Fotos: Darío Leyva y Abel Carmenate
Una modesta casa de comidas, asentada en la esquina de Zanja y Rayo, y un puesto destinado al expendio de frutas y frituras dieron origen, en 1858, al Barrio Chino de La Habana. Creció la barriada con celeridad asombrosa y cien años después nuestra “ciudad amarilla”, como la llamó el escritor Alejo Carpentier, era la mayor colonia china de Latinoamérica. Altas y bajas tendría a lo largo de su historia. Hoy, cuando los chinos originarios fueron sustituidos en buena medida por su descendencia criolla, también de ojos oblicuos, este pedazo de la capital cubana sigue mostrando su exótico atractivo. Recorrer sus calles, husmear en sus rincones, visitar sus tiendas de souvenir, es una espléndida propuesta cultural que se complementa con una amplia oferta gastronómica donde el exquisito y tradicional arte culinario chino abre espacio a la mesa cubana e internacional. Hay dónde escoger.
VIAJE LARGO Y SIN REGRESO
Los primeros chinos llegaron a Cuba el 3 de junio de 1847 a bordo de la fragata Oquendo. Los llamados ”culíes” habían sido contratados para trabajar en las plantaciones de caña de azúcar, y todos pensaban regresar a China cargados de gloria y dinero, pero los esperaba la esclavitud regida por un contrato engañoso que los obligaba a laborar durante ocho años con un jornal de cuatro pesos mensuales. Por esa vía, y hasta 1874, arribaron a Cuba 124 873 chinos, pero la cifra debe haber sido superior, pues hubo también una trata clandestina.
Solo en 1877 un tratado entre China y España prohibió el sistema de contratación. Pero desde 1855, los primeros “culíes” lograron liberarse de sus contratos, una vez transcurridos los ocho años estipulados; ninguno tuvo medios para regresar a China. Lo mismo sucedió a los que se liberaron paulatinamente a partir de esa fecha. Para todos, convertidos ya en trabajadores libres, había muy pocas fuentes de empleo: la construcción, el comercio y la agricultura, a la que se dedicarían en pequeños huertos cercanos a La Habana de entonces. Buscaban residir junto a la Zanja Real y en los alrededores del mercado de abasto de la ciudad, donde venderían sus productos.
A partir de 1860 y hasta 1875, arriba —paralelo a los ”culíes”— otro golpe de emigrados chinos. Suman unos cinco mil y vienen desde California, EE.UU., libremente, por voluntad propia, atraídos por las facilidades para la inversión de capitales. Son los llamados chinos californianos. En su mayoría, radicarán sus comercios en las inmediaciones de Zanja y Rayo, donde se asentaban ya otros comerciantes. Allí, en 1874, se estableció el primer gran restaurante chino que hubo en Cuba, con platos chinos inventados en San Francisco, California, y que se adaptaban al gusto occidental y, por supuesto, al paladar cubano. Porque no eran chinos precisamente los clientes habituales de esas casas de comida, sino cubanos que trabajaban en los almacenes de tabaco de la zona.
Tras la llegada de los californianos hubo en Cuba chinos ricos y chinos pobres. Estos, aquellos antiguos “culíes”, seguían dedicándose a la agricultura y al pequeño comercio. Los otros, establecieron grandes casas importadoras de productos asiáticos, invirtieron en la industria azucarera —llegaron a comprar ingenios en la región central y en Matanzas— e introdujeron el teatro chino, la charada como juego de azar y la prostitución, con muchachas traídas de China y EE.UU. También introdujeron la droga. Hacían venir bellas muchachas de su país para contraer matrimonio o lo hacían con cubanitas adineradas. Los chinos pobres, que llegaban solos, casaban o formaban parejas con cubanas, sobre todo negras y mulatas.
UN PÓRTICO, UN GRAN PÓRTICO
Pronto los comercios regenteados por chinos se extendieron por toda La Habana y alcanzaron el resto de la Isla. Célebres fueron las bodegas, los trenes de lavado y las fondas, que satisfacían las expectativas de sectores de pocos recursos, al igual que los puestos de frutas con sus frituras —entre otras, aquellos bollitos de frijol carita— helados y el bacalao con pan, un bacalao seco, con espinas y pellejo, que venía en Noruega en cajas de madera. La sopa china del Mercado Único merece una mención aparte.
Se empeñan los chinos cubanos en mantener sus tradiciones. Se enseña el idioma. Hay un llamado cementerio chino en el Nuevo Vedado. El primer domingo de abril es, para ellos, el día de los fieles difuntos. Ese día, según el rito budista, llevan incienso y flores a la tumba de sus seres queridos y también comida, sobre todo pollo o cerdo, invariablemente asado. No dejan allí los alimentos. Cuando deciden marcharse, los recogen en medio de inclinaciones de cabeza, y los llevan a la sociedad a la que pertenecen, donde los consumen. El casino Chung Wah realiza esfuerzos por rescatar y preservar la cultura tradicional china en lo que se refiere a la danza, la música y la culinaria. Es interesante anotar que en las fiestas tradicionales chinas no se baila. Tienen más bien un carácter de reunión familiar o amistosa, para las que preparan, eso sí, platos típicos, que siguen en su elaboración la conjugación del yang y el yin taoístas, esto es, los dos principios o alientos que por conflicto o armonía dieron origen al universo y al hombre.
En la esquina de Dragones y Amistad, un pórtico de 19 metros de ancho, bellamente decorado, y cuya arquitectura responde a los estilos de las dinastías Ming y Ching, marca una de las entradas al Barrio Chino de La Habana. Una visita memorable y enriquecedora. De exótico atractivo .