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Cada mañana, desde hace más de un mes, se repite el mismo ritual: puntualidad a las 10:00, un buchito de café humeante y la puerta gruesa y pesada —como una bóveda que custodia un tesoro— se cierra. Adentro, en un espacio pequeño y acogedor —más guarida que estudio de grabación—, entre micrófonos y atriles, con un piano de cola, guitarras, flautas, clarinete, batería, contrabajo y vibráfono, un puñado de alquimistas de la música amasa canciones como quien prepara pan, con paciencia, rigor y amor, para la familia.

Sucede en La Habana, en los estudios Ojalá, donde Silvio, Niurka, Jorge, Emilio, Malva, Oliver, Rachid, Maikel y Jorgito ensayan de cara a una gira latinoamericana que los llevará en pocos días por cinco países y doce conciertos. Llevan más de una década tocando juntos, entendiéndose con solo mirarse. Sin embargo, habían pasado un par de años desde las últimas presentaciones: aquel Zócalo de México colmado con más de cien mil personas bajo la lluvia, y un concierto entrañable realizado en la Isla de la Juventud, en Cuba. Ahora, en la intimidad del estudio, la complicidad regresa intacta.
A mí —fotógrafo, ¿intruso?— me dejan colarme y ser uno más, aunque lo único que toque sea una cámara. Menudo privilegio. Me planto agazapado, intentando ser invisible y, además de apretar el obturador, activo todos mis sentidos para absorber cada detalle de este microcosmos creativo en el que me encuentro.
Aquí nada es rutina. Todo es una pulseada —una lucha y un juego— donde lo humano y lo artístico se cruzan para que la música fluya. Es, además, un pulso entre el cansancio y la risa, entre la tensión y el humor. Repiten acordes, fraseos, versos… hasta que todo queda pulido como un guijarro en el río.
Durante tres horas ensayan un repertorio de una treintena de canciones. El recorrido va de clásicos entrañables como Te amaré o Casiopea, hasta piezas recientes, casi de estreno, que laten con la urgencia de estos tiempos: Cualquiera que nace en Cuba y Más porvenir. Esta última fue escrita por Silvio a partir de las conversaciones que compartió con Pepe Mujica y su compañera Lucía Topolansky.
La cotidianidad se cuela entre las notas. No son extraterrestres: son cubanos. Y, como en cualquier cola u hogar criollo, se vuelve inevitable en algún impasse hablar de “la cosa”: “Hace tres días no entra agua en mi casa”; “Se fue la corriente dos veces anoche”; “Dormir sin ventilador está duro”.

También afloran confesiones. Nos enteramos de que Silvio es capaz de salvar a las cucarachas de la chancleta que las sentencia a muerte. En realidad, le ocurre con cualquier insecto o animal. El trovador sonríe y recuerda: “El primer cocotazo que recibí me lo dio mi padre cuando era chiquito porque liberé un ratón de una trampa en casa”.
Y tras esos instantes de relajación, la música vuelve a imponerse. Entonces llegan momentos de conmoción. Por ejemplo, después de interpretar Es más, te perdono, de Noel Nicola, el silencio se adueña de la sala. Todos quedamos estremecidos. Silvio acaricia la hoja con la letra, susurra: “Esto es de premio Nobel”, y acto seguido recita los versos en voz alta. Un suspiro colectivo recorrió el estudio.

Otras escenas se suceden en este contexto de ensayo. La más joven del grupo aprovecha las pausas en las que no interviene para abrir un libro. Entre la guitarra del padre y la flauta de la madre, Malva sostiene una vieja edición de Cien años de soledad, de tapa dura, verde y letras doradas. Mientras suena La era…, la pianista, devenida lectora, está sumergida en el universo garciamarquiano. Tal vez ensimismada por los inventos imposibles de José Arcadio Buendía, con esa obsesión por la alquimia y la ciencia.

La analogía, entonces, se impone: este estudio menudo, lleno de imaginación, talento y buenas vibras, tiene su costado macondiano. Aquí lo extraordinario se naturaliza y lo imposible se cuenta —o se canta, se toca y suena— con la misma intensidad con que transcurre la vida. Y uno piensa, mientras la música y las canciones abrazan mis fotos, si definitivamente no es así como se engendraba la maravilla.