El imperio del chocolate tuvo un enclave en Cuba. Un pueblo meridiano, fantasmal, de mucho hierro viejo, entre La Habana y Matanzas. La base que proporcionó el mítico dulzor de las golosinas Hershey durante un cuarto de siglo.
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Las señas son las siguientes: el Barracón que es una canción de cuna para asustar a los niños, la esquina en que comienza con poca gente pasando, yo haciendo fotos y un viejo en su bicicleta, arreglándose la gorra como si fuera a pichear.
–Ahora sí parece un barracón de esclavos, pero antes era un hotel de cinco estrellas –asegura Agustín, con la boca tan virada, que las palabras le salen directo de un cachete.
Musgo, helechos, jagüeyes trepándose a las paredes enchapadas en piedra de canto hace cien años. El Barracón fue, desde que nació hasta que cerró el central Hershey, el sitio de descanso de los empleados.
–Pero ya cuando lo hicieron Albergue del obrero industrial se volvió una mierda –dice Agustín, y la parálisis facial quiere desparalizarse.
Otro señor, de gafas, a quien voy a llamar G, se acerca y pone su ladrillo de memoria, que está hecho de arenisca de detalles:
–Había agua fría y caliente, mosquiteros. Yo era electricista y tenía mi cuarto ahí para hacer las guardias, era el número 56. Estuvo funcionando hasta los 2000. Ahora está metida un montón de gente.
Una perra acicala a base de lengüetazos a dos cachorros churrosos. Ni me ladran, hay un cansancio de hambruna que los marca y los detiene. Siempre descamisados, algunos hombres atraviesan el amplio patio interior cabeza gacha, apresurados, como si les apenara la presencia de otro ser.
–Aquí a veces jugábamos pelota al dinero en el terreno de aquella escuela –y Agustín señala un par de edificaciones armadas a base de piezas prefabricadas– me tiré a segunda, y me di un rasponazo en una nalga.
Félix, el Chino, cambiaba las sábanas el viernes. El sábado Agustín las ensangrentó. El Chino, con su cara tan china, volvió a cambiarlas sin chistar.
–En el barracón no vivía nadie que no fuera necesario en el ingenio –dice G, con sus calovares grandísimos.
Pero Agustín apunta que si algún residente en los chalets cercanos tenía un chofer, podía alquilarlo en cuartos destinados para personal ajeno.
Cada vez que hablan del Hershey le llaman ingenio, no central; como esa costumbre añeja de decir voy a Oriente como un todo, en vez de a qué provincia individualmente.
Una mujer muy morena tiende harapos coloridos en los parterres, unos niños sin camisa corretean por la calle y luego al barracón de techos con nylon y zinc y hierbajos milenarios. Siguiéndolos para hacer la foto que nunca tomé paso por una de las cuatro entradas en forma de arco, amplias, como pórtico medieval. Eso es el barracón, eso es el pueblo de Hershey: un álbum de recortes bajo la bóveda de su historia.
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En 1894 el estadounidense Milton Hershey formó la Company en el pueblo Derry Church, rebautizado en 1906 con el nombre del ya popular chocolate. En 1918 fundó un pueblo con su apellido donde antes hubo nada para suministrar raspadura a sus fábricas. Con la Revolución de 1959, las nacionalizaciones y el nacionalismo, el batey y el central fueron reinscritos como Camilo Cienfuegos. Nombre que los pobladores ignoran sin el menor esfuerzo.
El asentamiento y sus mil 200 almas penden junto al espagueti herrumbroso de líneas de tranvías 45 kilómetros al este de La Habana.
–Aunque mucha gente lo quiera negar toda esta zona prosperó con la llegada de Hershey –asegura G. Santa Cruz, Jibacoa, Jaruco…
El emperador de la cocoa replicó en el cubano uno de aquellos Pueblos Modelos que se hicieran populares a finales del siglo XIX. El movimiento urbanístico era, dirían españoles, la ostia: barracones de lujo para los trabajadores, farmacia, cine, colegio, bodegas, todo conectado a la fábrica, todo pagado con vales. La batería que recargaba al pueblo, el muérdago humeante que lo matenía unido; y a la vez la categoría que hacía distinciones entre los habitantes.
–¿Tú ves las calles estas? –pregunta Agustín, enfático, como si hablara con ciegos.
–Sí –respondo.
–De esa alcantarilla que está ahí a la otra alcantarilla en la esquina hay cien metros exactos. Puedes venir con una escuadra por todo esto y así es.
Donde vivió Hershey vive un montón de gente que ha ido seccionando el espacio como hormigas la tierra. Una policía interna del batey custodiaba esa y las casonas próximas de los no residentes allí.
El pueblo estaba dividido por un sistema que pudiéramos nombrar aptitucracia: según los servicios que cada poblador era capaz de prestar a ese antiguo dios llamado central. Batey Norte, lleno de ingenieros en sus amplias residencias, los principales servicios públicos; Batey Sur, para los trabajadores técnicos de menor rango. Solo quizá ocurría de ese modo en Hershey, el otro, el de Pensilvania, hermano gemelo del cubano.
La gente cuida los techos a cuatro y dos aguas como si la nieve fuera a llegar alguna noche, hay chimeneas sin humo, una pequeña catedral protestante. Casas adosadas, verjas de película antigua, algunas mayas protectoras en los portales. Un town gringo en la llanura cubana.
–Hay una Memoria con toda la historia desde que Hershey, el americano, llegó aquí y no había más que una casita de guano –dice Agustín.
–¿Cuándo fue eso?
–Bueno, la primera zafra es de 1919 –agrega otro, que atento se sumaba junto a un grupo a la tertulia improvisada de la calle 6.
–No –rectifica otra voz– la primera fue en el 18 y en el 19 se hace el primer refino.
Una señora le da vueltas de vez en vez a G, advirtiéndole en voz baja que no hable mucho del pasado con extraños. Pero G la espanta como a un moscardón.
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Entre los ostiones, el viaje a Varadero, los litros de leche, la luna de miel paga, las pergas de cerveza, los muñequitos rusos, las manzanas, los juguetes básico, dirigido y no básico, los viejos extrañan la puntualidad.
–A las seis de la tarde encendían las luces de los portales –recuerda Agustín nostálgico. ¡Podías poner el reloj!
–Igual con los trenes –salta G–, a las seis en punto tenían que hacer así –y empareja las manos en paralelo.
–Mira –se me acerca un poco Agustín–, la policía tenía un cuarto en el barracón. Y era la que reportaba el alumbrado público. Corriente directa, un solo alambre, 120 bombillos. Eso daba fe de que el policía había dado su recorrido, porque si no había luz en la calle 13, por ejemplo, y no estaba reportada, lo delataba. Era como el dominó: tumbas una ficha y caen las que le siguen.
–Donde estaba la oficina de teléfonos, había una tripulación de empleados a disposición de cualquier imprevisto –rememora G– ¿Hay uno enfermo? ¿El conductor? Pues fulano, vamos.
Ahora el tren se rompe y la gente baja con paso pesado. Sin apuros. Sin saber cuándo vuelva a ponerse en marcha.
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Los latidos del central llegaban a los tranvías, a las líneas encargadas por el propio Hershey para conectar Matanzas y el barrio Casablanca, primero sacando azúcar por la bahía capitalina, vulva de la isla-hembra, y desde 1920 pasajeros.
Así, Hershey fue el primer central en usar la tracción eléctrica para llevar caña a la fábrica y luego azúcar a los embarques. Así, Hershey introdujo el primer y único tren eléctrico que ha tenido Cuba. Reliquia rodante a la que le niegan el retiro, que depierta a las cinco de la mañana junto a unos pocos madrugantes de inciertos destinos, mordiendo la herrumbre con su vieja encía, alumbrando en descargas eléctricas el camino verde con que inician los 100 kilómetros, las tres horas, hasta Matanzas.
Tres coches quedan de los trece auténticos construidos en 1917 en Pensilvania.
–Hershey trajo eso porque su idea era hacer una fábrica de chocolates en Cuba.
–¡Él hizo chocolate ahí! –indica Agustín como quien tiene el último dato–, al lado de la cachurra había unos molinos.
–Era para ver si se podía hacer o no –bufa G.
–Experimentando –agrega un mengano.
–Pero Aspuro y La Estrella, que eran dos fabricantes cubanos chocaron con él. Y ahí fue cuando cayó.
Los tertulianos cuentan que la fábrica fue vendida por partes. Conocen la historia del empresario como si fuera la patria. La vida, la obra, los chismes de la Patria.
–Se dice que Hershey empezó vendiendo caramelos en Pensilvania –cuenta Agustín–, le pidió al Estado un presupuesto, y mira cómo terminó.
–La madre quería que fuera empresario –interrumpe G. El padre quería que trabajara, simplemente eso, y lo puso en carpinterías, panaderías, en una pila de cosas. Y según dicen pidió un empréstito de 225 mil dólares. ¡Increíble!: y siendo un muerto de hambre el Estado se lo dio.
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–Ustedes podrán viajar toda Cuba y nunca verán lo que se vio acá –agrega exaltado un anciano que estuvo cerca, sin hablar, pero asintiendo a lo dicho por sus vecinos, y entrecerrando los ojos cuando hablaba yo, el forastero. –Aquí esto era la maravilla del siglo, ¡la maravilla del siglo! Y repitió aquello unas veces más. Como reverberación fue muriendo entre los dientes. La memoria, ya se sabe, tiene su acústica propia.
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Había un conductor de apellido Ruiz que vivía en la Logia vieja de Santa Cruz. Un día Hershey llegó demorado a la estación, montó tarde, y cuando Ruiz venía cobrando no sabía qué iba a hacer. ¡Cobrarle recargo al dueño!
–Pero el recargo era centavos –interrumpe G.
–El pasaje del tren valía 47 centavos –dice otro de los oyentes.
–Bueno, se lo cobró, y cuando llegó el pago mensual vino un por ciento de aumento –terminó Agustín. Apenas hablaba con la gente pero era un hombre justo.
–¿Tú ves que ahora queremos doscientos inspectores? –manotea un fulano–, pues Hershey tenía uno solo. Para comercio, carros de caña, el tren. Uno para todo.
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El grupo Hershey cedió ingenio, ferrovía y cañaverales a la Cuban-Atlantic Sugar Company en 1946. Once años después los revendieron al magnate Julio Lobo. En 2002 el Hersey dio su última cachada. Los precios del azúcar permanecieron por el piso varios años, se esfumaron los principales mercados internacionales, y la Tarea Álvaro Reynoso tuvo la tarea de desmantelar un central acostumbrado a los primeros puestos de producción cruda y refina.
La armazón metálica está desmontada a la mitad, como si el fuego de hoy no pudiera destruir de cuajo los pilares del ayer. Tres chimeneas dislocadoras de cervicales permanecen como monolitos, recuerdos del imperio.
Un zumbido eléctrico se esparce como si fuera un aviso desde el más allá. Algo, entre todo lo muerto, no ha muerto. Un cartel de madera, No smoking/no fumar en este lugar, recuerda que gringos y cubanos trabajamos juntos.
A un muro, con esos ojos vacíos que tienen todos los muros, le han pintado “nuestro principal objetivo”, y no se si por burla o miopía: justo detrás sobreviven las columnatas de acero, unas pocas tejas, las vigas destornilladas, relojes detenidos con la presión bien baja, perros que orinan paredes a medio romper, gorriones que hacen nido entre calderas sin fondo, escaleras sin escalones, metales apilados como si esperaran a alguien algun día.
¿Y los hombres? Se fueron al petróleo o a la fábrica de refrescos y licores que cercena el aire a unos kilómetros.
–Yo nací en el 36 –dice G.
–Y yo en el 39 –replica Agustín.
–Nosotros los viejos vemos esto ahora y sufrimos –dice otro fulano.
–Cuando había molienda el olor a miel llenaba las calles –suelta G al descuido.
–Lo primero que pasó por mis oídos fue el pitido del ingenio –comenta Agustín– Había uno para anunciar los turnos. No era para despertar a nadie, la gente acá se acostumbraba. A las 4 y a las 7 de la mañana era un solo pito, igual a las 3, a las 11, y a las 12. A las 2 y media, 10 y media, y 6 y media, se daban dos.
–Y si lo oías más veces –dice G–, mándate a correr: había fuego o un accidente.
Ahora es peor. El silencio, cada día, es un himno de fantasmas.
Para los que hoy intentan desde la historia recalcular los daños irreversibles de decisiones económicas tomadas sobre la industria azucarera y los destinos de millones de Cubanos que sus vidas giraban sobre el azúcar, aquella industria como sector económico base para un país agrícola pequeño como fue Cuba y fue reducido al mínimo histórico que hoy vemos, inclusive forzado a llegar a asociación económica con entidades privadas foráneas. les dejo un link de un escrito que me mandaron de lo que fue uno de los centrales azucareros más grande en la primera mitad del siglo pasado en la antigua provincia de Oriente, https://centralprestoncuba.wordpress.com.
Mi madre vivió muy ligada a lo que fuera el Ministerio del azúcar (MINAZ) yo trabaje hace muchos años y por un periodo corto en lo que fueran los talleres centrales de esa industria (TASIA) y los resultados de la llamada Tarea Álvaro Reinoso sin ninguna duda pesa muchísimo en la precaria situación económica que hoy vemos por toda Cuba.
Destruccion total,es mejor ni comentar,porque quien conocio ese central y ve en las ruinas que lo convirtieron,da ganas de llorar,verdad que lo que toca el comunismo,lo vuelve sal y agua,destruyen todo.
Segun entiendo hershey, el cabeza de la empresa, nunca estuvo en cuba. Alli se hacia la azucar para endulzar sus chocolates q se enviaban a las tropas en la 2da guerra mundial. El central era una belleza con su pueblo medieval q ofertaba todo lo necesario para vivir.su equipo de beisbol tenia un nivel increible y cerca de alli existia un balneario natural con manantiales y orquideas q era.utilizado como esparcimiento.
Su destruccion ha sido similar a la de otras importantes edificaciones a lo largo del pais.
Como nada tiene dueño, a nadie le duele.
Es preferible dejar q se rompan o dañen antes q darselo a alguien. Q nadie toque nada.
es cierto que existe desidia, pero buena parte de la ciudadanía cubana se ha acostumbrado a criticar y esperar a ver qué sucede, claro, es mejor “decir” y no “hacer”. Cuando se habla de estos pueblos y de la industria azucarera, de los tiempos de antaño y de los más recientes, se omite que incluso con un “desmantelamiento” de un central se le garantizó el salario íntegro a los trabajadores hasta que fueran reubicados en otros centros laborales…ahh pero es más fácil tapar el sol con un dedo. Me pregunto qué hubiera ocurrido al vender o desmantelar un central en la época que aquí se evoca. Es válida la crítica a la despreocupación, la chapucería y todo lo que se quiera, pero lo que no es válido es juzgar con el sentido del análisis limitado. Martí dijo: los agradecidos ven la luz, los desagradecidos solo ven las manchas. Y que conste que nunca hay que cerrar las puertas a la crítica constructiva…
Hermosa, conmovedora crónica. Enhorabuena a su autor.