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Un legado fundamental de los fundadores de Estados Unidos es que ninguna persona puede ser castigada por el Gobierno sin un juicio justo.
Ese concepto del debido proceso, tomado de la Carta Magna y consagrado en la Declaración de Derechos (Bill of Rights), se ve hoy claramente amenazado. El presidente Donald Trump y sus subrogantes persiguen deportar a cuanto inmigrante sea posible, y de hecho los están deportando sumariamente cada vez que pueden.
La idea a la que acuden es que los votantes eligieron a este presidente para expulsar a los inmigrantes indocumentados. Y que ese mandato electoral tiene un alcance prácticamente ilimitado.
No es eso sin embargo lo que piensan los jueces federales. En Massachusetts uno de ellos, Brian Murphy, expresó su consternación ante la idea de que el Gobierno pueda enviar inmigrantes a cualquier parte sin previo aviso y sin la aprobación de un juez de inmigración.
“Los nueve jueces de la Corte Suprema de Estados Unidos, el Procurador General Adjunto de los Estados Unidos, el Congreso, el sentido común, la decencia básica y este Tribunal discrepan de esa idea”, dijo Murphy.
Y redobló sus palabras estableciendo una orden que le prohíbe al Gobierno deportar inmigrantes a terceros países sin ese debido proceso después de acceder a informes sugiriendo que la Administración Trump se estaba preparando para enviar una nueva ronda de deportados a Libia.
Los jueces que lidian con las preocupaciones sobre el debido proceso han subrayado de manera repetida y enfática un argumento central. Si los inmigrantes pueden ser etiquetados sumariamente con acusaciones falsas, entregados a cualquier país sin previo aviso, detenidos sin audiencia o privados de su derecho a asistir a una Universidad (que ya constituyen violaciones graves), lo mismo podría ocurrirle a los residentes legales. E incluso a los ciudadanos estadounidenses.
“Si hoy el Ejecutivo se arroga el derecho a deportar sin el debido proceso y haciendo caso omiso de las órdenes judiciales, ¿qué garantía habrá mañana de que no deporte a ciudadanos estadounidenses?”, se preguntó el juez J. Harvie Wilkinson, designado por Ronald Reagan para el Tribunal de Apelaciones del Cuarto Circuito.
La jueza Stephanie Thacker, nombrada por Obama, coincidió con el magistrado conservador. “Si el debido proceso no importa”, se preguntó, “¿qué le impide al Gobierno expulsar y negarse a devolver a un residente permanente legal o incluso a un ciudadano por nacimiento?”.
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Uno de los ideólogos más conspicuos y agresivos de la Casa Blanca, Stephen Miller, dio a conocer la semana pasada que la Administración Trump estaba considerando suspender el debido proceso para los inmigrantes.
“El privilegio del recurso de habeas corpus puede suspenderse en caso de invasión. Así que diría que es una medida que estamos considerando activamente”, le dijo a la prensa en las afueras de la Casa Blanca.
Y añadió: “La Constitución es clara, y esa, por supuesto, es la ley suprema del país, al establecer que el privilegio del recurso de habeas corpus puede suspenderse en caso de invasión. Mucho depende de si los tribunales hacen lo correcto o no”, añadió.
Nada nuevo bajo el sol. Pero esta vez Miller llegó un poco más lejos al sostener que los tribunales no tienen jurisdicción en casos de inmigración. “No solo los tribunales están en guerra con el poder ejecutivo; también estos jueces radicales y deshonestos con el poder legislativo”, afirmó.
La Quinta Enmienda de la Constitución estadounidense establece que “ninguna persona” será “privada de la vida, la libertad o la propiedad sin el debido proceso legal”. Y la Corte Suprema reconoce desde hace tiempo que los no ciudadanos tienen ciertos derechos básicos, pero Trump y los suyos están apurados y se quejan de que esas protecciones “toman demasiado tiempo”.
Es cierto que una cláusula de la Constitución establece que las protecciones del debido proceso pueden suspenderse durante una invasión: “El privilegio del recurso de habeas corpus no se suspenderá a menos que en casos de rebelión o invasión la seguridad pública lo requiera”.
El punto es que Estados Unidos no está en guerra, como no sea contra sí mismo.
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La “invasión” fue el constructo al que echaron mano para poder aplicar la Ley de Enemigos Extranjeros, de 1798, y para enviar a una megaprisión en El Salvador a presuntos miembros del Tren de Aragua.
Lo fundamentaron de una manera bastante torpe. El Tren, dijeron, “está perpetrando, intentando y amenazando con una invasión o incursión depredadora contra el territorio de Estados Unidos”.
Pero los jueces volvieron a atravesarse en el camino. Tres de ellos, en diferentes estados, han determinado que las actividades delictivas del Tren no constituyen una invasión.
En efecto, jueces de Texas, Colorado y Nueva York, por separado, emitieron órdenes bloqueando las deportaciones amparadas en la Ley de Enemigos Extranjeros en sus jurisdicciones, al considerar que la ley tenía como objetivo disuadir guerras o “incursiones depredadoras”, no atacar a inmigrantes indocumentados, ni siquiera a los acusados de pertenecer a gangas que Trump ha declarado organizaciones terroristas extranjeras.
Administración Trump inicia deportaciones bajo la Ley de Enemigos Extranjeros
La Corte Suprema no se ha pronunciado sobre el tema, pero en un fallo del mes pasado sostuvo que las personas que el Gobierno quería deportar tienen derecho al debido proceso.
“Los detenidos bajo la Ley de de Enemigos Extranjeros deben recibir notificación después de la fecha de esta orden de que están sujetos a expulsión bajo la Ley. La notificación debe darse dentro de un plazo razonable y de tal manera que les permita solicitar el habeas corpus en la jurisdicción correspondiente antes de que se produzca dicha expulsión”, establecieron los nueve magistrados que la integran: seis conservadores —tres de ellos propuestos por el propio Donald Trump— y tres liberales.
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Pero Miller no contaba con que el presidente de la Corte Suprema, John Roberts, desautorizaría su entusiasmo a la hora de denostar a los jueces y el sistema mismo.
Durante una comparecencia en la Facultad de Derecho de Georgetown, Roberts declaró que el Estado de derecho estaba “en peligro” y se pronunció contra la práctica de “denigrar a los jueces”. “La idea de que el Estado de derecho gobierna es la premisa fundamental. Ciertamente, en teoría, pero también en la práctica, debemos detenernos y reflexionar de vez en cuando sobre lo inusual que es esto. Ciertamente inusual a lo largo de la historia e inusual en el mundo actual”.
Y sugirió que algunos ataques verbales recientes contra los jueces habían ido demasiado lejos, aunque no dio ejemplos específicos —a buen entendedor, pocas palabras—. “Es evidente que la corte ha cometido errores a lo largo de su historia, y estos deben ser criticados siempre y cuando se trate de la decisión y no de ataques personales contra los jueces. Simplemente, creo que hacer eso no sirve de nada”, declaró.
Presidente de la Corte Suprema de EEUU reafirma independencia del poder judicial
Acaso Miller también olvidara que en marzo el mismo Roberts respondió rápidamente cuando Trump calificó de “corrupto” al juez federal James Boasberg y llamó a que se le sometiera a un juicio político por sus fallos contra la deportación de cientos de personas al Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT) de El Salvador.
“Un juicio político no es una respuesta apropiada al desacuerdo sobre una decisión judicial”, declaró Roberts, designado por George W. Bush en 2005.
Y en sus antípodas, la jueza más nueva de Suprema, Kentanji Brown Jackson, designada por Biden, condenó las “amenazas y el acoso” que, dijo, equivalían a “ataques a nuestra democracia que, en última instancia, podrían socavar nuestra Constitución y el Estado de derecho”.
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Según una encuesta reciente, el presidente Donald Trump está convirtiendo el Gobierno de Estados Unidos en una autocracia. Y con bastante rapidez.
Trump reemplaza a funcionarios públicos por súbditos leales y luego reutiliza las instituciones a las que sirven. Lo hace para poder usarlas con fines políticos, castigar a disidentes y recompensar a los catetos. Todo para apoyar su permanencia en el poder.
La manera en que ven a los jueces no es sino un capitulo específico de ese problema. Hasta principios de mayo, la Administración ha sido bloqueada más de 200 veces por decisiones de los magistrados federales.
No son radicales. Ni deshonestos. Ni corruptos. Solo intérpretes de la ley y de las ideas de los fundadores, tanto demócratas como republicanos.