En cualquier rincón que miremos en el amplio mapa del español, nos sorprenderá la variedad de sus matices y peculiaridades locales. Hoy llegamos hasta uno de los destinos localizados más al sur de la cartografía lingüística que tiene su origen en la lengua de Castilla: Argentina.
Como sucede en la mayoría de los territorios a los cuales llegó el español en la expansión imperial que tuvo lugar desde inicios del siglo XVI, el arribo del conquistador encontró un panorama más o menos sólido en términos de culturas y lenguas en las tierras del Nuevo Mundo. En el caso argentino, hablamos de una vasta región cuyas dinámicas de poblamiento y desarrollo sociocultural habían comenzado más de 10 mil años antes de la llegada de los europeos a América.
El arribo, por tanto, del navegante español Juan Díaz de Solís en 1516, marcó el inicio de una compleja historia de encuentros, roces y negociaciones entre la lengua ibérica y las de los pueblos originarios que fue encontrando. El quechua, el guaraní o el mapudungun fueron solo algunos de los resortes nativos de resistencia lingüística que conectaban con otros conglomerados sociales de importancia en América.
No es hasta bien avanzado el siglo XVIII que esta región suramericana se consolida en el mapa imperial español, especialmente a partir de 1776 con la creación del Virreinato del Río de la Plata. No obstante, ya para 1810 se inicia con la llamada Revolución de Mayo el proceso independentista que culmina en 1816 con la declaración de independencia en el Congreso de Tucumán.
Tras varias décadas de conflictos internos, finalmente en 1862 se concreta la unificación de la República Argentina bajo el mando de Bartolomé Mitre, siendo declarada unos años más tarde Buenos Aires como ciudad capital (1880).
De este panorama histórico se desprenden algunas cuestiones importantes para comprender la diversidad de lo que llamamos “el español de Argentina”. En primer lugar, una dinámica de colonización centrada en el control del territorio y la imposición de una norma cultural y lingüística que enfrentó al colonizador español y a los habitantes originarios. De ahí que el español se entronizara como lengua dominante, aun cuando recibiera aportes puntuales de las lenguas dominadas.
En segunda instancia, la dinámica colonial hispana propició tanto el establecimiento de élites criollas descendientes de españoles, como la diversidad de patrones migratorios, antes y después de la independencia: europeos que arribaron en oleadas sucesivas hasta bien avanzado el siglo XX, africanos esclavizados, migrantes asiáticos y del Medio Oriente, migrantes del propio continente americano. Todo ello ha propiciado que la lengua española en Argentina posea características distintivas que la singularizan en el horizonte del español global.
La centralidad cultural y política de Buenos Aires determinó que la llamada “variante rioplatense” se impusiera como norma estandarizada para el resto del país, una norma que durante el siglo XIX recibió una fuerte influencia del italiano, del lunfardo (jerga regional que fue muy popularizada a través del tango) y del francés. Esto determinó algunos de sus rasgos diferenciadores, como la persistencia del voseo (utilización del “vos” como segunda persona del singular), o la peculiar pronunciación de determinados sonidos. La cercanía con Brasil ha motivado la expansión del portugués como lengua, además de la popularidad del inglés, que ha posicionado al país como el mejor calificado en el dominio de esa lengua en el ámbito iberoamericano.
A eso habría que sumar que el guaraní y el quechua tienen más de un millón de hablantes, concentrados básicamente en la región nordeste; además de la presencia de comunidades que hablan otras lenguas originarias como el aimara, el mocoví, el pilagá, el wichí y el qom.
El amplio territorio que domina la cordillera andina ha propiciado la pervivencia del mapudungun, la lengua del pueblo mapuche. Y, por último, muchas comunidades migrantes conservan sus prácticas lingüísticas, entre las que se incluye una veintena de lenguas extranjeras, incluidas variantes locales como el Y Wladfa o galés patagónico, lengua de la colonia galesa del Chubut.
Por lo tanto, no es extraño que el español de Argentina nos presente un horizonte de palabras bien variado en el que podemos encontrar rastros lo mismo del español peninsular (“barranca”), que del andaluz (“empeñoso”), de las lenguas originarias (“ananá”, “mandioca”, “choclo”, “mate”, “pampa”, “poroto”), de las africanas (“banana”, “mucama”, “macumba”), de las europeas (“ballet”, “bagaje”, “chantaje”, “fútbol”, “sándwich”, “pizza”, “salame”), o del peculiar lunfardo (“fecha”, “morfar”, “rechiflao”, “cana”, “fiaca”, “mina”).
Palabras como “pibe” (muchacho, niño), “laburo” (trabajo), “bondi” (autobús), o “boludo” (tonto, ingenuo, molesto, según el contexto), hablan de un registro muy diverso y a la vez auténtico, que también ha desarrollado una fraseología plagada de saberes y picardía: “tirar fruta” (hablar de algo como si se supiera mucho del asunto), “va como piña” (combinar muy bien dos cosas), “hacer algo porque pintó” (darse la oportunidad, la ocasión), “le faltan caramelos en el tarro” (tonto, ignorante), entre otras muchas.
Además del “voseo”, que implica una alteración gramatical de la conjugación de segunda persona del singular (vos cantás, comés, vivís; y en imperativo: cantá, comé, viví), es también muy característico de esta variante del español el yeísmo con rehilamiento, es decir, una tendencia a no distinguir los sonidos “y” y “ll” pero con una pronunciación más tensa, similar al sonido “sh” del inglés.
En Argentina también existe el “seseo”, pronunciación indiferenciada de “s”, “z” y “c”, como suele ocurrir en casi todo el continente americano; se suele utilizar el morfema “re” para énfasis superlativo (“ella es rebuena”, “eres resimpático”); o la pronunciación tónica de pronombres átonos enclíticos (“representándolá”).
Pero más allá de palabras o fenómenos de la pronunciación, la historia y la evolución de la lengua fijan determinados centros, alrededor de los cuales orbita el universo emocional de un pueblo. Y en el caso de Argentina ese centro se dibuja en un término muy versátil: “che”. El che argentino, que alcanzó dimensiones globales con la figura de Ernesto Guevara, puede ser usado como interjección (“¡Ché! ¿Y esto qué es?”) o como vocativo (“Prestámelo, che”), indistintamente.
Sin una etimología u origen definido, el che, como sucede también con el famoso gaucho llanero, se mueve a través de la historia de lenguas que ya estaban allí y otras que llegaron desde fuera. Contempla el devenir de un pueblo que, por encima de conflictos y desencuentros, se reúne en sus lenguas para contar y celebrar la vida.
El español de Argentina, girando alrededor de ese “che” cuya génesis resulta difusa, es también una invitación para asomarse a otras culturas y lenguas que contribuyeron a darle su forma actual.