Cuando pienso en los puentes de Matanzas, no solo imagino estribos y barandas, arcos y tirantes; pienso en la gente que los cruza. Un puente es, además de una obra de la ingeniería, un símbolo universal de tránsito, de búsqueda, de conexión. Todos buscan algo diferente y en los puentes se mezclan esos anhelos. Cualquier día sobre el Giratorio, los trabajadores van a enfrentarse a una jornada dura. Tal vez vayan hablando mal de sus jefes y bien de sus esposas. Tal vez se cuenten la última película que vieron o se lamenten de sus salarios tan bajos. Tal vez vayan en silencio, en lo que un joven en canoa les pasa por debajo dejando una raya en el centro del río.
Frente a la vagoneta, a lo lejos, se acerca un caminante de blanco, esquiva los palos podridos y le da la espalda a la ciudad, coronada por la iglesia de San Pedro. Nadie sabe a dónde va. Es casi imperceptible, pero ahí está, infringiendo la señal escondida que anuncia: “Prohibido paso peatonal”.
No se puede pasar caminando, pero mucha gente lo hace. Los muchachos se reúnen para dar muela en las tardes, sobre todo si es fin de semana o vacaciones. Hablan sobre los temas más pegados del reparto, sobre irse o quedarse, sobre las ganas que tienen de estar de vacaciones toda la vida, sobre algún personaje manga. Hablan sobre los peces del río que desde hace un tiempo tienen más colores. Hablan sobre aquel día en que vieron un manatí gigante. Todos aseguran haberlo visto, aunque se sabe que algunos no estaban allí. Pero las maravillas hay que verlas, aunque sea de mentirita y por eso nadie refuta el avistamiento ajeno de la sirena cubana.
Durante un tiempito a ese paso ferroviario le llamaron el Puente de Oro, pero la gente de Matanzas le puso el Puente Negro, porque el metal era oscuro. Lo construyeron hace más de un siglo y por ahí andan los descendientes de los operadores que hacían girar el puente. Giraba 180 grados en un minuto y 40 segundos.
Dicen que desde hace como veinte años el Giratorio ya no gira nunca. Hoy la estructura que servía para el apoyo del puente es un trampolín gigante a donde los adolescentes van a divertirse. No sé si les dirán a sus madres después de almuerzo: “Mamá, voy con mis amigos a tirarme del Giratorio”. O si se tiran sin permiso. Como sea, se divierten de lo lindo. Solo de mirarlos de lejos, sé que esos clavados y volteretas de cabeza al río San Juan serán los mejores recuerdos de su juventud. Extrañarán la sensación de libertad desde cualquier tiempo y desde cualquier parte del mundo.
Desde el Giratorio se ve el puente del Viaducto. Es una estructura sencilla que no posee el hechizo de otros puentes hermosos. Podría verse, quizá, como puramente utilitario. Pero hay días en los que mirar en esa dirección tiene su encanto. Los muchachos se reúnen bajo el puente y pasan las horas atrapando jaibas. Algunos se llevan una bolsa llena para su casa. Los menos diestros intentan agarrar tres o cuatro con un jamo, en lo que los más intrépidos las cogen a mano limpia.
La jaiba se cocina con ají, cebolla, ajo, tomate y picante al gusto. Cuando faltan algunos ingredientes, se come la masa del cangrejo azul con lo que se pueda conseguir. Tal vez alguno de los barcos que entran a la bahía les trae a los jóvenes atrapajaibas algún que otro complemento para su enchilado. Arroz, frijoles, o harina de trigo para hacer empanadillas de jaiba.
Algunos de los atrapajaibas se suben al puente de enfrente. De lejos no se entiende qué hacen. No alardean, no gesticulan; parece una charla tranquila sobre una tarde que está poniéndose densa. En apenas un instante coinciden la adrenalina del que se tira del puente y la tranquilidad de la niña que flota en un salvavidas. Los de arriba observan la entrada al agua y esperan a que el muchacho asome la cabeza, sin darle importancia a su maniobra. Tal vez se tiran desde chiquiticos, como los niños que nacen en Boca de Yumurí, que a los 4 años ya se están tirando del puente como peces voladores. Es una costumbre. Para los extraños que observamos desde el Giratorio, es un momento extraordinario.
Un puente marca el eterno viaje de lo cotidiano. Más allá de vigas, concreto, hierro, se van erigiendo simbólicamente sobre las historias de la gente. Un puente es también cruce de culturas, mezcla de formas de vida. Es un poema y una canción. Su belleza está también en la gente que los cruza de mil formas posibles, la gente de esos barrios por los que, algún día, los brillantes ingenieros levantaron los puentes.