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Una buena parte del tiempo, en los conciertos de esta gira latinoamericana con Silvio, me la paso escudriñando, a través del visor, al público: las miradas fijas, los ojos brillosos, los labios que se mueven antes que él, las manos que suben como si marcaran un compás íntimo. Me estremece ver cómo un manojo de versos y una progresión de acordes activan recuerdos, duelos, alegrías y decisiones vitales. En esa marea de miles se multiplican las historias personales atravesadas por canciones nacidas en la intimidad de un hombre que, al volar, se hicieron sentimientos colectivos.
La gira —que pasó por La Habana, Santiago, Buenos Aires, Montevideo y Lima, y que seguirá en Medellín y Cali— ha trazado, más que un itinerario, un mapa de memoria.

Reinaldo Pineda, costarricense de 57 años, ya acumula varios kilómetros de esta ruta: “Estuve en La Habana, en el primero de Chile, los dos primeros de Buenos Aires, los dos de Montevideo y en Lima. Y estaré en Medellín y Cali, para cerrar”. En cada ciudad, dice, sintió variaciones de un mismo latido: “Lo he vivido con diferentes calibres, por la gente con quienes compartí. En todos, la emoción a flor de piel”.

Hay constantes que lo atraviesan: “Tal vez los homenajes a sus compañeros de generación (Vicente, Noel y Pablo), vividos en cada lugar de diferente forma”. Y hay instantes que lo quiebran: “‘Ala de colibrí’ de arranque, por la emoción vivida con mis acompañantes… En todo lugar fue larga la espera del ‘Aprendiz’”. Lo une, dice, una certeza compartida: “El sentir a Cuba y a Silvio muy cerca del corazón, en tiempos complicados en la isla”.

Desde Perú, Jhonatan —docente— encontró en esta ruta un círculo por cerrar: “Escucho a Silvio desde los quince. Su poesía hecha canción ha sido, es y será mi refugio. Mi hija se llama Adriana Mariana: su segundo nombre es por ‘Y Mariana’. Mientras ella nacía, en la sala de parto se escuchaba ‘Sólo el amor’”.
Viajó a La Habana y a Lima: “Quería verlo en su tierra y en la mía. En La Habana sentí que asistía a la historia; en Lima, que vivía un trozo de la mía”. “Venga la esperanza” fue su hilo: “En La Habana parecía que el público respiraba a la vez, un canto que resumía dignidad y fe. En Lima fue más bien una oración por no perder la luz”. El punto más alto llegó con “Yolanda”, en voz de Silvio y Malva: “Fue cerrar un ciclo entre la ausencia de Pablo y la permanencia de Silvio. El arte no muere; se transforma, se hereda, nos sobrevive”.
Esa memoria —de personas, ciudades y luchas— también la nombra Aida Roa Villar, chilena, que cumplió 50 años en uno de estos conciertos. “Crecí con sus canciones; las conocí por mi madre. Han estado en mis momentos más difíciles y en los más felices”, cuenta. En esta gira estuvo en Santiago de Chile, Buenos Aires y Lima. Cada plaza le dejó una emoción distinta: “En Chile, siete años de espera. Emoción total. En Buenos Aires me preocupó su salud; admiro que haga tantos conciertos y lo entregue todo con amor. En Lima, que cumplí cincuenta, lloré a mares”.


En Argentina, la generación que lo conoció en aulas y marchas también dejó registro. Clara Calicchio, de 34 años, habla desde la casa donde, de niña, transcribía letras y preguntaba palabras: “Silvio enseñaba más que música. En 2005 lo vi en la marcha del No al ALCA. Mi devoción creció”.
Esta gira la encontró en el primer Movistar Arena de Chile y en los tres de Buenos Aires. “Al primero en Argentina fui con toda mi familia; éramos ocho”. La conmueve la liturgia compartida —“cuando nombra al Che y aplaudimos, cuando se dice revolución y se grita”— y detiene la cámara en dos momentos: la “Eva” que en 2018 se cantó con pañuelos verdes en alto (“más sentida en Argentina”) y el domingo en Buenos Aires, cuando “Te amaré” se volvió silencio: “Fue escuchar a Silvio recitar y cantar; sus ganas de regalarnos esa canción. De los mejores recuerdos que me llevo”.

Juan Sotelo Navarro, chileno de 60 años, le debe a su esposa el descubrimiento del trovador en tiempos de noviazgo, hace más de cuatro décadas. Desde entonces, dice, su obra lo acompaña “incluso en esos años ‘mi perro me buscaba en su puerta cuando me le pierdo’”. Su estremecimiento tiene un título: “Me emocioné todas las veces que oí ‘La era está pariendo un corazón’. Fue una de las primeras canciones ‘raras’ que oí en mi juventud. Trataba de descifrar cómo podía sonar así esa endemoniada guitarra. Lloré todas las veces que la escuché”.
Otra mirada, nacida a la vez de la investigación y del afecto, llegó desde Puerto Rico. Limarí Rivera Ríos, 42, autora de Silvio Rodríguez. Poética del amor revolucionario, viajó a Buenos Aires empujada por una constelación de fechas: “El 21 de octubre mi esposo y yo cumplíamos veinte años juntos y se acercaba la presentación de mi libro en Argentina”. En el concierto, confiesa, “rompí como en catarsis con ‘Ala de colibrí’”. Y guarda una imagen del silencio: “La lectura grave y perfecta del poema ‘Halt!’ resumió el respeto hondo de todos”.


Para Carlos Alberto Maldonado Espinaza, chileno de casi 53, el primer fogonazo llegó a los 12, con “Debo partirme en dos”: “Fue como un mazazo en la cabeza, y desde ahí el viaje no ha parado”. Siguió la gira desde La Habana, los cuatro conciertos en Santiago, Lima, y ya tiene entradas para Medellín y Cali. Le sorprenden los matices del público: “Unos más cantadores, otros más gritones. En todos lados había gente de todas las edades, y me encanta ver tanta juventud”. Hay un momento que lo atraviesa siempre: la lectura del poema “Halt”, de Luis Rogelio Nogueras. “Lo que sentí diferente fue lo que me ha ido pasando a mí con el poema”. Lo que une a los públicos, cree, es que “ven a Silvio como un bálsamo para estos tiempos atroces”.
También en Buenos Aires, cuando su voz se resintió una noche, la escena fue elocuente. Pilar Faccio, argentina, lo recuerda como un pacto tácito: “Cuando ya parecía que no podía dar más, cantó ‘Ojalá’. En cada pausa se escuchaba un silencio denso, como si todos contuvieran la respiración. Cuando el público empezó a cantar con él, los versos sonaron como de un solo cuerpo”.
A Pilar la atraviesa “Eva”, una y otra vez diferente según con quién la canta al lado —su madre, una amiga, una desconocida—: “La lucha no es la misma para todas, pero hay una voz que nos nombra a todas”. Para ella, estar en un concierto de Silvio “es pertenecer a algo más grande que uno”.

La épica íntima de esta gira también se expresa en viajes que desbordan la agenda. Angie Beatriz Morales Jorquera, chilena, guarda el origen en un casete universitario, en plena dictadura: “Mi segunda mamá me hizo escuchar ‘Imagínate’. Desde entonces no ha pasado un solo día sin su música”. Cada concierto, dice, le sube la marea: “Aunque ya sabemos la parrilla, cada presentación tiene su propia magia. No pueden dejar de fluir todas mis emociones, muchas veces hasta el llanto”. En Lima vivió un arrebato: “Fue un arrebato de amistad, abrazos y lágrimas por estar reunidos tantos de mis troperos más queridos”.
Colombia aportó quizá la aventura más nítida del mapa emocional. Sergio Giovanny Flórez y María Alejandra Palacio, ambos de 32, decidieron convertir el miedo a quedarse sin entradas en una bitácora continental: La Habana, Santiago, Buenos Aires, Montevideo y Lima.
“Aseguremos la boleta, así sea en un país cualquiera”, se dijeron. Terminaron armando un viaje económico, con bufandas que vendieron en cada ciudad para financiar estadías y comidas. La música, dicen, iba narrando el presente de cada lugar: Palestina, Pepe Mujica, la memoria chilena, los problemas de cada país. “Las mismas canciones tienen carga social y emocional distinta en cada plaza”, explica Sergio.

Sus himnos personales fueron “Te amaré”, que sonó en su boda, y “El necio”: “De ahí nuestra bufanda ‘Yo me muero como viví’. Esa dignidad para asumir retos sin dañar a nadie”. Tres escenas sellaron el periplo: una bufanda entregada a Silvio en La Habana; otra autografiada y devuelta en Uruguay; y, en Lima, la camioneta detenida por Silvio, Malva y Niurka para agradecerles: “Nos han visto en cada concierto”, les dijeron. “Que el artista reconozca el esfuerzo demuestra la humanidad y la pasión de Silvio”, cuenta María.

A esta altura, el inventario de canciones —“La era está pariendo un corazón”, “Ala de colibrí”, “El necio”, “Te amaré”, “Eva”, “Te recuerdo Amanda”, “Santiago de Chile”, “Yolanda”, “Ojalá”, “Escaramujo”, “Venga la esperanza”— dice tanto como el mapa. Son títulos, sí, pero sobre todo son llaves que cada quien usa para abrir su propia puerta. También lo es “Halt!”, poema leído por Silvio con una pausa que el público respeta como si fuera un rezo. Y están los homenajes a Pablo Milanés, Vicente Feliú, Noel Nicola; nombres que, sin estar, siguen estando.
¿Qué aprendí mirando al público tanto o más que al escenario? Que la gira no solo reúne a un trovador con su gente: reúne a las personas consigo mismas. Que cada escala y país añade una capa —la historia chilena, la fe cubana, la memoria argentina, la gratitud uruguaya, la emoción peruana, el latido colombiano— y que, sin embargo, el común denominador aparece de manera natural y fluida: respeto, esperanza, comunidad. También, que concierto a concierto se tejen redes de afecto tan necesarias hoy.

Al final de cada noche, cuando la ovación se estira y él saluda con esa mezcla de pudor y ternura, hay algo que queda vibrando más allá del último acorde y verso. Tal vez sea lo que cada persona en el público formula con palabras distintas: la certeza de que su poesía hecha canción nos ha acompañado a crecer, amar, resistir; que sigue siendo necesaria. En tiempos ruidosos, la belleza —esa belleza que convoca sin distancias— todavía puede ponernos de acuerdo.
La gira continúa. La gente seguirá llegando con bufandas, con casetes heredados, con hijas llamadas por canciones, con la primera escucha todavía fresca aunque pasen décadas. Y yo, detrás del visor, volveré a buscar esas miradas.



















