Fábula, historia, relato, narración, cuento… Muchas han sido las formas de referirse a esa habilidad ancestral para contar sucesos, disponerlos de manera amena en función de cautivar al auditorio y conservar, de generación en generación, acontecimientos, hechos y momentos relevantes de la cultura de un pueblo.
El cuento es, en el ámbito de la literatura, una de las más antiguas estructuras retóricas. Breve, sencilla, dinámica: es la fórmula ideal para transmitir una idea, comunicar una enseñanza, promover la reflexión sobre un asunto, llamar la atención sobre un tipo social, y todo ello de manera enfática y concisa. De ahí que el cuento, como estructura, tenga variantes desde las más elegantes y perfeccionistas, hasta las más populares y descuidadas. Se cultiva el cuento en prestigiosos círculos literarios y es forma a la que recurre en muchas ocasiones la comunicación cotidiana, sea por escrito o de manera oral.
No es de extrañar, que en un entorno lingüísticamente tan creativo como el cubano, tanto el cuento como sus apropiaciones isleñas hayan influido en curiosas y muy particulares expresiones. En ellas encontramos desde la idea más tradicional y canónica del cuento, hasta usos que llevan el término a un nuevo horizonte de posibilidades semánticas.
Muy conocido entre nosotros gracias al ingenio creativo de Onelio Jorge Cardoso (conocido precisamente como El Cuentero mayor), es el personaje de Juan Candela el que simboliza como ningún otro entre nosotros ese sentido del “cuento” como invento, exageración, “tupe” o, como se dice ahora, “infladera”. Juan Candela ilustra perfectamente ese rasgo, que no es virtud que se alaba, sino que revela a quien tiene el vicio de fabular; es “un cuentero”, “un embaucador con título”.
Es importante prepararse para lidiar con esos cuenteros que nos pone por delante la vida. Una frase precisa y demoledora ayuda a lidiar con ellos ante la excusa que nos dan para no cumplir una tarea, o cuando no ofrecen una información clara sobre un asunto: “No me hagas más cuentos”. Quien la enuncia establece claramente que no quiere más rodeos y necesita una posición clara frente a determinada cuestión.
Y si se desea insistir en la capacidad de no ser burlado por cualquier historia, o de poner de relieve la sagacidad de quien escucha, se puede despachar al cuentero con un “a otro con ese cuento” o, mejor, “a mí no hay quien me haga un cuento”. Esta última es la validación de gran experiencia en un tema o asunto, en una profesión o en el desempeño de alguna actividad específica, o simplemente indicativa de sabiduría acumulada con los años.
Hay cuenteros, además, que no son muy diestros en la variación de los temas. Insisten una y otra vez en la misma razón: un dolor de cabeza, incapacidad congénita para el esfuerzo físico, falta de voluntad y de creatividad. De ese se dice que “viene siempre con el mismo cuento”.
A los cubanos, al parecer, no nos gustan los cuentos extensos. Si una historia carece de fundamento o lógica, si no se sostiene o si carece de credibilidad, la rematamos muy fácilmente: “ese cuento es más largo”. De la misma forma, sabemos corregirnos si en el relato de una historia o suceso perdemos el hilo de lo que resulta central y prioritario. Nosotros mismos “nos llamamos a capítulo” y regresamos rápidamente al “pollo del arroz con pollo”: “Bueno, para no hacerte largo el cuento…”.
Otra cuestión que interesa en las variantes del “cuento” isleño es la relación con su origen, que determina sobremanera la calidad de lo que se expone, sus niveles de veracidad. Al parecer, en algún momento de la historia quedó establecida una relación de dependencia entre la credibilidad del cuento y el lugar en el que se enuncia o expone, pues al menos entre nosotros, nadie cree en “cuentos de camino”.
Relatos “de oída”, transmitidos de caminante a caminante, dan pie a la fabulación, a la exageración, a la tergiversación, procedimiento que no nos resulta extraño si nos remitimos a las dinámicas de los entornos rurales de la isla. Tampoco parecen despertar mucha fiabilidad los relatos venidos del lejano Oriente, pues nada hay menos creíble para nosotros los cubanos que un “cuento chino”. La historia calificada de ese modo es artificio barato, poco elaborado, excusa inadmisible.
Algunos usos del cuento entre nosotros se han ido alejando progresivamente de la noción concreta de historia o relato para asociarse mejor a ideas más abstractas, y también a fórmulas expresivas en las que resulta difícil reconocer el sentido original del término.
Sucede, por ejemplo, con esa frase tan popular entre nosotros que es el “déjate de cuento”. Aunque puede ser usada en sentido literal, también puede emplearse casi como una interjección exclamativa que expresa sorpresa, admiración ante un hecho o situación admirables.
Algo similar ocurre con un régimen copulativo muy empleado en Cuba que tiene diversas variantes: “con el lío y el cuento”, “con el cuento y la cosa”, “con el cuento y la jarana”… Este régimen suele expresar la habilidad para embaucar, entretener o distraer de un propósito final: con el lío y el cuento, nunca vino / con el cuento y la jarana, se comió el último pedazo…
Muy socorrida como cierre de conversación en la que se quiere demostrar el conocimiento de un fin es la expresión “yo te voy a hacer un cuento” / “sigue prestándole dinero a gente extraña que yo te voy a hacer un cuento”. Lo curioso aquí es que, contrario a lo que afirma la frase, quien la proclama no va a hacer ningún cuento de hecho, sino que aspira a confirmar un final que ya prevé.
En otras ocasiones encontramos usos que tienen un matiz hiperbólico como el “que para qué te cuento”: “se formó un reguero que para qué te cuento”. Quien utiliza esa expresión no se cuestiona el hecho de no contar, sino que intenta expresar con ese silencio la magnitud que alcanzó un asunto o acontecimiento determinado.
A veces el cuento es sinónimo de interés muy marcado en algo o alguien: “con mis zapatos no quiero cuento” / “con mi mamá no quiero cuento”, etc. Acá, aquello con lo que no se quiere cuento, es objeto o cosa intocable, hasta cierto punto sagrada, por lo que se reclama un sentido irrestricto de inviolabilidad.
Muy simpáticas son también las expresiones en las que el acto de contar se ha integrado como eje motivacional para iniciar una conversación o simplemente para mantener la atención sobre el acto comunicativo, sin que necesariamente remitan a un sentido literal de aquello que parecen estar demandando. Un “¡cuenta, cuenta!”, no solo pide que se relate sino que sitúa el énfasis en la necesidad de saber, en el establecimiento de una situación comunicativa propicia para ese relato.
Más ambiguas y hasta paradójicas son otras dos expresiones: “cuéntame algo” y “¡no me cuentes!”. En el caso de “cuéntame algo”, puede tener un evidente sentido literal que demanda el relato de algún evento de interés o relevancia, pero también es usada entre nosotros como expresión de asombro que busca motivar al interlocutor para que opine o se pronuncie sobre aquello que escucha: “Le dije que me abriera la puerta y no me hizo caso. ‘¡Cuéntame algo!’”.
Más contrastivo es el efecto del “no me cuentes”, pues quien recurre a la frase no reniega del relato que escucha, sino todo lo contrario: demuestra interés particular en el asunto, con un matiz de incredulidad. Y para rematar, también es frase que puede ser usada sarcásticamente por quien carece de interés en un asunto específico.
Por último, y en un grado máximo de vaciamiento semántico, tenemos una fórmula que se ha convertido prácticamente en un saludo entre nosotros los cubanos: “¡¿qué se cuenta!?”.
De hecho, más que los signos de interrogación, parecen corresponderle los de exclamación. Ante esa frase no necesitamos contar nada, no se nos pide que hagamos una historia. Lo más usual es responder con alguna otra formulación amable y poco precisa: “ahí, tú sabes”, por ejemplo.
El cuento, como variante retórica, ha tenido éxito entre nosotros. Puede decirse que somos expertos cuenteros. Y, mal que bien, aprendemos desde pequeños a lidiar con todo tipo de cuentos. El único que parece no caerle bien a nadie es el cuento que no se hace o no se puede hacer. Si un Fulano o una Mengana, “no hizo el cuento”, pues mal le fue: se le acabó el relato, el discurso, la historia.
Regreso pronto con otro “cuento”.