Hace cuatro décadas Farah María lanzó una canción que aún resuena en la memoria de varias generaciones. “El tiburón”, como la mayoría la conoce, dejó un estribillo picante: “No me baño en el malecón”, cantaba “La Gacela de Cuba”, y los corros de la orquesta del maestro Enrique Jorrín añadían con énfasis: “¿Por qué?”. Entre sonrisas, gracia y sensualidad, respondía la hermosa Fara: “Porque en el agua hay un tiburón”.
La canción, con su ritmo pegajoso, me viene a la mente cuando veo un grupo de adolescentes que se lanza al mar desde el muro en la famosa avenida habanera, justo por donde desemboca 23.
Los bañistas del malecón de La Habana forman parte de la icónica imagen del lugar, junto con los pescadores, las parejas, los grupos de amigos con o sin guitarra y ron, los vendedores ambulantes, los músicos errantes y todo aquel que se sienta de espaldas a la ciudad, perdido en la contemplación del horizonte.
El estribillo picaresco me sirve de pretexto para abordar a uno de los intrépidos clavadistas y tomarles fotografías:
—¿No tienen miedo de que aparezca algún tiburón?
—¡Na! Los tiburones son los que nos tienen miedo a nosotros —responde entre risas y acto seguido da un impresionante salto mortal hasta caer de manera impecable en el agua verde azul.
A lo largo de los 17 kilómetros del sinuoso muro de concreto hay varios puntos en los que suelen reunirse los bañistas. Uno de ellos está cerca del Torreón de la Chorrera, frente al Centro Recreativo José A. Echeverría. Otro se ubica en la mencionada desembocadura de la calle 23, en las inmediaciones del Hotel Nacional. Finalmente, un lugar de gran concurrencia se halla justo a la entrada de la Bahía de La Habana, en la explanada del Castillo de San Salvador de la Punta.
Desde hace años bañarse en el malecón está prohibido. Varios carteles lo indican. La prohibición, a pesar de la canción, no se debe al peligro de encuentros con tiburones (aunque no hace mucho apareció uno azul en la zona, aparentemente extraviado). Es más, a simple vista, con el mar en calma, no parece peligroso ni el arrecife.
Al parecer los muchachos conocen bien las dimensiones de cada roca, la profundidad de la poceta y hasta el ángulo de entrada al agua para no hacerse daño. Hay un par de intrépidos, los mayores, que toman impulso desde el otro lado de la avenida, saltan al muro y desde ahí emprenden el vuelo con brazos abiertos y en caída libre rompen como una flecha la superficie.
Diversión aparte, hay riesgos para la salud que se derivan del baño en el litoral. A diario, contaminantes de diverso tipo, incluidos hidrocarburos, aguas residuales y desechos industriales, se vierten en esta zona de mar. Las autoridades de salud advierten sobre el riesgo de contraer enfermedades digestivas, respiratorias y dermatológicas debido a la exposición a estas aguas contaminadas.
La Bahía de La Habana, con una cuenca hidrográfica de 68 km², recibe vertidos residuales de ríos como el Luyanó, Martín Pérez, Arroyo Tadeo y áreas urbanas e industriales, conectadas a sistemas de alcantarillado y drenaje pluvial. Terminan en el mar materiales orgánicos e inorgánicos, metales pesados, restos de materiales de la construcción, grasas, aceites, entre otros.
La tradición de mitigar el calor en las aguas del malecón de La Habana tiene más de un siglo de historia. Incluso antes de la construcción del famoso muro, la zona cercana al torreón de San Lázaro, en la avenida San Lázaro, albergaba infraestructuras conocidas como “baños de mar” como La Punta, el Recreo y la Beneficencia. Aún pueden verse restos de sus cimientos. En aquel entonces, las aguas eran límpidas. Aunque las de hoy lo sean menos, los bañistas no renuncian a la adrenalina de volar desde el límite de la ciudad; un vuelo de aterrizaje inmediato pero que alcanza para vivir el espectáculo brevísimo de estrellarse sobre el agua.