—¿Cuánto tiempo puedo quedarme contigo?
—Hasta que tú misma quieras volver con tus amigos.
—Pero, ¿puedo contarles lo que han dicho las estrellas?
—Puedes, pero no serás capaz.
—¿Por qué no?
—Porque todavía han de crecer en ti las palabras.
Michael Ende, Momo
Una de la mejores cosas que me pasaron en la adolescencia fue estudiar en Lalenin. No estudiar propiamente, pues no me entusiasmaban las asignaturas, sino pasar por la experiencia humana que en esa escuela encontré. Ya en el momento de mi ingreso, en 1988, Lalenin comenzaba a estar en decadencia respecto a los estándares bajo los que fue inaugurada por Fidel Castro y Leonid Breznev en 1974.
Lalenin era una escuela que muchos llegamos a querer, con todos sus defectos, y no puedo mencionarla sin rendirle merecido homenaje. Al cabo de más de treinta años, sigo sintiendo gratitud por haber pasado por ella. No debo dejar de reconocer esto, a riesgo de parecer contradictorio, dado que estas páginas contienen también una crítica de la experiencia escolar en Cuba. El tema es complejo, y para ofrecer la porción de verdad que está a nuestro alcance, es importante matizar.
Ante todo, confieso mi falta de curiosidad intelectual o científica. Mis inquietudes son, básicamente, artísticas. Sin embargo, desde niño me he resistido a emplear conceptos o frases que no comprendo, o en los que sencillamente no puedo creer. Con el paso del tiempo he descubierto que vigilar las palabras en nuestro intento de decir verdad, se parece mucho a pensar; mejor dicho, es pensar pero sin darnos cuenta en el momento. Al intentar comprender cabalmente lo que nos proponemos decir, el pensamiento crece en nuestro interior a medida que lo hacen las palabras.
La indisposición a llenar una página, o un silencio, con ideas o palabras mal asimiladas, comporta desafíos prácticos, y es un gran contratiempo, por ejemplo, desde la primaria hasta la universidad, donde muchos profesores esperan recibir, en el contexto de sus asignaturas, respuestas más o menos preestablecidas. Es en los años escolares cuando solemos descubrir que esa corrupción no solo es posible, sino que puede ser premiada y exigida sistemáticamente. De eso doy fe.
Este defecto de la enseñanza general —exiliar de las palabras el pensamiento— se nos revela especialmente nefasto a la luz de frases como la de Miguel de Unamuno citada en el artículo anterior:
“La lengua no es la envoltura del pensamiento sino el pensamiento mismo”.
O esta otra, de Martin Heidegger:
“El lenguaje es la casa del Ser. En su hogar vive el hombre. Los que piensan y los que crean con las palabras son los guardianes de ese hogar”.
Sospechamos que ese uso bastardo de la lengua no estaría tan extendido si las escuelas, de manera inconsciente, no viniesen fomentándolo desde hace siglos; y que ese desliz ético, que podría parecer leve, es como la letra pequeña de un contrato que decide más tarde el desenlace de un juicio, o como la muerte de un pequeño animal que sella secretamente el declive de un ecosistema.
Dentro del llamado sistema de educación hay ahora, y ha habido siempre, maestros que reúnen en sí las virtudes de muchos, como si fuesen, cada uno, el último caballero de la Tabla Redonda. Enseñan cada día con un amor y una vocación a prueba de balas. Son la abrumadora minoría, la excepción de la norma; su manifiesta excepcionalidad acrecienta su valor.
No existe premio lo bastante excelso para agradecer su labor, pues si bien esta no basta para escalar el milagro del aprendizaje gustoso, ciertamente permite vislumbrar el esplendor de una sociedad que lo alcanzare.
Como decíamos, la instrucción en los colegios comenzó a torcerse hace varios siglos, y no han sido pocos los nombres ilustres que de ella han renegado. El novelista Mark Twain escribió: “Jamás permití que la instrucción pública interfiriese en mi educación”; y sus obras, ay, terminaron siendo obligatorias lecturas escolares.
El poeta Antonio Machado, no obstante su aversión por todo lo académico, fue siempre profesor, y hasta se le concedió un sillón en la Academia de la Lengua, ya que “Dios da pañuelo a quien no tiene narices”, según comentaría Machado en carta a Unamuno.
El visionario William Blake denostó la docencia de su tiempo como “lluvia funesta” que marchitaba a la infancia. ¿Por qué? Porque lo más funesto que aprende un niño en la escuela es que aprender es aburrido.
No es que en la escuela común y corriente haya un maquiavelismo en marcha para formar individuos semiautomáticos, entes dispuestos a asentir en el vacío, a movilizarse por mera inercia, a repetir sin comprender, a obedecer sin pensar. Sin embargo, ese viene siendo exactamente, y desde hace mucho tiempo, el más ostensible resultado.
En el caso de la escuela cubana, se asume y se comenta con indignación que hay en ella adoctrinamiento. El tinte emocional que demoniza ciertas palabras como “dogma” o “adoctrinamiento”, es una muestra de torpeza conceptual, y de ese uso irracional que tantas veces hacemos de la lengua. Unicamente la praxis puede establecer cuán bueno o malo es un dogma. Si resulta malo, su propagación será perjudicial; si es bueno, pues entonces será también bueno divulgarlo. Presumir que podemos arreglárnoslas sin dogmas es un prejuicio absurdo.
Tras pasar por varias escuelas cubanas como alumno y como padre, no percibo que haya quedado en mí o en mis hijos el menor vestigio doctrinario. Admito que mi muestreo es pequeño, y no pretendo negar la experiencia de primera mano que puedan tener otras personas. Pero para adoctrinar (comunicar el mensaje de un dogma) se necesita un orador razonablemente bueno, de preferencia un adepto, ya que cualquier otra cosa solo generará indiferencia o rechazo.
Desde hace décadas, las estadísticas migratorias sugieren que el éxito del adoctrinamiento en Cuba, para bien o mal, está cercano a cero. Y si tomamos en consideración la lista larga, terrible e invisible, de los cubanos que añoran emigrar —cifra que debería hacer temblar a nuestros gobernantes—, el tal adoctrinamiento se encuentra, francamente, en números negativos.
Voy a exponer por qué considero lo del adoctrinamiento un dato inexacto o superficial que enmascara el verdadero origen de la tragedia.
Imaginemos a unos astutos tiranos que requiriesen una población fácilmente controlable para gobernarla con un máximo de impunidad. Su mejor línea de acción no sería inculcar una doctrina, pues para eso tendrían primero que contar con un dogma presentable y cierto número de adeptos entrenados.
El éxito a gran escala de ese adoctrinamiento, con recursos limitados, no sería fiable. Pero, sobre todo, tampoco sería necesario: para lograr el mismo objetivo bastaría inculcar al pueblo dos cosas, únicamente dos: que el aprendizaje es fuente de fastidio, y que la lengua puede emplearse legítimamente para mentir. Para cumplir con esas provisiones no se necesitaría personal calificado (¡muy al contrario!); en fin, no se necesitaría hacer casi nada, fuera de prohibir a toda costa que se abriesen vías de aprendizaje alternativas.
Algo que descubrimos al concluir la etapa escolar, es que nuestro país tiene una historia fascinante. Tenemos una historia llena de luchas, de heroísmo y nobles ideales hasta el punto de resultar embriagadora, y casi increíble. Lo que no parece haber tenido nuestro país son suficientes periodos de estabilidad y asentamiento en los que recoger el fruto de sus esfuerzos, en los que todo su potencial finalmente esté a la vista, sin que haya necesidad de machacar sobre ello en las aulas o en los medios de comunicación. Quien pasa un mes en España, México, o República Dominicana, por ejemplo, llega a conocer un poco, siquiera sea superficialmente, esos países. Quien vive un mes en Cuba, o llega a intuir su potencial no realizado, o bien no entiende nada.
No pudiendo mostrar un crecimiento normal, es lógico que hagamos constante hincapié en nuestras luces y puntos fuertes. De algún modo tenemos que convencer a otros y a nosotros mismos de que nuestro inacabado proyecto de país vale la pena.
La autopromoción por sí sola no hace milagros. Pero encima hemos cometido el error de meter la historia nacional en el mismo saco que los logaritmos y las tablas de multiplicar, mezclando lo que es vital para la nación con lo que es meramente útil en el mejor de los casos. En lugar de amplificar la cultura y la leyenda nacional con la dignidad atemporal del maestro, las hemos desvirtuado con la burda peligrosidad del examen.
El resultado es que la Historia de Cuba, con toda su conmovedora gloria, es hoy una de las asignaturas más detestadas en todos los niveles de enseñanza. Este dato me parece innegable, pero una vez más es preciso honrar las excepciones. Yo tuve hace treinta años un buen profesor de historia en Lalenin, y puede que otros hayan tenido esa suerte.
Nuestro mejor maestro nos advierte: “El pueblo más feliz es aquel que tenga mejor educados a sus hijos”. Si la evocación de un pueblo feliz parece demasiado lejana, tal vez resulte más tangible este corolario infernal: “El pueblo más infeliz es aquel que tenga peor educados a sus hijos”. ¿Qué viene a significar esto, en la práctica?
Si postulamos que la mayor locura que pueden cometer y cometen las naciones es descuidar la educación, se impone que definamos qué es educación. Concediendo al Apóstol un breve descanso, propondremos esta definición de Gilbert Keith Chesterton:
“La educación es simplemente el alma de una sociedad pasando de una generación a otra”.
Espero que eso esté ocurriendo en la mayoría de nuestros hogares. Porque estoy seguro de que no está ocurriendo en la mayoría de nuestras aulas, a pesar del quehacer admirable de quienes son, en cualquier circunstancia, educadores natos.
Si una persona no recibe educación, eso implica que no contrae deberes morales para con su sociedad. Si la palabra “Patria” suena a hueco, también la palabra “deber” se habrá tornado odiosa, pues ambas son como vasos comunicantes.
La educación a la que nos referimos, aquella que es un suicidio desatender, tiene menos que ver con conocimientos y más con sentimientos y valores. Es un proceso incomparablemente más delicado que la instrucción, no en balde suele quedar como asignatura pendiente.
Nuestro sistema de educación, como ocurre en otros países, es más bien un sistema de instrucción. Está orientado sobre todo a enseñar cosas útiles, cosas que en teoría conviene aprender; pero está mal equipado para enseñar valores, es decir, cosas que no basta con aprender, sino que es necesario valorar.
El gran maestro cubano Gustavo Pita, ilustre graduado de Lalenin, me explicó que los valores son aquellos conceptos que nos movilizan, que norman nuestra conducta, y que nos permiten tener proyectos. Sin ellos, solo podemos acogernos al proyecto de otro. Un síntoma de falta de valores es la ausencia de proyectos, o la baja calidad de los proyectos sociales y personales.
Cuando se olvida el éxtasis agazapado en el verbo aprender, el ideal de la libertad muere. Cuando varias generaciones nos acostumbramos a aportar, sin filtro interior alguno, las respuestas demandadas por la autoridad, eso significa que nuestra palabra se ha devaluado, y que entre todos hemos devaluado la lengua (que es la casa del Ser). Eso es peor que la devaluación de la moneda.
Hemos traspuesto con levedad un umbral terrible. Unos pasos más, y dará lo mismo el tipo de gobierno que se tenga. Si es un gobierno personal, será despótico y corrupto. Si es un gobierno impersonal, será indolente y corrupto. Dará lo mismo si perdió en las urnas o triunfó en las barricadas, si es legalista o corporativo, autócrata o socialdemócrata. Muy poco importará el aura o los matices del poder central; difícilmente querrá o podrá llevar adelante un buen programa con el personal a su disposición. El pueblo mismo será incapaz de pedirle cuentas.
Toda institución está compuesta invariablemente por personas. Las personas se forman invariablemente (en parte) en las escuelas. Si las escuelas continúan siendo como la mayoría de las que nos tocan en suerte, el relevo de la disfuncionalidad está garantizado bajo cualquier sistema político.
Por algo todos nuestros grandes pensadores se han desvelado por promover o reformar la educación. En ella está la clave de nuestro futuro. El gran viceversa de todo lo vivido, solo lo veremos “cuando se premie el cariño y lo rebelde del alma”.
Varela, Luz, Varona, Medardo Vitier, no se cansaron de intentarlo. Hoy, salvando la distancia insalvable, tampoco debemos cansarnos. Ahora es más posible que nunca poner maestros admirables al alcance de la mayoría, mediante canales educativos vitales y vibrantes. Falta solo aportar los delicados preliminares con que se despierta el deseo.
Como su nombre indica, la cultura puede únicamente cultivarse. Eso significa sembrarla por el camino del gusto. Ya sabemos que la cultura es el único camino hacia la libertad. Y que el gusto misterioso y caprichoso, por algo o por alguien, alumbra ese camino. Ya que es prácticamente una chispa de divinidad, es primordial que no se apague. Así pues, para ello, como diría Lezama: “Continúese —consejo que yo mismo seguiría gustoso— y llegue a acostumbrarse a su propia sorpresa”.
Cada quien busca sus valores donde puede, pero al final los encuentra donde quiere. En el acervo fantástico, en los mitos y los cuentos de hadas, encontré una forma de ver el mundo, y las pautas o fundamentos de una ética. Aprendí, por ejemplo, que los dragones existen pero pueden ser vencidos. Una transgresión en apariencia leve puede acarrear la destrucción de un reino. El final feliz nunca se produce al principio del cuento. El valor se encuentra en sitios insólitos. La pureza es indistinguible del éxito.
He disfrutado con la lectura de este articulo que aborda sin dudas la preocupacion de muchos cubanos. Muchos anos en que se descuido el estudio de nuestra Historia y no solo en las aulas, si no en los medios de divulgacion masivos. Ojala podamos rescatar
su aprendizaje en la teoria y en la practica para las proximas generaciones.
Es un artículo magistral… De lo mejor que he leido este año. Muchas gracias
Apenas una opinión sobre uno de los pilares de toda nación. Los otros pilares son la economía, la política, la salud. Falta que más opinólogos comiencen a derramar toda la luz que esos pilares demandan.