Hace poco un suceso sangriento estremeció a mi isla. El asesinato de uno de los artistas más populares del género urbano, el joven reguetonero conocido como El Taiger. Tras una eterna agonía que duró una semana, el Taiger falleció en Miami víctima de un disparo en la cabeza. Aún no se ha detenido al culpable, ni están claras las circunstancias de tan triste hecho. Solo sabemos que su muerte conmocionó a todo el país a ambos lados del Estrecho de la Florida, y que, en un acto de empatía espontánea sin precedentes, millones de cubanos se unieron en plegarias y oraciones para que José Manuel Carbajal se recuperara, primero, y luego, tras el desenlace, para que descansara en paz.
Escribí entonces en Facebook (cito in extenso):
El caso de El Taiger me recuerda el de otro genio popular cubano que murió también de manera violenta en Estados Unidos, Chano Pozo. El gran percusionista de La Timba fue asesinado en Harlem cuando sus tambores estaban revolucionando, ya para siempre, el jazz y la música toda. A la muerte de Chano cantó Benny Moré: “Murió Chano Pozo, / a la rumba yo no voy más / sin Chano”. Luto musical, de hombre pueblo a hombre de pueblo, de conuco a solar. Como ahora. Pocos decesos en la música procrean réquiems musicales como ejercicio de homenaje espontáneo. Músicos que cantan al dolor por la pérdida de un músico. En el caso de El Taiger ha sido tremendo, espontáneo, sincero. No hay una “industria del dolor”; hay un dolor de dimensiones industriales. Desde el reggae dolido de Cándido Fabré, hasta la lacrimosa canción de Alexis Valdés, pasando por la estremecedora plegaria musical de Lenier o la sublime plegaria pianística de Chucho Valdés. Hubo hasta una réplica del Taiger cantando al Taiger que se generó con Inteligencia Artificial.
Y bastó este párrafo para que algunos se asombrasen o enfadasen, otros me descalificaran, y otros, simplemente, cuestionaran que yo “comparara a El Taiger con el Benny o Formell o Chano Pozo”. Acostumbrado al tono hosco que generan las redes sociales, solo me asombré de algo: qué mal lee la gente cuando el sesgo de la creencia personal (del tipo que sea) hace bailar las letras.
Relean el párrafo. En ningún momento comparé a esos artistas; primero, porque no es pertinente; segundo, porque no era la intención de mi publicación. Sólo dije que hacía tiempo la muerte de un artista cubano no provocaba una conmoción social tan grande. También dije: “Ser músico es una cosa, ser músico y trascender al habla popular es otra. Lo lograba Formell. Lo ha logrado Silvio (ese “sirvió” de los jóvenes y de los no tan jóvenes) y lo ha logrado El Taiger con su ‘habla, matador’ y otros versos de otras canciones”.
Tan real es esto como demostrable. Formell, Revé, Adalberto Álvarez, Silvio Rodríguez (su primer hit fraseológico fue “matando canallas”, tras una increíble traslación de significados), calaron en el habla popular cubana hasta dejar versos convertidos en adagios o cuasi refranes. Como El Taiger. Negarlo es ignorar la psicología popular cubana y el habla de la calle.
La verdad es que llevo mucho tiempo escuchando reguetón, e impartí incluso un curso sobre el género en 2024. Gajes del oficio. Dirijo una academia online (Academia Oralitura), especializada en artes orales. Y el reguetón no deja de ser un arte oral contemporáneo, tan estudiable como cualquier otro. Así que, luego de leer varios ataques y acusaciones, me dediqué a escuchar y a leer varias canciones de El Taiger, y no encontré en sus textos esos elementos soeces a los que hacían referencia mis lectores, rasgos lingüísticos tan comunes en el género, dicho sea de paso. Pero no en sus canciones, repito.
Alguien dijo que El Taiger llamaba a la mujer “aditamento” (peyorativo), pero en realidad su canción dice “las mujeres son adictas a mí” (simpática hipérbole). Solo eso. Creo que seguir arrojando piedras sobre el género urbano y sus intérpretes a partir de lo que el sociólogo francés Pierre Bordieu llama “nuestro maletín escolar” nos hace un flaco favor a nosotros mismos, más que a ellos.
El género urbano tiene sus cánones, su estética, nos guste o no, como el rap, o el rock, o el tango. Y ha dado voz a la parte más marginada de nuestras sociedades, que existe y tiene derecho a expresarse, a contarse y cantarse. Son cubanos que pueden sentirse retratados o identificados, como yo, en canciones de Silvio Rodríguez o Carlos Varela, por ejemplo; y a quienes, a la vez, “habla matador” les dice mucho.
Hace poco leí que el ínclito Tomasito, tan sabio, se quejaba del carácter eminentemente “libresco y aristocrático de la cultura cubana”. Y cuánta razón tenía. Los fenómenos culturales, en general, y los populares, en particular, deben estudiarse y entenderse como lo que son: retratos sociales no-dirigidos.
¿Qué serían los años 70 sin esas canciones que usaban como patrón un lenguaje literario? ¿Qué serían los 80 y los 90 sin aquellas que nos hacían bailar desde una estética gozona y lúdica (“se ha formado el toca-toca”)? ¿Entonces? Ah, ¿que ahora los “reparteros” usan palabras malsonantes y soeces? Recorramos La Habana, sus barrios, Capdevila, Luyanó, Guanabacoa, La Cuevita. Descubramos y aceptemos que así hablan. Para ellos no es el arte, es la vida. Cantan y tocan para poner banda sonora a sus vidas y a la de sus iguales, que son quienes los siguen, admiran, aplauden y encumbran como hacedores de la llamada “cultura subalterna”. ¿Subalterna o subversiva? Da igual. Es la música “repartera” cubana un tipo de subversión blanda, si entendemos como tal la ruptura del orden (estético) establecido. Yo me crié en San Miguel del Padrón y Luyanó. Sé de lo que hablo.
Pero hay más.
Quizá porque yo vengo también de una minoría cultural (étnico-cultural: el repentismo) y sé lo que es el desprecio y la subvaloración gratuita y apriorística, soy más “flexible” con estos temas. En Cuba, el repentismo ha estado siempre en las cunetas de la cultura oficial. Demasiado poco musical para los músicos. Demasiado poco poético para los literatos. Era (es) “esa cosa que hacen los guajiros” (demasiado rurales para los urbanitas).
No ha hecho falta que los repentistas digamos malas palabras. Decimos rimas y versos octosílabos en el reinado sacrosanto del versolibrismo. ¡Vade retro! Yo he crecido soportando cómo me miraban por encima del hombro poetas mediocres que se creían superiores solo porque no cantaban décimas. Y no es este un paralelismo justificativo. Intento entender por qué yo no me asusto al oír lo que canta y cómo se expresa cierta zona de la sociedad cubana, que, para la otra, la libresca y aristocrática, como decía Tomasito, debería estar callada. Algo así como: si no tienes cultura tú no tienes música ni poesía, ni nada que mostrarnos. Eres un no-ser por tu escaso maletín escolar. Te mereces los márgenes, la pobreza incluso, por tus malas acciones. Pero no me cantes ni cuentes lo que pasa, cómo hablan y cómo viven los como tú, porque no me interesa. Yo soy el Otro. Y en esa alteridad se creen a salvo.
Vistos así —pura antropología y sociología, cierto— se escandalizaría don Fernando Ortiz si levantara la cabeza. Pero no por los temas y el lenguaje que usan estos artistas populares, sino por la falta de observación hacia este fenómeno por parte del resto de la sociedad cubana y los intelectuales. Dejo fuera de este análisis a esa seudo intelectualidad que se regodea y chapotea al encontrar alguien con menos capital académico para poder lucir los suyos. Ahí está la vergonzante “policía ortográfica” que vigila las redes sociales, con sus memes y burlas al que no escribe bien, como si hacerlo fuera garantía de bondad e inteligencia, y no saber escribir fuera lo contrario. Otro error. He conocido analfabetos que merecen el Nobel de Humanismo y Bonhomía, y gente culta que merece la guillotina emocional, al menos.
La estética de lo soez no es privativa del reguetón. Ahí está la poesía satírica de Quevedo (Siglo de Oro español): “que tiene ojo de culo es evidente / y manojo de llaves su sol rojo / y que tiene por niña en aquel ojo / atezado mojón duro y caliente” escribió el vate egregio. O la poesía mal hablada y directa de Charles Bukowski (Beat Generation). O, sin ir más lejos, sin salir de Cuba, el realismo sucio del narrador Pedro Juan Gutiérrez y los tantos “palos” detallados casi fotográficamente en sus relatos.
Ah, pero son literatos. Son gente con un maletín escolar muy gordo, lo que justifica que hablen así porque su saber se corresponde con nuestra expectativa y se alinea con nuestro propio maletín. O sea, un señor culto retrata a los incultos. Eso sí nos vale. Pero nunca el autorretrato del personaje. No el selfi musical y poético. Y esto es lo que son las canciones “reparteras”: selfis musicales y poéticos (en el amplio concepto de la poiesis, que llega hasta el axioma de Nicanor Parra: “Todo es poesía menos la poesía”). Selfis verbales de un grupo social que muchas veces no sale en las fotos oficiales y, si sale, lo hace desenfocado. Jóvenes marginales que han pasado de aceptar que cantaran y tocaran para ellos (consumidores de la música bailable que los retrataba, o intentaba hacerlo) a ser protagonistas de su propia música, con su propio lenguaje, gestos, temas, dialecto, fraseología: su propia “poética”.
Cuando se habla de la narrativa de Pedro Juan Gutiérrez, por ejemplo, la crítica y los lectores aplauden, satisfechos. No importa cuánto semen, culo, coños, carajos, maricones y putas pueblen sus páginas. Gutiérrez es un escritor retratando a los “bárbaros”. Dice la crítica Damaris Puñales: “El lenguaje que utiliza el autor es directo, simple, ordinario, de la calle, demasiado escatológico y relativo a los instintos básicos: comer, dormir, defecar, tener sexo”.
No hay aquí alarma crítica ni acusaciones moralistas. Es literatura. Es escritura. Y eso basta, legitima. Siempre he defendido una tesis que nuevamente traigo a colación: el pecado del reguetón no es la música, es el sexo; no es ni siquiera la “mala música”, es el “buen sexo” y, por encima de esto, no es tan solo el buen sexo, es el sexo en voz alta, es la oralidad sexualizada o el sexo oralizado.
En nuestra sociedad, desde hace siglos, como norma del sexo no se habla, mucho menos en público, mucho menos en voz alta. Peor aún en los medios. Bukowski o Pedro Juan, sus textos escritos, no escandalizan tanto como los Bad Bunny o Karol G. cantados, como los de Chocolate MC. Hagamos un ejercicio, un experimento, amigos músicos. Traten de cantar algunos de los poemas de Bukowski. Este fragmento, por ejemplo, con cualquier ritmo y en cualquier género:
Nos gusta ducharnos después
(a mí me gusta el agua más caliente que a ella)
y su rostro siempre es suave y tranquilo
y ella me lava primero
me extiende el jabón por los huevos
los levanta, los aprieta,
luego me lava la polla:
“oye, ¡esto sigue duro!”.
luego me lava el vello de ahí abajo,
la tripa, la espalda, el cuello, las piernas,
yo sonrío sonrío sonrío,
y después la lavo yo a ella…
primero el coño,
me pongo detrás,
mi polla en sus nalgas
suavemente enjabono los pelos del coño,
lavo ahí con un movimiento suave
tal vez me detenga más de lo necesario,
luego las piernas por detrás, el culo,
la espalda, el cuello, la hago girar, la beso.
Este fragmento de poema bukowskiano es ligeramente degustable desde la lectura ocular (el curso pasado intenté leerlo en clases, en la Universidad Loyola, y yo mismo, como docente, me sentía incómodo; puse un fragmento de video con el propio Bukowski leyéndolo, y las caras de los alumnos me hicieron dejarlo). Una lectura en video no deja de ser “oralidad mediatizada” (Paul Zumthor dixit).
Insisto, la música repartera cubana y el reguetón universal tienen en su contra el soporte mismo para el que fueron creados: la voz, la oralidad. El éxito comercial y la apuesta industrial por el género urbano también ha jugado un papel importante en la polémica surgida y sostenida.
No voy a ahondar en lo que se ha dicho: el machismo, la misoginia y el lenguaje vulgar no son patrimonio exclusivo de a música popular urbana contemporánea. Son fáciles de rastrear tratamientos machistas, paternalistas y misóginos en el bolero, el tango, el rock, el funk y hasta la salsa, donde la mujer como centro del placer y objeto sublimado remite a concepciones romanticoides del amor, mal interpretadas o mal avenidas. Pero poco se alarman cuando un cantante de otro género cosifica a la hembra, la posee o desea poseer como signo de poder erótico.
¿Por qué el reguetón escandaliza? ¿Es el reguetón, como género, o son los intérpretes de reguetón como protagonistas de un discurso que resulta incómodo porque no se adecúa a los estándares sociales propios, íntimos o públicos sobre el tema amoroso? ¿Tienen más derecho a hablar de amor y sexo un poeta escritor, un novelista o un cantante? ¿O es nuestra manera de juzgar “al cartero”, otro baremo para legitimar o ilegitimar “la carta”? Los intelectuales y los no intelectuales, las capas altas y las capas bajas de la sociedad aman, desaman, follan, chingan, hacen el amor, gritan, blasfeman, pean y se pean en quienes quieren y como saben y pueden. Entonces, ¿cuál es el escándalo?
Visto así, “sin cogernos la lengua con papel de fumar”, como dice el personaje de una de mis novelas, en realidad las letras del reguetón, cubano o universal, me parecen pueriles, infantilistas, simpáticas, letras de niños grandes que juegan a portase mal, el equivalente adulto a esa etapa temprana del “culo-pedo-pipi-caca” de los niños y las niñas. Solo que con los pequeñines nos reímos y con los adultos nos escandalizamos.
Siguiendo el parangón, los reguetoneros universales y los “reparteros” cubanos, en cuanto al uso de lenguaje escatológico, son “niños de teta” al lado de Bukowski, Pedro Juan o de la Almudena Grandes de “Las edades de Lulú” (“no habían transcurrido más de un par de segundos cuando me encontré nuevamente con la boca llena. Un desconocido sexo masculino se deslizaba entre mis labios”). Y si aquí nos parece inocuo el eufemismo “sexo masculino” en otro fragmento dice el personaje de Almudena: “guiando acompasadamente mi cabeza contra el émbolo de carne que entraba y salía de mi boca, una polla anónima, bastante más grande que la suya”).
Incluso, los reguetoneros actuales se “han refinado” recurriendo a metáforas sexuales, eufemismos y onomatopeyas de evocación sexual. “Móntate en mi nave y transpórtate”, “hacerte la dormilona pa’ después meterte el chino”, en “Daga Adicta” (J. Álvarez Ft. Lui-G 21 Plus, 2011); “si me estás haciendo chiky chiky bam bam” (aunque en este caso lo significativo ya viene en el título: “Ella quiere Hmm… Haa… Hmm” (em Leka El Poeta Ft. Mishelle “Master Boy”, 2014): ya ese “Hmm… Haa…Hmm” es toda una carta de intenciones, simpática y simplona. Serían abundantes los ejemplos. Incluso, hasta el archiconocido “palón divino” de Chocolate MC no deja de ser un eufemismo, casi burlesco.
Tienen los reguetoneros nuestros algo de la currería cubana que pobló los manglares de la naciente Habana siglos ha. Don Fernando Ortiz sonreiría más que escandalizarse. La mayoría son negros, marginados o marginales (más bien, marginalizados, arrinconados por la pobreza endémica, barrial) y desde ese estatus surge su currería, tan ostentosa y bullanguera, su bravuconería barata de aseres con dinero. Los negros curros eran ostentosos, más guaposos que guapos, y se vestían de tal forma que llamar la atención fuera ordinario. Sombreros grandes, pañuelos de colores en el cuello, ropa de colores chillones, botines de tacones y puntera y, sobre todo, el cuchillo, daga o facón bien grande y visible, casi fálico.
Miren a los reguetoneros actuales, a los “reparteros” cubanos. Donde iban los sombreros van las gorras de béisbol o los pañuelos de cabeza; donde iban los pañuelos de colores van las cadenotas de oro, real o falso, pero muy vistosas y a la vista; la ropa de colores chillones y el look urbano y hampesco se mantiene, ahora reforzado por llamativos tatuajes; los botines de tacones y puntera han pasado a ser tenis de grandes marcas; y, sobre todo, el cuchillo, daga o facón ha sido sustituido por otras armas también “peligrosas”: lenguas largas y afiladas para decir, en verso y prosa, lo que les venga en gana, sin pose artística, mientras más barriobajero mejor, porque ellos quieren ser y que los sepan “de los suyos”. Como El Taiger. “El que no es de los suyos no es de nadie”, decía.
Son personajes pintorescos. Guapos con éxito. “Delincuentes que cantan”, los han llamado, peyorativamente, como si fuera un oxímoron, como si por no sé qué álgebra social los delincuentes no pudieran cantar o no supieran. Dan por hecho que el arte es esencialmente aristocrático. Y que la plebe puede ser, si acaso, destinataria y consumidora. Pero nunca protagonista. Craso error.
Clasismo puro y duro. O no. Clasismo impuro y blando, pero clasismo. ¡Somos tan blancos hasta los negros cultos! Somos tan “fisnos”. Cómo nos van a interpelar estos maleantes que mal hablan. ¡Cómo se atreven! Y lo más grave: cómo van a ponernos a bailar, cómo se atreven a convocar nuestros más básicos instintos. Y a todo esto lo acompaña y secunda la discriminación etaria: ¡son jóvenes! Y encima, contaminan a nuestros hijos y nietos, que los siguen e imitan. Imperdonable.
No les perdonamos a las instituciones que no impidan su proliferación. No le perdonamos a la industria musical que los valide y promueva. No le perdonamos al resto de la juventud, marginal o no, que sea feliz con esa música vulgar, con esas letras tan bazofia. En fin, es como si otros dijeran: yo sí canto. Yo soy roquero, cantautor, baladista, escritor, poeta, músico graduado en un conservatorio, leído y “escribido”. Yo sí puedo cantar y tú no. Yo merezco triunfar y tú no. Y si no triunfo yo y lo hacen estos delincuentes que cantan, no hay mejor prueba de la decadencia moderna. El mundo se fue al carajo. Recoge y vámonos. O mejor: quítame la música, Valentín. Pero prefiero acabar citando a El Taiger: “Ando con un hilito rojo, para las malas lenguas, para los malos ojos”. Y seguramente sonará un coro improvisado que responda: “Habla, matador”.
La cultura cubana como decía el gran intelectual afrocubano : Walterio Carbonell padece de una concepción libresca y aristocrática ( más bien sacarocratica) padecemos del mal que para ser culto hay que estudiar al grupo Origenes o leerse a Paradiso de Lezama, o reivindicar a un antipatriota y proespañol como Saco, en fin no hemos entendido que el lenguaje del pueblo es el que siempre va a prevalecer.
Muy acertado,y al ir leyendo venía a mi memoria el poema de nuestro Nicolás Guillén:”No voy a decir que soy un hombre puro….”
Del fenómeno Taiguer,me quedo con su compromiso a su país y a los suyos, con el amor enorme a su madre y familia,con esas risas que le salían del alma y esos abrazos que pocos saben dar en estos tiempo..solo basta con repasar las imágenes…