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Pensar Cuba hoy es como caminar sobre un terreno donde el mapa ya no coincide con el territorio. Se habla permanentemente de “distorsiones” económicas; pero, ¿dónde quedan las “distorsiones” políticas que condicionan parte importante de nuestra realidad?
Las palabras que usamos durante décadas para nombrar lo que acontece en estos tiempos parecen haberse gastado, o al menos, ya no alcanzan para explicar lo que vivimos a diario. La crisis cubana no consiste solo en que falte el transporte, que la inflación nos ahogue o que el sistema eléctrico colapse; es una crisis de sentido, de legitimidad y de horizontes.
Para desentrañar estas tensiones más allá de la urgencia cotidiana, converso con el filósofo cubano Wilder Pérez Varona, quien ha dedicado tiempo de investigación y análisis sobre lo que considera imaginarios en disputa, quien nos invita a superar la polarización habitual y a entender la densidad histórica del momento político cubano.
Empecemos por lo fundamental, porque a veces los términos académicos nos alejan de la gente. ¿De qué hablamos cuando decimos “imaginario político” en la Cuba actual?
Mira, para decirlo “en cubano”: el imaginario político es cómo nos ponemos de acuerdo —o no— sobre lo que es justo, lo que es digno y hacia dónde vamos como país. Es esa “gramática compartida” que nos permite vivir juntos.
Durante décadas, palabras como “pueblo”, “Revolución”, “soberanía” o “igualdad” funcionaban como un pegamento fuerte que unía la experiencia social. Tú sabías qué significaban y qué se esperaba de ti. El problema hoy es que ese pegamento se secó. Esas palabras ya no logran organizar la experiencia de la mayoría. Cuando el discurso oficial habla de “continuidad” o “resistencia”, a mucha gente le suena a vacío, porque su vida diaria está marcada por una precariedad y una desigualdad que esas palabras ya no pueden explicar ni justificar.
A menudo se reduce la discusión a la economía pura y dura. “El problema es que no hay dinero, no hay petróleo, el bloqueo aprieta”. ¿Por qué insistes en que hay una crisis del imaginario y no solo una crisis de gestión o de recursos?
Porque los problemas económicos son condiciones concretas —que el barco con combustible no llegue es un hecho indudable—, pero lo que permite que esa escasez tenga un sentido, que la gente la aguante o la justifique en nombre de un proyecto mayor, es el imaginario.
Cuando ese marco simbólico se rompe, la cola del pan deja de ser un sacrificio heroico y se vuelve una pérdida de tiempo insoportable. El Estado ha perdido la capacidad de convertir la realidad cotidiana en una narrativa que convenza a la gente.
Y esto tiene un detonante claro en la política económica reciente. La “Tarea Ordenamiento” no fue solo un error técnico que disparó la inflación, sino un golpe político al corazón del pacto social. Profundizó brechas salariales inéditas y el traspaso del costo del ajuste a las familias y grupos más vulnerables, con lo cual el Estado rompió en la práctica aquello que le daba legitimidad. Si el salario estatal hace tiempo que no protege y la igualdad es una abstracción, ¿qué queda del contrato original?
Tradicionalmente nos han vendido la idea de dos bandos irreconciliables: “Revolución vs. contrarrevolución”. ¿Sigue sirviendo ese esquema para entender lo que pasa hoy, o nos estamos perdiendo algo en el medio?
Esa camisa de fuerza que ya no le sirve a nadie para entender el país, aunque el discurso oficial insista en usarla para atrincherarse y simplificar las cosas. La realidad social ha desbordado ese binarismo.
Hoy el campo político es un mosaico mucho más complejo. Por supuesto que existe una oposición vinculada a agendas de cambio de régimen y a la política de Estados Unidos. Pero reducirlo todo a eso es una ceguera voluntaria.
Pensemos en lo que ha pasado en los últimos años: tienes movimientos culturales y artísticos que pelean por la libertad de creación, no necesariamente por el capitalismo; hay protestas ciudadanas espontáneas que amplifican demandas materiales y políticas; están los movimientos feministas, antirracistas, animalistas y LGBTIQ+, que tienen demandas muy específicas que el Estado había ignorado o pospuesto; y existe también una izquierda crítica y socialista que quiere democratizar el país, que defiende la soberanía, pero que denuncia el autoritarismo y la burocracia.
El error trágico del Gobierno es meter todo esto en el mismo saco de “mercenarios” o “confundidos”. Al criminalizar por igual a feministas, periodistas “independientes” y operadores políticos externos, lo que hace es borrar los matices y radicalizar a potenciales interlocutores.
Tocaste un punto neurálgico: la izquierda crítica y esos actores intermedios. Hubo un momento, hacia 2017, donde se habló mucho del “centrismo” como una amenaza. ¿Por qué crees que el sistema es tan hostil precisamente con quienes intentan matizar o proponen dialogar?
Porque el sistema político cubano, tal como está diseñado, ha operado bajo una lógica de “unidad monolítica” que no sabe procesar la diferencia, ni siquiera cuando viene de su propio lado ideológico. El “centrismo” fue una etiqueta para deslegitimar cualquier postura que buscara reformas graduales pero críticas.
Para la burocracia, el crítico socialista es a veces más incómodo que el opositor radical, porque le disputa el lenguaje de la Revolución. Cuando alguien dice “quiero socialismo, pero con democracia y sin censura”, está interpelando al núcleo ético del proyecto. La respuesta del Estado ha sido activar lo que Julio César Guanche ha llamado un “algoritmo de deslegitimación”: etiquetar automáticamente cualquier disenso como amenaza a la seguridad nacional. Pero si anulas a los interlocutores críticos, te quedas solo escuchando tu propio eco, y eso te impide ver la realidad hasta que te estalla en la cara, como pasó el 11 de julio.
Hablas de nuevos actores y ahí la tecnología ha sido clave. ¿Cómo cambia la política el hecho de que hoy muchos tengamos en la mano un teléfono con datos?
Es un cambio de las reglas del juego. Por primera vez en décadas, el Estado perdió el monopolio de la producción de “verdad”. Internet rompió el cerco informativo, creó una “contraesfera pública” donde ciudadanos documentan colas, represión, corrupción.
Te pongo un ejemplo muy actual de esta disputa: la tasa de cambio de El Toque. Tienes al gobierno acusándolos de terrorismo financiero y manipulación algorítmica, y tienes a un medio autodenominado independiente defendiendo que su dato es solo el reflejo de un mercado roto y desregulado. Pero al final del día, el ciudadano común y las mipymes miran el teléfono para ponerle precio a su vida. Eso es una pérdida de poder real; de ahí la campaña de descrédito y el nuevo intento de regular el mercado cambiario.
Tú mencionas una tensión entre el “ethos del sacrificio” y las nuevas aspiraciones de consumo. ¿Cómo procesan los jóvenes esta realidad?
La retórica del sacrificio —la idea de postergar el bienestar presente por un futuro luminoso— funcionó mientras hubo épica o mientras hubo un Estado de bienestar que te protegía. Pero para un muchacho de 20 años hoy, la Sierra Maestra es una foto en blanco y negro en un libro de historia.
Ellos han sido socializados en la escasez, pero también en la cultura global del consumo a través de las pantallas. Para ellos, querer unas zapatillas de marca o querer emigrar no es una “desviación ideológica” ni una traición a la patria; es simplemente una aspiración de dignidad y normalidad. Viven una “socialidad gentrificada” donde el estatus te lo da el acceso a divisas. El discurso oficial les pide resistencia, pero su realidad les exige dólares. Y si el proyecto nacional no les ofrece un camino para realizar esas aspiraciones de vida aquí, la respuesta es la que estamos viendo: la migración masiva.
Cuba siempre ha estado atravesada por lo de afuera, pero ahora parece distinto. ¿Cómo entra la diáspora en esta ecuación de la que hablas?
Es determinante. Ya no podemos seguir pensando en la emigración con los lentes de la Guerra Fría, como “el enemigo” o, en el mejor de los casos, como “la billetera” que manda remesas. La diáspora es hoy parte constitutiva de la nación; es lo que se ha llamado una “cubanidad expandida”.
La nación hoy es un espacio distribuido donde circulan remesas, pero también afectos, cuidados, ideas políticas y cultura. La identidad cubana hoy se construye y se disputa tanto en La Habana como en Hialeah, Madrid o Ciudad de México. Esa transnacionalidad rompe el control territorial del Estado. La gente vive aquí, pero gestiona su supervivencia con recursos y referencias de allá. Y eso cambia la lealtad política, porque si el Estado no me garantiza la vida y mi red familiar transnacional sí, ¿quién me representa realmente?
También mencionas la Constitución de 2019 como un momento de “indefinición productiva”. ¿A qué te refieres?
La Constitución de 2019 fue un híbrido que cristalizó nuestras contradicciones. Fue un intento de actualizar el software del país, que reconoció cosas importantes: la propiedad privada, el mercado, el Estado de derecho. Pero al mismo tiempo, mantuvo el control político centralizado y los candados sobre la participación política efectiva.
Entonces, vives en una tensión constante: tienes una economía que se abre a regañadientes al sector privado y una sociedad que se pluraliza, pero una estructura política que sigue operando con la lógica del centralismo de los años setenta. Esa contradicción es insostenible a largo plazo. No puedes tener una sociedad diversa y conectada gobernada por instituciones verticales y unánimes. Algo tiene que ceder.
Frente a este panorama de fracturas, de viejos relatos que no funcionan y nuevos que están en disputa, ¿hacia dónde vamos? ¿Ves emerger un nuevo consenso?
Estamos en un momento de transición (aunque la indefinición de hacia qué sea fundamental), de disputa abierta.
El desafío es enorme. Cuba se ha convertido en un laboratorio regional de las crisis hegemónicas. Lo que pasa aquí resuena con lo que pasa en América Latina: crisis de representación, estallidos sociales, polarización.
Se trata de imaginar un futuro que evite la restauración neoliberal pura y dura, que ya sabemos que en América Latina ha traído exclusión, privatización de la vida y un “sálvese quien pueda” que desprotege al trabajador; pero tampoco podemos seguir en el atrincheramiento autoritario actual, que en nombre de la soberanía asfixia la diversidad e incluso la reproducción de la vida de la mayoría.
Necesitamos avanzar hacia un horizonte democrático y soberano, donde la justicia social (que no falte la comida, la escuela, la salud) y la libertad política (que puedas decir lo que piensas, organizarte y participar realmente) no sean enemigas, sino condiciones mutuas. Esa es la disputa real hoy, la de imaginar una democracia soberana, donde la igualdad no cueste la libertad.












