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Mi padre, Eliseo Diego, y Cintio Vitier se conocieron siendo niños en el Colegio La Luz, en El Vedado. Fue una amistad que duró toda la vida. En la Universidad de La Habana conocieron a las hermanas Bella y Fina García Marruz, y formaron un cuarteto que solo la muerte pudo separar.

Los unió la poesía, el cariño, una íntima amistad. Estuvieron juntos desde que escribieron sus primeros versos, fundaron la revista Clavileño y luego Orígenes. Y fue Cintio quien hizo el elogio de la vida y obra de mi padre cuando le entregaron el Premio Internacional de Poesía Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, México, en noviembre de 1993, cuatro meses antes de su muerte.
Mi padre siempre sufrió de sus nervios y pasaba por crisis depresivas muy fuertes. La carta que les mostraré, y que permanece inédita, es de 1942. Tenía 22 años y había decidido aislarse de todos en un pequeño cayo en la bahía de Santiago de Cuba, Cayo Smith.
Solo se escribía con sus amigos más íntimos. Este aislamiento duró, afortunadamente, muy poco, apenas un año. Viviendo en el cayo se vinculó con los pescadores, se dejó la barba y hasta pensó alistarse para participar en la Segunda Guerra Mundial; todo muy romántico, propio de “un joven poeta”. Esta correspondencia podría titularse como el libro de Rilke, uno de sus autores preferidos, con un leve cambio: Cartas de un joven poeta.
Quede esta carta que reproduzco a continuación como un pequeño homenaje de mi padre a Cintio este 1 de octubre, un aniversario más de su partida.

***
El Cayo, 19 de mayo de 1943
Querido Cintio:
Ayer temprano recibí tu carta. Fui a buscarla al correo en el bote, que dejé luego a la deriva, en la bahía, como acostumbro ahora para leer las cartas de ustedes. Así es como [logro] tenerlos conmigo en el sitio mejor, entre el agua azul, quieta, y el aire de sol tan cercano. Toda la mañana he estado pensando en tu carta, en su tristeza, por si encontraba alguna palabra de confianza que decirte. Ahora veo que toda palabra sobra y está mal para quien tiene tan pura naturaleza.
¿Cómo voy a recordarte que tu poesía alcanza sólo a Dios y a ti, que importa tu salvación en cuerpo y alma, que no hay por qué oír los perros ladrando siniestramente a la luna, si empiezas diciéndome que “vivo pensando nada más en esas hojas”? Esto ni es pueril ni es injusto; es del hombre más puro. A quien entiende de este modo el sacrificio y pasión que es, al fin y sobre cualquier vanidad pequeña, hacer unas hojas de poesía, no es posible venirle a razonar que no escuche la maldad estúpida de los otros. Yo sé a lo que vas, amigo mío, y cómo te ha de doler toda esta torpeza, aunque al fin no te importe.
Lo que ha sucedido siempre es que mientras tú hablas de una cosa, ellos charlan de otra incalculablemente distinta. Para ti se trata de la única “política de Dios”; para ellos, de gacetilla y de bellas letras. ¿Recuerdas que nunca quise ir a las conferencias? Tú ibas para hacer allí la amistad mejor de una persona; ellos, para hacer cultura o por un entretenimiento nuevo. Pienso que tú creíste que iban a lo mismo que tú; a mí me repugnaba siempre su olor a tinta fresca. Si no es una persona como tú, para quien estas cosas son pan de vida y muerte, dime, Dios, la gente del Cayo, atenta a vivir sólo. Así, mientras tú ibas limpiamente al acto esencial, yo, más “vivo”, más oscuramente desconfiado, estaba atento al “vaho sucio”.
Y es, Cintio, que hay dos géneros de hombres: unos, que son sólo instrumentos del ángel o del diablo; otros, capaces de participar en el trabajo del ángel. Los hombres cabales, como David, Vallejo, Rilke y —déjame decirlo, porque es cierto— tú, los de este temple, han de continuar la obra en paciencia, sacrificio, humildad y, sobre todo, en soledad y desamparo absolutos. Los otros, “los intelectuales”, son los pellejos vacíos: abandonados de la voz pura o maldita que habla en ellos, les queda sólo su vanidad, su vacío.
En esta pasión —no sé cómo llamar de otro modo tu grave cariño a las hojas— estarás, tienes que estar solo; de “los intelectuales”, de los huecos, no recibirás más que desdén, odio. Pero, ¿es que puede llamarse soledad a la compañía consciente que le haces, tú, a tu Ángel de la Guarda? Amigo mío, Cintio, a los hombres de tu raza puede pedírseles coraje, esfuerzo; pues el servicio de Dios no es fácil, y tú estás tan claramente consagrado a Él.
No sé cómo decirte otra cosa ni si te he dicho claramente lo anterior. He pensado mucho todo esto, y, al fin, apenas he dicho nada. Dios, que le ha escogido a usted, le habrá reafirmado ya en su ánimo. Y si no es así, si te sientes solo y desierto, recuerda que a Él hay que ganarle, y que de poco valdría su servicio si no te dejase, solo, a cumplirlo. Perdóname, en fin, que hable de este modo de lo que estoy tan lejos, que hable de Dios como si yo le tuviese, porque quizás aquellos que más sienten su falta puedan recordarle con más gravedad y certeza.
Ahora te diré que yo también siento como una pérdida irremediable, porque junto a lo que más quise, perdí tanto de tu compañía generosa, que —¡y con qué emoción lo descubro en tus palabras, casi accidentalmente!— ha sido parte esencial de mi vida durante “tantos años”. Sería inútil y estúpido desconocerlo, y en cambio, mirándolo a la cara, podremos salvar tanto. No sé si recordarás que hace mucho tiempo —tengo tan exacta y dolorosa memoria para lo vivido— te dije que lo jugaría todo a una carta. En fin, entonces jugué mi vida como la quería y la he perdido, pero en cambio sé ahora que “somos algo más que estos sucesos”, y que hay una apuesta más grave: la de la propia alma y su destino.
Qué tristeza siempre, sin embargo, ante la pérdida ya irremediable, y cuánto duele este nacer de nuevo. Aunque para mí será, hasta morirme, todo o nada.
No sabes lo que siento haber olvidado el cumpleaños de Kikoleto 1. Valdría la pena haber vivido sólo por su amistad. Y luego, qué claro ejemplo de una razón última y divina del mundo esta unión de ustedes dos; ¡tan justa y perfecta! No olvidar nunca, por supuesto, que lo vuestro es equilibrio, esfuerzo gozoso. Y ahora, “ridículamente”, como dirá Agustín, y como si fuese a dejarles —lo que no haré nunca, bien lo sabes—. Y como por última vez, voy a decirles: Dios los guarde.
Bien, amigo. Aquí se vive con una tal “inconsciencia consciente”, como si el cuerpo, él solo, tuviese conciencia de sí en su sangre, que parece que todo lo otro sobrase. Mirando a Juan González, el viejo veterano, ve uno como en su cuerpo oscuro alientan limpiamente todos los días de su vida, ya sobrados. Es así como entiendo lo que antes no entendía, de Rilke, que los “caminos propios” de una vida puedan ser “tan buenos, ricos y amplios”, que todo lo otro no importe.
Y casi me avergüenza haberme pensado superior, alguna vez, a Juan Gómez, a Jesús Díaz, a todos esos hombres que viven seria y calladamente sus vidas.
Ya pronto estaré con ustedes —puede que embarque el 25 o el 26—. A Cristina, a Vitier, a los tuyos los quiero siempre y los recuerdo.
Y, a propósito de Clavileño, Mamá tendrá algunas suscripciones mías.
Ya que la carta es bien larga y se da de cachetes con la ya famosa “fascinación del punto”, me despido hasta muy pronto.
Te quiere,
Eliseo.
Dile a Kikoleto que me he demorado un poco en escribirle, porque estoy ya en los últimos días. Mañana recibirá ella su carta. Y nos veremos muy pronto todos.
Nota:
1 “Kikoleto” llamaban a Fina.