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A mediados del siglo XIX, a causa de sus ideas, Karl Marx fue expulsado de su país y se le prohibió vivir en la mayor parte de Europa. Con la publicación de El Manifiesto Comunista en 1848, el liberalismo que desde entonces predomina en Occidente fue retado. La lucha entre ambas ideologías ha caracterizado los últimos 100 años.
En un contradictorio desempeño, en el cual no han faltado las intenciones de destruirse mutuamente, aunque han prevalecido los esfuerzos por limar asperezas, Estados Unidos y Rusia han encabezado los más grandes partidos de la era moderna y protagonizado la mayor confrontación de nuestro tiempo.
La guerra en Ucrania es el más reciente episodio. Ojalá fuera el último, al menos con las armas en las manos.
Cuando en 1917, en Rusia, triunfaron los bolcheviques, en Estados Unidos gobernaba Woodrow Wilson, quien, durante la guerra civil desatada allí, con el pretexto de la evacuación de la Legión Checa, ordenó el desembarco de tropas estadounidenses en Vladivostok y proporcionó ayuda a las fuerzas del llamado ejército blanco.
Desde entonces, con el argumento de la filosofía anticapitalista y la prédica de la revolución mundial sustentadas por Rusia (entonces la URSS), la negativa a reconocer las deudas contraídas por el zarismo en la Primera Guerra Mundial, la ejecución de la familia real y otros eventos, tres presidentes norteamericanos (Warren Harding, Calvin Coolidge y Herbert Hoover) fueron hostiles a la Unión Soviética.
La situación cambió en 1933 cuando el presidente Franklin D. Roosevelt reconoció a ese país convertido ya en una potencia.
Entre 1941 y 1945, etapa en que se consolidó la alianza antifascista entre Estados Unidos y la Unión Soviética, Roosevelt y Stalin se reunieron en dos ocasiones, en Teherán en 1943 y en Yalta en 1945. Aunque entre ambos existía respeto, incluso simpatía, las enormes distancias y las dificultades para viajar derivadas de la guerra, aunque hubo una vasta colaboración y entendimientos políticos trascendentales, se realizaron pocos encuentros personales.
Entre 1950 y 1953 se libró la Guerra de Corea, la primera que tuvo lugar por razones ideológicas debido, entre otras cosas, a la aplicación de la “Doctrina Truman” de contención del comunismo. Con razón se afirma que se trató de una confrontación entre las potencias por persona interpuesta. Según trascendidos, en un momento de la misma, se propuso lanzar bombas atómicas sobre China, que introdujo en el conflicto cerca de un millón de efectivos.
Durante la Guerra Fría se celebraron varios encuentros entre los mandatarios de Estados Unidos y la Unión Soviética, luego Rusia. La primera tuvo lugar en 1959 cuando Nikita Kruschev se convirtió en el primer jefe de estado soviético en visitar los Estados Unidos, ocasión en que se reunió con Dwight Eisenhower. La segunda, por cierto, fallida, ocurrió en mayo de 1960 en París.
Para esa fecha se había pactado una cumbre trilateral en la cual, además de Jrushchov y Eisenhower, participarían el presidente francés Charles de Gaulle y el premier británico Harold MacMillan.
El 16 de mayo, al llegar a la capital de Francia, Jrushchov denunció un incidente ocurrido días atrás cuando sobre la URSS fue derribado un avión espía U-2. Ante la negativa de Eisenhower a disculparse, el líder soviético abandonó la reunión. La cumbre fue suspendida oficialmente.
En 1961, Jrushchov regresó a la palestra internacional, reuniéndose con JFK en Viena. Al siguiente año, aunque por razones obvias no hubo contactos personales, entre ambos se realizaron intensos intercambios con motivo de la Crisis de los Misiles en Cuba, la mayor y más peligrosa confrontación de la Guerra Fría que estuvo a punto de dirimirse con armas nucleares.
De entonces a la fecha, a lo largo de 60 años, 9 presidentes estadounidenses (Johnson, Ford, Reagan, Bush, Clinton, Bush, Obama, Trump, Biden y otra vez Trump) y 8 líderes soviéticos y rusos (Nikita Jrushchov, Leonid Brezhnev, Mijaíl Gorbachov, Boris Yeltsin, Vladimir Putin, Dimitri Medvedev y otra vez Putin) han protagonizado más de 50 encuentros y liderado extraordinarios procesos, tanto de confrontación como para la búsqueda de avenencias.
El más reciente, efectuado en Alaska, en el cual, felizmente, aunque con la cautela de quien avanza pisando huevos, predominó el entendimiento.
Para cualquier país que por cualquier razón se encuentre en situaciones conflictivas o en ruta de colisión con otro, especialmente tratándose de potencias, hablar, dialogar, proponer e insistir, aun cuando, por largos períodos, no se consigan resultados, es decisivo mantener abiertos canales de comunicación que permitan aprovechar hasta las menores oportunidades en busca de la avenencia y la normalización.
No importa el motivo de las reuniones ni su duración, los segundos que dure el apretón de manos, si hubo o no alfombra y cuál era su color; lo importante es el contacto personal y las posibilidades que abre la comunicación. En los contenciosos, lo definitorio no es probar ante terceros, incluso ante sí mismo que se tiene la razón, sino destrabar y remover obstáculos.
Cuando la comunicación se anula, se anulan todas las expectativas. Al encontrarse con Barack Obama, sin poner condiciones, el entonces presidente cubano Raúl Castro dio una lección y sembró una semilla.
Al parecer, aunque lamentablemente la diplomacia secreta predomina sobre la transparencia, el reciente encuentro entre los presidentes Trump y Putin parece haber acogido corrientes positivas. Probablemente los líderes de Europa y Ucrania regresen al diálogo con Rusia.
Me atrevo a afirmar que el fin de esa guerra, que comenzó debido a una sucesión de errores, abrirá una nueva era de prosperidad. El día después de la cumbre, se puede abrigar algún optimismo. No importa de qué se habló o no se habló; Trump y Putin pudieron reunirse para charlar, degustar un café o jugar una partida de golf, pero el caso es que se encontraron y hablaron. Dialogar es avanzar. Allá nos vemos.
*Este texto fue publicado originalmente en el diario ¡Por esto! Se reproduce con la autorización expresa de su autor.