Cuando comencé esta columna sabía que en algún momento querría publicar algunas entrevistas breves, a músicos y artistas. Hoy inauguro este pequeño “segmento” de preguntas desde casa, junto a una persona absolutamente imprescindible en mi vida: mi padre, Silvio Rodríguez.
En los conservatorios tenemos un plan de estudio. En los primeros años nos familiarizamos con el instrumento, nos enseñan solfeo, teoría musical, historia de la música y posteriormente armonía. Eres un músico autodidacta, ¿cómo fue tu proceso de aprendizaje? ¿Te parece que hace la diferencia?
A los 7 años di algunas clases de piano con Margarita Pérez Picó, que tenía un conservatorio de música llamado La Milagrosa en la calle San Miguel, a unos metros de donde yo vivía. Aunque no tenía piano en casa, ella me permitía ir a estudiar todos los días a la suya, por lo que pude adelantar alguito. Pero por razones familiares tuve que abandonar muy pronto aquel aprendizaje.
A los 16 intenté retomar el piano con la profesora Amelita Fabré, pero al no tener un instrumento en casa adelantaba poco. Unos meses después, en 1964, fui llamado al servicio militar. En una de las unidades en que estuve coincidí con otro recluta, llamado Esteban Baños, que tenía una guitarra. Con él empecé a aprender los primeros acordes y me interesé tanto que cuando me dieron mi primer pase salí a buscar —y conseguí— una guitarra.
A partir de entonces cada instante que estuve solo, agarraba la guitarra y me ponía a practicar. Como leía mucho, tenía inquietudes literarias y creo que eso me provocó deseos de expresarme. Desde entonces, cada vez que aprendía un acorde, un pasaje, algún truquito en el instrumento, hacía una canción.
En mis primeros años como profesional traté de estudiar la guitarra con algunos maestros. El primero al que acudí, gracias a Enrique Núñez Rodríguez, fue a Vicente González Rubiera, más conocido por Guyún. Este maestrísimo de la trova, amigo de Sindo Garay y de muchos otros grandes, me dijo que ni muerto me tocaba las manos. Tiempo después, cuando empezó el Grupo de Experimentación Sonora (GES), Leo Brouwer me dijo más o menos lo mismo. Es que, a fuerza de tocar solo, ya tenía mis hábitos (mis vicios).
Por entonces recuerdo haber dado dos clases con Leopoldina Núñez, que vivía en Centro Habana, cerca de mi madre. Pero a la tercera no fui; la verdad es que no soporté los cambios que implicaba aquel aprendizaje. Creo que comprendí muchas cosas de la guitarra mirando tocar a Martín Rojas, pero debo admitir que no soy más que un autodidacta.
¿Sientes que tu éxito llegó de la noche a la mañana? ¿Pensaste en aquel momento que llegaría a ser tan grande? ¿Era algo que te hacía ilusión?
Desde muy temprano tuve la suerte de conocer a personas a quienes les gustaba lo que yo hacía. Primero fueron reclutas, como yo, los que me embullaron a que participara en los festivales de aficionados de las FAR. El colmo fue que, cuando estaba a punto de desmovilizarme, tuve el privilegio de que un músico extraordinario como Mario Romeu se fijara en aquellas primeras cancioncitas y llegara a sentarme frente a las cámaras de televisión. Fue algo insólito, porque el día anterior era un recluta y al siguiente estaba siendo un trovador televisado.
Por otra parte, creo que el éxito, en cualquier profesión o circunstancia, no depende tanto de ser conocido como de lograr acercarse a lo que consideramos bien hecho, por no decir excelencia. Desde el principio lo que me hacía ilusión era llegar a hacer buenas canciones, cosa que me sigue pasando.
¿En qué momento te diste cuenta de que eras un músico internacionalmente exitoso?
En 1970 el realizador argentino Pino Solanas incluyó mi canción “La era está pariendo un corazón” en su documental La hora de los hornos. En el 72 estuvimos en Chile e Isabel Parra grabó algunos temas míos. Poco después, llegó Daniel Viglietti a Cuba y grabó con el GES su disco Trópicos, con canciones de la nueva trova y brasileñas. En el 73 Soledad Bravo grabó con nosotros “Santiago de Chile”.
Todos esos fueron factores importantes de divulgación internacional. Recuerdo que en 1974, cuando llegué con Noel Nicola a Santo Domingo para el festival 7 Días con el Pueblo, acabados de aterrizar vi un periódico que en primera plana decía, más o menos: “Por fin, ¿a quién está dedicada ‘Canción del Elegido’”. Fue un impacto tremendo. Tuve que releer varias veces para llegar a asimilar que estaban hablando de una canción mía.
¿Ves el hecho de ser conocido internacionalmente como un logro o simplemente una consecuencia de tu trabajo? ¿Vale la pena todo lo que conlleva?
Lo veo más como la consecuencia de una insistencia en el trabajo, porque aquello que me pasó en 1974 fue después de casi diez años de hacer canciones y de cinco o seis de haber compuesto “Canción del Elegido”. Si se disfruta lo que se hace y esto se dignifica con rigor y autoexigencia, por supuesto que vale la pena. No creo que tanto por ser aplaudido como por tener la sensación de haber podido ser útil en algún sentido, de ser capaz de dejar algo que acompañe a la vida.
Se podría decir que los músicos son trabajadores autónomos. ¿A lo largo de los años has tenido alguna rutina de trabajo para componer o estudiar?
Bueno, para mí componer es una forma de estudiar. A veces hay que dar muchas vueltas a las ideas; tanto, que a veces tienes que desmontarlas para comprender cómo has llegado a ese punto y cómo continuarlo. Podría decir que mi rutina principal ha sido ser inconforme, ceder a la curiosidad.
Tocar en vivo puede ser tan gratificante como impredecible. ¿Qué es lo más loco que te ha pasado durante un concierto? ¿Cómo reaccionaste?
La primera vez que se me olvidó parte de un texto fue caótico. Fue muy al principio, componía muchas cosas y se me dificultaba memorizarlo todo. Desde aquel día uso un cuaderno. Por ahí también hay un video de una joven que se prende a la bufanda que llevo puesta cuando tratan de sacarla del escenario y yo, medio estrangulado, insisto en seguir cantando. Parece un sketch humorístico.
Las productoras musicales pueden ser un gran vehículo difusor para los músicos; sin embargo, existen muchos casos en los que este intercambio termina siendo injusto para los artistas. ¿Has tenido alguna experiencia de este estilo? ¿Qué aconsejarías a los músicos jóvenes para que se protejan ellos y su obra?
Cuando empezamos a viajar regularmente, a mediados de los 70, tuvimos la experiencia de productores a quienes los veíamos cambiar de carro y mejorar de casa cada año. Nos decían que habían ganado rifas y cosas así, hasta que nos dimos cuenta de éramos sus enanitos de la suerte. Lo cierto es que la industria discográfica y musical está basada en el comercio. En ese mundo, como en los otros, hay de todo, desde mercachifles hasta personas que creen en las artes.
Dicen que quienes dan consejos son los que ya no pueden dar malos ejemplos, por eso no me gusta dar consejos. Aun así, creo que estar bien asesorado siempre es recomendable. Por eso, antes de firmar algo que pueda ser comprometedor, es bueno acudir a alguien con experiencia o a un abogado especializado. También para eso existen las sociedades autorales.
¿Qué es más importante: el talento o la disciplina? ¿Por qué?
Según mi experiencia, hay que trabajar. El talento es la chispa, pero el arte no es sólo incendio que inunda la pradera. Hay que aprender a conducir el fuego para que seamos compañeros.
Muy interesante. Siempre le preguntan a Silvio cosas más políticas. Muchas gracias. Malva, creo que eres digna hija de tu padre y tú madre. Éxitos en tu carrera ya brillante.