ingenuos como nosotros en aquella época, pero todavía preguntan qué pasó, qué va a pasar con Elsinor. Les digo lo que sé. Que en los 90 se intentó comenzar una restauración, pero fue imposible por la situación del país. Que desde 2015 comenzaron las conversaciones con el gobierno italiano para firmar un acuerdo que establece el donativo de una suma importante de dinero. En 2019 se firmó el acuerdo relativo al proyecto “Que no baje el telón” cuyo objetivo es preservar el patrimonio cultural mediante la recuperación de la Facultad de Arte Teatral. Se donaron 2 500 mil euros por parte de Italia y Cuba aportaría 4 485 mil pesos convertibles para la restauración que debía comenzar ese mismo año.
Cuando me preguntan digo que nuestro antiguo decano, el crítico e investigador Osvaldo Cano, se metió de a lleno en el proyecto, pero creo que las demoras burocráticas y la pandemia impidieron que se comenzara a trabajar. Ahora tenemos un nuevo decano, el actor y también investigador Kike Quiñones, quien tiene entre sus planes más urgentes reconquistar los espacios habitables de la Facultad, aun cuando no se haga factible la restauración por el momento.
Aunque los tres arquitectos murieron (Garatti en enero de este año), hay mentes brillantes en este país y gente dispuesta a recuperar este sueño roto. Quisiera que ese lugar maravilloso que son las escuelas de Garatti, que se destruyen día a día entre el verde paisaje, se convirtiera, al menos, en un sitio visitable. En una especie de museo, un lugar donde le cuenten a los jóvenes la historia de La Revolución con sus grandes proyectos, sus hermosas ideas y sus terribles errores.
Ojalá se organicen los esfuerzos y los donativos para que Arte Teatral vuelva a tener un lugar lleno de magia y misterio. Yo quisiera verlo, quisiera que mis maestros, esos que llegaron a Elsinor de primeros, lo vieran.
Mientras tanto, yo me niego a ver para siempre en ruinas el lugar donde me enamoré, donde fui tan feliz, donde hice amigos que hoy me acompañan, donde aprendí a amar a mi país. Ese paisaje a medio construir, es un símbolo de lo que somos como nación, una metáfora teatral, que por momentos es dulce y por momentos es amarga. Quisiera estar ahí, mientras se levantan, como los fantasmas de un pasado luminoso, nuevas paredes invisibles. Un día Elsinor se llenará nuevamente de muchachos que volverán a escribir su historia.
Emocionada y agradecida por su reseña y recuerdos! Ojalá la escuela de teatro se vuelva a llenar de diversa juventud con la pasión y la energía de los sueños e ilusiones!
Excelente trabajo Cristina, tuve la dicha de ser alumno de Gottardi en primer año, en la Facultad de Arquitectura, y conocer su deseo de terminar ese sueño inconcluso.