Es una farsa con un poso amargo, de tragedia. O, más bien, una pieza de teatro recorrida por la amargura, sostenida por la amargura, pensada desde la amargura.
Una madre y sus dos hijos viven aislados del mundo, en una burbuja de tiempo y espacio que los debe preservar de cualquier peligro proveniente del exterior, sustantivo que, en este caso, se refiere a todo lo que no sea la llamada célula fundamental de la sociedad. Allá afuera, según le inculca la matriarca a su descendencia, todo es hostil, pernicioso, incontrolable.
Allá afuera está el iguandrago, ser mitológico cuya ferocidad y capacidad de destrucción no tienen límites. Es lo que paraliza a los jóvenes, el miedo a la bestia; es el principal argumento, la principal herramienta de poder para la madre, y la justificación para la precariedad en medio de la cual se ¿desarrollan? sus vidas.
Desde la torre o atalaya, los chicos ni siquiera se atreven a escrutar el horizonte. Viven encerrados en el espacio físico, pero también en la sumisión irracional y en el pavor. Se cocinan en los odios domésticos, en los secretos de familia, en el rencor; aunque las ansias de expansión laten en los intersticios de la cotidianidad de los muchachos. Ellos quieren irse, a cualquier lugar, a cualquier costo, pero no se atreven a conjurar el chantaje emocional de la madre, o no se atreven aún.
Raúl Alfonso (1966-2023), el autor de Mamá (1995), en fecha tan cercana como julio de 2023, escribió para esta puesta de Teatro de La Luna —antes se había versionado dos veces en Cuba y una en México— un texto que se usó en el programa de mano. Ahí explica que la pieza tuvo como motivación principal exponer el maltrato familiar al que él mismo había sido sometido, pero que luego la escritura fue aludiendo a zonas de la sociedad en la que le tocó desarrollarse.
De la puesta en escena de Bárbara Domínguez (agosto de 2023), su colega y amiga, Alfonso dijo que “aporta nuevas visiones y nuevas formas de decir, interpretar y sentir el texto. Más despojado que las anteriores, el montaje de la Luna nos enfrenta a un mundo de pobreza y harapos, consignas y violencia, atmósferas paranoicas y terminales en la que los hijos ven secarse su juventud y en la que la madre, eterna y omnipotente, nunca envejece”.
Teatro de la Luna, la compañía que dirige Raúl Martín, vuelve a anotarse un tanto a favor con esta reinterpretación del título de Raúl Alfonso. Baby Domínguez ha sabido dejar el texto en su esencia trágica. Hay humor también, pero es agridulce, más para la inteligencia que para los estertores gozosos del cuerpo. Vaya, que es difícil reírse cuando de lo que se habla es, justamente, de nuestras penurias y desenfoques.
La madre, una Mayra Mazorra que se crece de obra en obra, ejerce su poder omnímodo recurriendo a la crueldad, y a la muerte si es preciso. Degüella a la niña que, luego de escapar, regresa convertida en una mujer que ha visto mundo. Trae “pacotilla”, pero, sobre todo, viene con noticias sobre otra forma de vivir, lo que podría socavar el poder omnímodo de la madre, que se basa en la falta de información y la ignorancia.
En su oscuro reino quien se atreve a adversarla va al sótano sin excusas; y quien traspone la puerta, muere. Muere por la mano de la madre, sin importar que se trate de su hija. Y si no, como es el caso del padre, personaje referido, deja de nombrarse, se diluye en el voluntarismo de la memoria selectiva y la interpretación sesgada.
A su vez, la madre morirá a manos del hijo. Es la única forma de emancipación posible: superar un orden caduco, sepultarlo bajo los escombros de la torre.
Resulta imposible no emparentar Mamá con ese filón temático del teatro cubano que tiene como objeto de escrutinio a la familia como parte del entramado social: Aire frío y Electra Garrigó, de Virgilio; La noche de los asesinos, Triana; Contigo, pan y cebolla, de Quintero… No es una veta agotada. Seguro seguirán cavando en ella los teatristas que ahora mismo son y los que serán.
De la puesta, poco más que agregar a las palabras de Raúl Alfonso, quien visitó La Habana durante el proceso de este montaje. Una banda sonora sugerente (Bárbara Domínguez), un ajustado diseño de luces (Raúl Martín) y las actuaciones memorables de Ana Flavia Barrios y Daniel Triana, en los papeles de los hijos: gran presencia escénica, cuidado en los matices, veloces en los cambios emocionales.
Mamá se estrenó en El Sótano en agosto de este año, y tuvo solo tres funciones. Volvió este fin de semana, a la Sala Llauradó, como un cálido homenaje al artista desaparecido. Los dos últimos fines de semana de enero de 2024 irá de nuevo a El Sótano, y será una oportunidad de oro para aquellos que quedaron fuera cuando se colgó el cartel de “agotadas las localidades”.
Raúl Alfonso fue actor, dramaturgo, docente y director teatral y de audiovisuales en Cuba, México y España. De él se recuerdan, entre otras, las piezas Aquellos paisajes (2017), El pie de Nijinski (2012-13), Naturaleza muerta con actores y ángeles (2004), La seducción (1998), Bela de Noche (1994), Isla solitaria (1992), El dudoso cuento de la princesa Sonia (1992) y El grito (1988).
Al referirse al enfoque de Mamá, que para algunos puede parecer sombrío, Raúl se apuró a declarar: “No niego la fuerza salvadora del amor con toda su luminosidad y expansión, pero el amor por sí solo no puede salvarnos. Hay que amar, sí, pero también hay que luchar contra los monstruos”.
En una publicación en su Facebook correspondiente a 2020, el dramaturgo, tan polémico como fue, expresó: “El teatro me ha salvado, siempre me ha dado la oportunidad, siempre el teatro me ha concedido la gracia de la resurrección…”. Claro, ahí hablaba en sentido figurado, se refería a la pretendida o real muerte civil. Ahora es un hecho incontestable. Bárbara Domínguez y el eficiente equipo que la apoya, le han concedido la primera resurrección, al traerlo nuevamente, con toda su hondura contradictoria, a un presente que para él ya nunca pasará.