A principios de diciembre, Buenos Aires fue escenario de la 18ª edición de la Comic Con Argentina. El evento celebra todo lo relacionado con los cómics, el anime, los videojuegos y las series de fantasía y ciencia ficción.
Debo confesar que mi conocimiento sobre este mundo es casi nulo. Apenas distingo algunos personajes de Marvel y Star Wars, dos de las franquicias más influyentes y reconocidas de la cultura pop. Sin embargo, me regalaron unas entradas y acepté la invitación sin dudar. Allá me fui, acompañado de mi compadre Leandro, mi ahijado Esteban, de 8 años, y su amiguito Enzo.
Desde la fila de ingreso, el ambiente prometía ser una experiencia única. Impecablemente vestido, el Hombre Araña ajustaba su máscara, mientras un Superman con capa ondeante preguntaba, con toda seriedad, por dónde se entraba.
Al cruzar las puertas, el espectáculo se tornó aún más extravagante: un mosaico vibrante de disfraces y colores. Jedis, personajes de populares animes, íconos de videojuegos como Mario Bros, zombies sangrientos y superhéroes de grandes producciones cinematográficas convivían. Aquella era una escena tan caótica como fascinante.
Los pequeños que nos acompañaban, inicialmente tomados de nuestra mano y atentos para no perderse entre la multitud, pronto se soltaron. Enseguida comenzaron a señalar a diestra y siniestra, identificando a cada personaje que pasaba. No solo conocían cada detalle de ese universo, sino que además daban su veredicto sobre los disfraces: “Ese está increíble”, comentaba uno, mientras el otro opinaba: “Ese no se parece tanto”. Yo, por mi parte, intentaba seguirles el ritmo sin perderme en ese mar de referencias porque, de mi infancia, el recuerdo más claro vinculado a este mundo era “Voltus V”, un anime japonés de 1977.
El universo del cómic se alimenta de pasión y creatividad. Los cosplayers —personas que se visten y representan personajes de ficción de cómics, videojuegos, anime, películas o series de televisión— son la prueba más evidente. Muchos dedican semanas, incluso meses, a confeccionar sus vestuarios. Algunos, incluso, moldean su físico para representar con exactitud a sus héroes. Como aquel joven que cruzó a nuestro lado con el cabello teñido de amarillo y peinado en punta, mientras exhibía una musculatura trabajada que lo convertía en un Gokú de Dragon Ball casi perfecto.
En medio de esta fantasía contemporánea, nos topamos con un stand dedicado a videojuegos vintage. Allí, entre consolas de Atari y cartuchos de Super Nintendo, encontré un objeto que me transportó de inmediato a mi infancia: un View-Master. Fue un instante de nostalgia en un entorno tan futurista. Los adultos asumimos entonces el papel de guías. Les explicamos a Esteban y a Enzo cómo funcionaba ese visor que mostraba imágenes en 3D a través de discos redondos. Ese pequeño artefacto me abrió mundos enteros en mi niñez.
Todo lo que nos rodeaba aquella tarde forma parte del vasto universo de la cultura pop, un fenómeno cultural que integra y resignifica elementos de diversas tradiciones artísticas y mediáticas en un lenguaje accesible y global. Su estética combina lo retro con lo futurista, y genera un diálogo intergeneracional. Además, su dinamismo radica en la interacción con los consumidores, quienes no solo absorben los contenidos, sino que también los reinterpretan y expanden a través de prácticas como el cosplay y las comunidades digitales.
Más que un simple entretenimiento, la cultura pop se ha convertido en una forma de identidad colectiva que redefine constantemente las fronteras entre lo popular y lo culto.
Lejos de ser ajeno, este universo era más cercano de lo que creía.