Hace unas semanas pensaba en lo curiosos que resultan a veces los matices del periodismo. En un reportaje para la televisión se hablaba hace poco de “canasta básica” para referirse a lo que todo el mundo en Cuba llama “los mandados”. El giro sorprende por su poco ajuste a la realidad del habla en nuestro contexto. La idea de canasta, así de simple, remite a un objeto bonito, tejido, presto a ser llenado con múltiples y variados productos, diversos ellos, etiquetados, coloridos… No es el caso de “los mandados”, versión sata de la fina canasta, cuyo contenido es depositado en cualquier azaroso continente.
Pero no seamos tan exquisitos con la dimensión semántica. Pidamos por la palabra, por sonora y barriotera que es; por polisémica, vaya… Pidamos porque “mandado” en Cuba puede ser muchas cosas.
El término en sí es voluble en su significación, pues no solo remite a cuestión que ha sido ordenada y debe cumplirse, sino que puede responder igualmente al sentido de cosa que se envía, que ha sido encomendada. Hay en él, por lo tanto, noción de obligación y cumplimiento, pero también de velocidad, de desplazamiento. Entre nosotros, destaca también por aquellos sentidos que provienen de la sustantivación: “el mandado”, “los mandados”. Y que no siempre remiten a un único elemento.
Como sucede con casi todo en el español, las combinaciones de un elemento léxico pueden variar significativamente si se le relaciona con “ser” o con “estar”, formas verbales que aportan en nuestro idioma un aspecto gramatical diferente: el de condición invariable (“soy bonito”), o el de estado o circunstancia (“estoy bonito”). Decir de alguien que “es un mandado”, por ejemplo, suele significar que se trata de una persona obediente, sumisa, presta a cumplir el mandato o deseo de otra.
Pero también, y sobre todo en versión disminuida (un “mandaíto”), puede expresar que alguien es excesivamente resuelto, atrevido, impetuoso, etc: “él es mandaíto a correr”. Sin embargo, si utilizamos la forma “estar”, ambas formulaciones cambian de condición natural a situación específica: “ese niño está mandaíto” (se está comportando inadecuadamente, de forma incorrecta, irreverente, etc.), “si lo dijo es porque está mandado” (le ordenaron que lo dijera). Un caso singular es la combinación “mandao a matar”, que suele poner de relieve que algún asunto de dudosa legalidad o transparencia ha sido solucionado a través de la delación: “Lo cogieron robando anoche. Eso fue mandao a matar”.
Y aquí comienzan los enredos del español isleño, pues “estar mandado” no significa para nosotros solamente que venimos a cumplir el mandato de otro. La expresión es bien ambigua y depende absolutamente del contexto comunicacional en que se emita, la actitud del hablante, su gestualidad, su expresión extralingüística. De quien está enervado o molesto, o airado, se dice que “está mandao”. Pero también de quien se destaca en el cumplimiento de una tarea o deber: “ese pelotero está mandao, cada vez que viene da un jonrón”.
Lo curioso es que las combinaciones con “estar” también aportan otros sentidos como los de especial relevancia, grado superlativo de lo bueno: “esa película está mandá”, “esos zapatos están mandaos”. Hay aquí un notable acento en aquello que excede la norma, que destaca precisamente por sobrepasar los límites de lo normal. Suele manifestarse, por ejemplo, en la referencia a los precios excesivos: “la libra de limón está mandá”, “la carne de puerco está mandá”, “en esa tienda los precios están mandaos”.
Algo casi idéntico sucede con aquellas combinaciones en las que se destaca el desplazamiento, el movimiento, la velocidad: “ese carro va mandao” (se mueve a gran velocidad), “fulano salió mandao” (se fue muy rápido), etc. Sin embargo, hay ciertos sentidos del mandarse que resultan más metafóricos, de forma que no puede establecerse una correspondencia muy clara con la noción base de “mandar”.
Cuando decimos, por ejemplo, que una persona “se manda y se zumba”, esa acción de mandarse no se relaciona directamente ni con una orden ni con un envío. Solo muy azarosamente con la noción de desplazamiento, a la que aludí anteriormente. En este caso “mandarse” indica inicio de acción, transformación súbita de un estado. Algo similar ocurre en la muy popular frase “se mandó pa ‘jon’”. La expresión se ha tomado prestada del argot beisbolero. En el juego de béisbol, robar una base implica adelantar posición en el terreno, con el añadido de que robarse el home (‘jon’) significa arrojo y pericia (en tanto el pícher puede hacer llegar la bola fácilmente al cácher para ponerle out al corredor) pero también la posibilidad de anotar una carrera.
Tomando en cuenta este origen, “mandarse pa jon” es acto de temeridad, valentía, acción que hace destacar a quien la acomete. Quien “se manda pa jon” está resuelto, decidido; ha perdido el miedo a hacer algo, ningún obstáculo se interpone ante sus deseos o aspiraciones.
Mandarse también tiene entre los cubanos una connotación sexual. Es mucho más común escuchar asociaciones con el pene, algunas de ellas en formulaciones que pueden sonar hasta paradójicas. Es el caso de: “fulanito se manda mal”, donde lo malo consiste en un tamaño fuera de la norma por exceso. Para ambos sexos funciona la frase “se manda tremendo…” (o “tremenda”), añadiendo el órgano que se quiera destacar.
Sin embargo, es curioso que, en el proceso de sustantivación asociado a esta connotación sexual, el resultado solo haga referencia al órgano sexual masculino: “el mandao”. Este es uno de esos casos en los que los nuevos sentidos de una palabra comienzan a existir de forma independiente, sin que necesariamente haya correspondencia con aquello que le dio origen al término. El “mandao” designa hoy a cualquier tipo de pene, es un sustantivo genérico. No importa el tamaño, y a cualquiera que se nos pegue demasiado en una guagua, sea alto o bajito, más gordo o más flaco, más rubio o más prieto, le decimos: “mostro, me estás pegando el mandao”.
Y, por último, tenemos los sentidos más cercanos y entrañables entre nosotros. El “mandao” como envío, encargo, favor… En ese horizonte tenemos en primera instancia aquello que nos envían, la entrega que esperamos mensualmente y a la que nos referimos exclusivamente en plural: “los mandados”. Nuestra relación con ellos es casi sanguínea, natural, endémica.
Los mandados han vivido tiempos de bonanza y de crisis, a veces con unas libras de más o de menos, pero están en el ADN del cubano.
De igual forma, tiene una especial connotación entre nuestros compatriotas la acción de “hacer un mandado” (cumplir con un encargo o tarea). Incluso, puede escucharse una formulación más afectiva y en ocasiones efectista si quien debe cumplir con el encargo muestra resistencia, o se quiere convencer con lástima: “necesito que me hagas un mandadito”. En ambos casos siempre me ha llamado la atención el aprovechamiento del carácter no definido de aquello que se va a hacer cuando se hace un mandado.
Si uno, por ejemplo, no quiere dar razón de lo que hará, pues dice sencillamente “tengo que ir a hacer un mandado”. Si no puede justificar su presencia en un lugar pues diría: “estoy haciéndole un mandao a alguien”. Y si se quiere ocultar lo que se trae, el objeto del encargo o diligencia, pues se echa mano a la palabreja: “Socio, te traigo el mandao”.
Hay, pues, de todo en nuestros “mandados”: velocidad, orden, mandato, desplazamiento, exceso, desmesura, entrega, diligencia, embaraje.
Así de ricos son los caminos de la lengua y la “lengüística” cubana. Sabrá Dios con qué nos mandamos en la próxima entrega. Por hoy me mandan a poner el punto final.