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No todos los días se puede estar frente a una figura del siglo. Mucho menos si se trata de una luminaria de la aviación como Amelia Earhart. De personalidad cautivante e inspiradora, la mujer nacida y criada a orillas del río Misuri, en Atchison, Kansas, expandió los límites de lo humanamente posible, rompiendo una docena de récords —de velocidad y altura— en el aire, y no pocas barreras para las mujeres en tierra.
Hacia la década de 1920 la aviación comenzaba a despegar. De ahí que Amelita, quien desarrolló su pasión por la aventura desde edades tempranas, tuvo el inmenso reto de convencer a un público escéptico de que las mujeres podían y debían volar. “Espero que hombres y mujeres logren sus objetivos en igualdad de condiciones”, dijo en su rol de feminista pionera.
Era una mujer audaz e indómita que hablaba de mecánica y aviones; brilló en un ámbito masculino, no conocía obstáculos, rompió convenciones y se trazó horizontes que nadie había alcanzado, ni hombres y mucho menos mujeres. Pues Lady Lindy —así la bautizaron en equivalencia femenina del mismísimo Charles Lindbergh— pasó unas horas en La Habana, y aquí la recibieron como si hubiera “alunizado”.
Por todo lo alto
Bajo un cielo auspicioso, al filo de las once de la mañana del 9 de enero de 1929 se divisó un trimotor Fokker F-10 de doce plazas que lucía imponente entre las nubes y se aprestaba a aterrizar raudo en el aeródromo de Columbia. La atmósfera estaba cargada de expectación y un murmullo empezó a recorrer el espacio. Era el inicio de algo grandioso.
“La Habana va a ser dentro de poco el centro de la ruta aérea más grande del mundo. Una línea de aviones enlazará a través de 13 mil millas las veintiuna naciones de América. Corresponde a la Pan American Airways la iniciativa de esta obra de civilización y progreso”, anunciaba en vísperas el Diario de la Marina.

Ese día, en un viaje que partió desde el Aeropuerto Internacional de Miami hacia La Habana, y que tendría luego escalas en Camagüey, Santiago de Cuba, Puerto Príncipe (Haití) y Santo Domingo, hasta arribar a su destino final San Juan (Puerto Rico), se encapsuló la fecha inaugural de la Línea Aérea de las Antillas. Se trataba de una combinación de rutas largas coordinadas por la Pan American —ya viajaba a Cuba desde hacía quince meses— que siguió dos días después con una nueva travesía a Panamá y que crecería exponencialmente hacia el sur en los meses siguientes.

En esa época ya se perseguía la disminución de los tiempos de viaje y las distancias se medían por horas y minutos en lugar de millas o kilómetros. Esta opción aérea venía a reducir a solo dos horas de vuelo las trece que tardaba, como promedio, un barco en llegar a La Habana. Dos aviones cubrían la ruta: el primero despegaba de Miami a las ocho de la mañana y aterrizaba en La Habana a las 10:15, mientras que un segundo salía a las 9:15 y llegaba a las 11:30. Retornaban a su base en la Florida a las 11:15 de la mañana y a las tres de la tarde. El pasaje, que costaba 55 dólares, podía comprarse en la oficina corporativa de la calle Prado número 13. Considerada llave marítima del Golfo, Cuba se convertía también en la llave de los cielos de Sudamérica.
El aeródromo del campamento militar estaba abarrotado por cientos de invitados ansiosos de ser testigos de aquella historia en ciernes. Entre las autoridades presentes figuraban el general Rojas, secretario de Guerra y Marina; Sánchez Aballí, secretario de Comunicaciones; Carlos Miguel de Céspedes, secretario de Obras Públicas, y el coronel Sanguily, jefe de la Aeronáutica. Grant Mason, manager de la Pan Am en Cuba, junto a varios funcionarios y técnicos, atendía galantemente a la concurrencia; en tanto la banda de música del Sexto Distrito amenizaba el ambiente. Para cerrar el acto, se realizarían cinco sobrevuelos de quince minutos a fin de que invitados selectos pudieran admirar los progresos de la capital por todo lo alto.

Embajadora de los aires
Amelia Earhart arribó a La Habana en el Christopher Columbus, nave insignia de la Pan American, que fue escoltada en el aire por los pilotos militares cubanos capitanes Martull y Laborde. En una jugada maestra de publicidad, el presidente de la compañía, Juan Trippe, vislumbró que era la “chica ideal” para promocionar su nueva expansión, así que le ofreció un asiento exclusivo dentro de la lista de pasajeros.
La comitiva incluyó al general Harry S. New, director general de Correos de Estados Unidos; al subsecretario de Comercio encargado de la Aviación, William Mc Cracken; al coronel Hamblenton, vicepresidente de la compañía trasatlántica; funcionarios de correo, empresarios y periodistas. Ocho aeroplanos de distintos modelos —entre los que estuvieron dos Fokker, dos monoplanos Lockheed Vega y un Sikorsky anfibio que trajo solo correspondencia— formaron en hilera la flotilla participante en aquel viaje inaugural.
Cuando la esbelta figura de Amelia Earhart asomó en la puerta de la cabina, los espectadores estallaron en aplausos y aclamaciones. El sol tropical le bañaba de oro el rostro mientras, con su tímida sonrisa, iba estrechando amistosamente la mano de cuantas personas se acercaban a saludarla. Lucía un conjunto color beige y, sobre el pelo rubio corto, un sombrerito que hacía juego con el traje. Un abrigo le colgaba del brazo y en el pecho brillaban dos alas doradas.
De inmediato fue sacado del hangar el “Cuba”, marca Ford con tres motores Wasp y comodidades para doce pasajeros. Bajo el mando del capitán Swinson, otro as de la aviación americana, era este el aeroplano designado para cubrir tres veces por semana la ruta Habana-Santiago, con escala en Camagüey.
Frente al motor de nariz se colocó una escalerilla en función de tribuna a la cual subieron, como era usual, los padrinos: el doctor Carlos Miguel de Céspedes y la señorita Esther Rojas, hija del secretario de Guerra. Ella tiró de un cordón y una botella de champán envuelta dentro de un bolsito azul fue a romperse, con apagado ruido, sobre la armazón metálica, para dejar bautizado el flamante aparato.

Al ministro Céspedes correspondió dar la bienvenida a la delegación extranjera y pronunciar el discurso oficial del acto. Luego pidió a la invitada estrella subir a la tribuna y ofrecer unas palabras al público.
Emocionada, Amelita inició compartiendo la pena de no saber español para expresar en ese idioma su gratitud por tan cálido recibimiento, y confesó que la acogida de los cubanos le había hecho recordar las sensaciones vividas en junio de 1928, cuando aterrizó al sur de Gales y la gente corrió en masa para glorificarla como la primera mujer en cruzar por aire el Atlántico; aunque siempre dejó claro que no llevó los controles del Friendship.
La célebre piloto igualmente dio su toque de hada madrina al Cuba y evocó en su arenga “la conexión entre ambos pueblos ya hermanados porque en dos ocasiones antes han luchado juntos por la libertad”. También valoró que, con la apertura de la ruta aérea entre Cuba y Estados Unidos, se daba un salto para contribuir en varios sentidos al progreso y la unidad de la América toda.
“Volveré volando”
Al concluir la parada aérea, la comisión organizadora del evento agasajó de manera especial a la joven leyenda de los cielos con un almuerzo en su honor. La acompañaron las autoridades cubanas y estadounidenses que se habían dado cita en los predios de Columbia.

Con un ramo de flores entre manos y complacida después de tantas gentilezas, sobre las tres de la tarde Amelia Earhart estaba lista para el viaje de regreso a casa. En la espera dialogaba con su amiga de la infancia Mary Johnson, cuando un reportero del Diario de la Marina la abordó para conocer sus impresiones sobre la breve estancia en Cuba.
—¿Señorita Earhart, ha podido confirmar que La Habana es una ciudad maravillosa?
—Lo he confirmado —contestó ella con su luminosa sonrisa de cortesía—, aunque no todo lo plenamente que hubiera querido. Solo he tenido tiempo de verla desde arriba al momento de mi llegada. Después, en el camino al hotel donde tuve el gusto de ser obsequiada, pude admirar parte del lugar más lindo del mundo y el mejor para una residencia. Ya en plena ciudad me admiré de la Avenida construida junto al mar, de las edificaciones y de los paseos. Ojalá pudiera quedarme algunos días, pero me resulta imposible, debo volver a Miami ahora mismo.
—¿Volverá usted por acá?
—Seguramente, y lo haré volando. Tal vez pronto. Quiero ver La Habana de cerca y con tiempo para registrarla toda. Pensé volar a Puerto Rico y, de camino, conocer vuestros campos. De Cuba me encanta su eterna primavera y me agrada el carácter expansivo de ustedes, que me han acogido con entusiasmo cordial, lo que nunca olvidaré.

Era una mujer de compromisos. Y aunque la vida y el tiempo no le dieron la posibilidad de cumplir su promesa de regresar a Cuba, aquellas cuatro horas que pasó en La Habana bastaron para que su nombre glorioso quedara grabado en la memoria nacional.
Aún le quedaba historia por escribir en el derbi aéreo. Siguió volando y ganando el respeto social. En 1932 cruzó en solitario el Atlántico y se aseguró un lugar cimero en los anales de la aviación. Impartió conferencias sobre el papel creciente de la mujer y sus derechos universales, escribió artículos en revistas, fundó la organización de mujeres pilotos Ninety-Nines. Se casó con el editor George Palmer Putnam y es memorable su carta prenupcial en la que, por encima de todo, defendía sin rodeos su libertad: “Evitemos interferir en el trabajo o el placer del otro y no permitamos que el mundo sea testigo de nuestras alegrías o desacuerdos. Tal vez me vea obligada a conservar un lugar al que poder ir para ser yo misma, de vez en cuando”.
Nacida con alas para volar, tenía en mente algo de alto perfil y mucho más desafiante: un viaje de 27 mil millas que la llevaría por los cinco continentes. Quiso dar la vuelta al mundo a bordo de su Lockheed Electra y acabó desapareciendo en algún punto remoto del océano Pacífico, en julio de 1937. Estaba a punto de cumplir 40 años. Amelia Earhart, su navegante Fred Noonan y el avión nunca volvieron a ser vistos. Su final, tan trágico como épico, sigue siendo uno de los mayores misterios sin resolver del siglo.