«La autora de esta novela es una señora rusa, y creo que este manuscrito no tuvo el destino que merecía», puso la traductora de Nina Berberova en una nota que acompañaba al cuaderno que contenía La peste negra, y que llegó con suerte al editor de un sello francés en 1984. Hubert Nyssen terminaría editando la obra de Berberova a través de Actes Sud, la editorial que puso en el mercado toda la obra de ella que, ya entrada en años, disfrutaría de este merecido reconocimiento con mucha modestia y discreción, según he leído.
Nina Berberova fue una autora rusa, nacida en 1901 y fallecida en 1993, en Filadelfia. Al haber vivido el viejo mundo ruso que luego se convirtió en soviético, al ser capaz de avizorar las consecuencias de las nuevas olas que transformaban la forma de su país, decidió exiliarse en Francia, y recorrió varios países de Europa durante los convulsas primeras décadas del siglo XX, entre guerras y situaciones indeseables. Terminó viviendo en Estados Unidos hasta el fin de sus días, y conoció el viejo y el nuevo mundo, vivió en carne propia las transformaciones en Europa y en Norteamérica, se convirtió en la voz que dio el testimonio y la versión de los hechos desde el punto de vista aristocrático, pero también dio visibilidad a las problemáticas de los exiliados rusos en general. Dejó varias obras de arte literario que encontraron el reconocimiento en edad más avanzada de la autora, que conoció tanto la censura como la alabanza.
Nunca dejó de escribir en ruso, a pesar de que vivió exiliada en París, y pudo haber hecho como Agota Kristof, que asumió el francés al punto de hacerlo el idioma que usaba para escribir; sin embargo, Berberova no pudo zafarse de su cultura, e incluso cuando se mudó a Estados Unidos y se hizo profesora en la Universidad de Yale, siguió escribiendo en su idioma natal y retratando la temática del exilio, del cambio de sistemas y sus brutalidades, del desarraigo, las despedidas y la defensa de su cultura nacional más allá de los sistemas políticos que, como ella misma atestiguó durante sus 92 años de vida, tienden a cambiar.
En el último año de la Unión Soviética, Nina pudo volver a visitar Rusia, después de 67 años, y quedó impresionada por la pobreza moral e intelectual, por encima de las desastrosas cuestiones económicas de las cuales sí tenía idea.
Hoy quiero presentarles un ejemplo de la literatura que nos dejó Nina Berberova, la autora que con mucha lucidez y sobriedad contó las vicisitudes del exilio y los distintos rostros del desarraigo cultural.
Vamos a ello, porque como mismo digo que “Agota no me agota” (por Agota Kristof), admito que “Nina me fascina”:
Roquenval
Fue lo primero que leí de la autora, y este libro también contiene la maravillosa nouvelle El final de la biblioteca Turgéniev, que es, de todos los que me he leído de Berberova, mi favorito, y fue este el libro que inició mi fascinación con la autora.
Más allá de la estética preciosa de estas cuidadas ediciones que hizo Circe en los años noventa, he de añadir que los dos relatos aquí contenidos narran la vida del ruso desterrado en París, a principios del siglo XX, por oponerse a la Revolución Bolchevique, así como la irrupción de Hitler, el gran veneno político de la época. Estos temas son los que más han marcado la obra de Berberova, pues forman parte de sus vivencias personales.
En Roquenval —que da título a la colección—, me sentí muy identificado con el protagonista, pues es un joven que ve cómo las viejas costumbres van muriendo con el advenimiento de un nuevo siglo, la moral que también cede, la fortuna que adelgaza, así como la necesidad de huir de la familia cuando no comprende los nuevos giros del destino. Me encantó ese deseo de rompimiento total que tiene uno de los personajes femeninos y secundarios, que ya se siente desprendida de todo lo que huela a seguir con las costumbres. Creo que ahora mismo, un siglo después, estamos en las mismas, rompiendo con lo viejo: ley de vida, damas y caballeros.
Fue sin embargo el segundo relato a modo de crónica el que me dejó deseoso de seguir buscando más libros de Berberova, como ya les comenté: El final de la biblioteca Turgéniev, que narra con melancolía y profunda tristeza —así lo siento yo, pues la autora más bien lo narró con objetividad, datos, cierta desesperación e impotencia— cómo una dictadura, un fascismo, cuela un informante para destruir el legado de una importantísima colección de literatura rusa en París que buscaba preservar el legado de las letras rusas fuera de su tierra, en tiempos de extrema censura. Esto demuestra la brutalidad cruel que rige a las dictaduras, cómo la mediocridad vence con violencia al intelecto cuando quiere, cómo se puede destruir lo bello y lo culto en manos de la maldad y la ignorancia, algo que nos toca tan de cerca, pues todavía, repito: un siglo después, suceden estas atrocidades en el mundo.
Me sorprende y aterra la actualidad que pueden tener estos textos. Admiro la intención humanista que desprenden, la crítica social y su largo alcance dentro de la brevedad.
Las damas de San Petersburgo
Es un libro con dos relatos que tratan sobre mujeres que, como la misma autora, tuvieron que enfrentar el exilio, esta vez llevado a un nivel más íntimo, pues las protagonistas de estas dos historias son mujeres que tuvieron una posición económica decente antes de la revolución bolchevique, y de pronto se ven apocadas en la miseria imperante, en la envidia que no encontró sosiego ante la expansión de la pobreza como primera repartición social.
En el primer relato —que da título al libro— Bárbara Ivánovna y su hija Margarita buscan en un pequeño pueblo un poco de paz después de las revueltas en San Petersburgo, y se ven enfrentadas a la marginalidad y a las muertes que las rodean.
En el segundo, que se titula Zoia Andréievna, la protagonista se refugia en la pensión de las hermanas Kudeliánov, en Rostov, donde halla un rincón para protegerse de sus perseguidores y sufre las traiciones de la envidia al ser descubierta como persona pudiente antes de la revolución. Un reflejo del resentimiento de clases que explotó como una bomba en esos años.
«(…) Todo lo que las rodeaba estaba a la espera de un final, y por lo tanto también ellas se dispusieron a esperar».
En la tapa del libro dice lo siguiente:
«Escritos en 1927, cuando Berberova tenía veinticinco años, estos dos relatos de juventud destacan no sólo por su evidente valor literario sino también por narrar las peripecias de los que, a la larga, se convertirán en protagonistas del largo exilio que ha inspirado la obra de esta extraordinaria escritora. Tierna y cruel a la vez —y con una capacidad para la descripción de estados de ánimo fuera de lo común—, la pluma de Berberova logra dibujar una hermosa miniatura a través de la cual el lector intuye las dimensiones de un drama universal».
La resurrección de Mozart
Es otro libro con tres novelas breves que puede leerse en un día, y al final decir que se conoce la literatura de Nina Berberova, pues abarcan las temáticas esenciales de su trayectoria. Tras la publicación de este ejemplar la propia autora dijo estar convencida de que era lo mejor que había escrito. Es cierto que el lirismo medido y sin demasiados vuelos, la belleza de su prosa que busca siempre la palabra justa para no divagar, los símbolos utilizados y todo lo que queda bajo la parte visible del iceberg son rasgos que definen a su obra como magistral, y a día de hoy: clásica.
En La resurrección de Mozart, que da título a la colección, la autora cuenta cómo unos emigrantes huyen de los militares alemanes y encuentran refugio en una zona desde la cual, muy a pesar de ellos, atestiguan el declive de su mundo y el inicio de la muerte de la belleza que antes les rodeaba. Es una obra cargada de simbolismos y de una prosa limpia y elegante, a tono con la distancia y la categoría de las mismas cosas que critica.
Astachev en París es otro relato sobre el exilio ruso en Francia, y cuenta como un gran cínico se convierte en agente de seguros para rusos-“parisinos” y termina siendo una especie de aliado de la muerte en esa etapa de la posguerra. Una vez más se plantea el desarraigo cultural con el instinto de supervivencia y esa ácida crítica al contexto histórico mediada por el dolor, que en el subtexto nos habla de frustración social y resentimiento colectivo.
Con La caña rebelde, una cortísima novela de amor truncado por la guerra que en tiempos de paz tampoco encuentra sosiego, nos habla de cómo se transforman los sentimientos ante el indeseable fenómeno bélico, y lo hace desde la intimidad de estos seres, como ejemplos para el mundo y la posteridad.
La peste negra
Es otra colección de tres nouvelles cuyo título responde a la primera historia.
En La peste negra tenemos la historia de un hombre que intenta vender los pendientes de diamantes de su fallecida esposa, sin saber que uno de los diamantes tiene lo que se llama en joyería La peste negra, una mancha milenaria que impide la comercialización del producto, quedando así dificultada la venta de esa joya por completo, y de ese modo se encuentra en un dilema económico para poder pagar las deudas contraídas a raíz de la propia enfermedad de su mujer, y la compra del pasaje para irse de París a Estados Unidos. Esta mancha en el diamante es también un símbolo del amor marcado por la muerte, esa que siempre ha estado en la joya de la vida a través de los milenios, y que pudiera influir en el porvenir amoroso del protagonista cuando otra mujer aparece y es hora de seguir adelante ya una vez en Norteamérica:
«(…) Ponerme en marcha, adaptarme, tengo que inventar (…) mi propia vida (…) Y eso tiene que suceder muy pronto, enseguida, porque puedes convertirte en un vegetal sin darte cuenta». Es un relato sobre la superación y la necesidad de seguir adelante después de una experiencia traumática, pero también sobre la tristeza que opaca al espíritu cuando se es desterrado de la patria y del amor.
La capa, segundo relato del libro, cuenta en primera persona la historia de dos hermanas que pierden a la madre justo cuando inician los cambios en Rusia, esta especie de pérdida simbólica es parte del estilo de Berberova, que pone en circunstancias paralelas asuntos que no parecen guardar relación y a los que ella les encuentra nuevos significados para lograr su objetivo. Aquí la orfandad maternal pudiera entenderse como la partida de la antigua realidad social en la que felizmente vivían, a pesar de la enfermedad crónica de su madre: «Habíamos tenido un piso modesto pero cómodo (…) Habíamos tenido el buen nombre de la familia (…) Y de pronto todo aquello había desaparecido, todo el colorido y la luz…» luego añade detalles sobre la precariedad de la vida socialista: «(…) hacía colas, recogía las raciones que nos correspondían (…) En cada habitación de nuestro piso —cinco en total— vivía una familia diferente con su propia estufa y su colada y sus niños…»
El cuento habla de cómo el mundo de esas niñas se volvió proletario, hermético, rudo, precario y falto de tranquilidad. El personaje de la condesa venida a menos que es visita asidua, aporta el toque de melancolía por esa buena vida perdida que ellas por ser tan niñas y haber crecido en pleno proceso revolucionario no pudieron disfrutar. Todo cambiará aún más cuando la hermana mayor decida irse con un desconocido porque «(…)me di cuenta de que esto no es vida (…) La vida es algo absoluta, completamente distinto. No se parece en nada a esto».
Sin embargo terminan yéndose todos a París, dónde el destino les tiene preparados otros giros y otras emociones que se van tapando más y más con esa capa emocional que en el cuento se representa como la vieja capa elegante que siempre perteneció a la familia, y que se guarda como una reliquia de mejores etapas.
En el tercer y último relato, En memoria de Scheliemann, se nos presenta un cínico narrador-protagonista que intenta ser práctico en la vida a través de conceptos que, en verdad, rozan con lo amoral dentro de una sociedad civilizada, y a la vez, rozan con el sentido común, más de lo que a uno le gustaría admitir. Un hombre que está harto de la vida bajo el totalitarismo, que juega en su mente con el patentamiento de sus ideales, dígase; «Ser diferente no es un delito, no se entrometa. Limítese a procurar no ser diferente»; aunque su sueño verdadero es lograr ampliar el tiempo y el espacio, para que alcancen entre tantos deberes y tanta gente con acceso a todo. Este cínico nos permite entrar a su flujo de conciencia y divaga un poco para al final, darnos cuenta, de que a pesar de sonar un tanto disparatado en cuanto a sus pensamientos, posee una extraordinaria lucidez; la conciencia del imperativo paso del tiempo y el carácter transitorio de las cosas.
¡Qué lejos en tiempo y espacio y qué cercanos en el bajo fondo estamos! Por eso es que es tan importante leer a estos autores que antecedieron a nuestra realidad moderna, en sus obras están las respuestas a muchas de nuestras interrogantes, el relleno de muchos vacíos informativos y las posibles variantes con las que juega nuestro futuro, de ahí la vigencia que aún poseen estos textos en los que, estoy seguro, se encontrarán muchos lectores.
De Nina hay mucho más por leer, estos son solo algunos ejemplos, y aunque últimamente las personas que conozco me dicen que este tipo de lecturas les adelgaza la esperanza, siempre les digo que no, que estos libros siempre te dejan la sensación de que todo tiende a cambiar, a mejorar, que de los libros hay que quedarse con la luz.
Por esta semana me despido.
Pronto te doy otro, u otros “Librazos”.