Norge Vicente Ruiz Pico tiene los codos nudosos, “bruscos”, le dice él. Pareciera como si alguna vez se los hubiera fracturado y al soldarse, no hubieran logrado recuperar del todo su forma original. No le molestan. De hecho, en sus gestos resulta casi imposible encontrar síntomas de dolor o siquiera cansancio. Quien lo conoce por primera vez se lleva esa impresión de él: este hombre es como una piedra, no se desgasta, no se cansa…
Norge aprendió a ser así desde niño, ayudando en la finca de unos tíos y a su padre, guardia forestal por muchos años en las estribaciones de la camagüeyana Sierra de Cubitas. Más tarde la vida lo llevó por derroteros en los que siempre debió abrirse paso a golpe de esfuerzo físico, lo mismo como obrero en una granja de ocas, que como operador en la empresa citrícola de su municipio.
Todo cambió hace cerca de quince años, el día en que junto a su padre comenzó a fomentar una pequeña finca de árboles frutales. Por esos árboles es que estoy aquí.
“Los Pico son de las pocas familias que siguen sembrando cítricos orgánicos en esta zona, a pesar de que el Estado ya no los paga tan bien como antes”, me dijo un amigo. Y así es.
En todas las tierras rojas de Sierra de Cubitas solo unos cuantos productores (ocho o nueve a lo sumo) persisten en esa difícil modalidad de cultivo, que impone estrictas regulaciones sanitarias, y un manejo de suelos dedicado y continuo. Para estimularlos, durante varios años el Ministerio de la Agricultura ajustó pagos que llegaban a ser hasta un 50 por ciento superiores a los de las frutas obtenidas con métodos industriales.
Pero en las dos últimas campañas la política cambió. Como resultado, muchos finqueros han decidido no seguir apostando por la agroecología y, entre los que persisten en practicarla, se hacen más contados los que fomentan nuevas plantaciones.
“Es que es muy difícil”, cuenta Norge. “Estas mismas cinco hectáreas nosotros tuvimos que arrancárselas a la manigua a machete limpio y más tarde empezar a mejorarlas a base de estiércol, de humus y de cuantos desechos vegetales hubieran. Si usted lo piensa bien, es un trabajo que no se paga con nada. Yo mismo a veces no puedo ni peinarme, los brazos se me hinchan de estar haciendo fuerza todo el día”.
Tanto sacrificio tiene su retribución más tangible en este punto perdido de la sierra, tal vez el único valle que existe en decenas de kilómetros a la redonda. A diferencia de lo que ocurre en los sembrados de otras áreas cercanas, aquí los naranjales y toronjales disfrutan de una lozanía que anuncia abundantes cosechas, y en los contados espacios libres se alinean árboles de aguacate, mamey y café, como si fuera un pecado desperdiciar tan siquiera un milímetro de tierra.
“Y todo sin una gota de pesticida ni ninguno de esos químicos que al final traen más daño que beneficios”, se enorgullece mi interlocutor con una seguridad tan absoluta que pone en pausa la pregunta que hasta ese momento me preparaba para lanzarle: Si pagan lo mismo ¿por qué seguir cultivando orgánicos?
“La verdad es que al viejo y a mí nos afecta todo eso del pago. Con ese dinero pudiéramos hacer muchas cosas; no sé, comprar unas cuantas carretas de estiércol y recuperarnos un poco de los gastos que tuvimos hace unos meses por culpa de la sequía… No está bien, pero hay que seguir pa’ lante. No se preocupe, periodista; yo trabajo para lo que viene”.
“Piense antes de responderme”, me advierte Pico. “Con todo esto del restablecimiento de las relaciones con Estados Unidos, ¿las cosas no van a cambiar?, ¿no llegará el momento en que estaremos comerciando? ¿Y cuál es el país más cercano que tiene Estados Unidos y que pudiera abastecerlo con frutas orgánicas? Cuba.”
“¿Cuánto se demoraría una producción de mi finca en llegar a un mercado de allá?”, sigue preguntando en plan retórico, y vuelve a responderse: “nada, solo que la encargaran, la recogiéramos, la trasladáramos para el aeropuerto e hiciera el viaje. A lo sumo, tres o cuatro horas. Posiblemente yo no haya regresado a mi casa y ya allá la estén vendiendo. Y no le hablo de todos los clientes que vendrán a los hoteles que están construyendo en los cayos (el archipiélago norte de la provincia, donde se edificarán más 40 mil habitaciones en la próxima década). En unos años aquí no vamos a dar abasto para satisfacer la demanda. Ese será el día en que muchos lamentarán no haberse dado cuenta antes”.
La historia parece darle la razón a Ruiz Pico. Hace un siglo en estas mismas tierras miles de colonos norteamericanos fomentaron las primeras plantaciones de cítricos, pensando, precisamente, en satisfacer las demandas de su creciente mercado. En un inesperado giro del destino, ahora los vientos parecieran conducir hacia el mismo puerto. Para Norge esa es la apuesta. Solo el tiempo dirá si tiene la razón.
duro ese trabajo del campo,ya mucho de los hijos de los campesinos de antes, son profesionales y no quieren este trabajo tan duro,por eso las frutas tiene el precio que tienen en nuestro pais, el estado no las produce para el pueblo solo para el turismo,y los que producen para venderle al pueblo les cuesta mucho esta produccion,por esos precios tan altos , soy medico y estoy de mison en brasil y me quedo asombrado de la cantidad de frutas que se produce en este pais y a precios bastantes asequibles,y de todo tipo,increible
Norge esta claro.. Aun siendo el Estado de la Florida productor de naranjas y competencia nuestra, cuando hay inviernos fríos y se echan a perder las naranjas en parte de la Florida, se traen desde Brasil a un precio mucho mas caro. Es un negocio redondo de decenas de millones de dolares solamente en esa oportunidad, sin competencia ni grandes esfuerzos de marketing. El que esta mas cerca geográficamente y tiene menos costos de transportación es quien se beneficia. Ya llegara tu momento Norge.