Siguiendo la estela de esos usos de la lengua que suelen ser valorados negativamente, o al menos como rasgos que caracterizan a hablantes no cultos, se encuentra uno maravillas: historias que hablan de las complejidades que van conformando las múltiples caras de un idioma común. Por estos días me asaltó la duda del origen del término “pirarse”, en el sentido de irse, abandonar un lugar, marcharse. La historia es maravillosa, y nada tiene que ver con el fuego de una pira.
Resulta que a inicios del siglo XV se produjo una ola migratoria de la etnia romaní, un pueblo que desde el siglo X había emigrado desde la zona fronteriza entre Pakistán y la India para asentarse en los Balcanes. A causa de los conflictos entre bizantinos y pueblos tártaros y turcos, los romaníes comenzaron a desplazarse a diferentes puntos de Europa, llegando hasta la península ibérica. Este pueblo, erróneamente asociado a migrantes egipcios, fue llamado “egiptano”, de donde se cree derivó a la denominación contemporánea de “gitanos”.
Este grupo tenía costumbres nómadas que, si bien les ganaron el asombro y la admiración de quienes los recibían, a partir del siglo XVI resultaron condenables a medida que los estados europeos consolidaban su unidad en torno a una lengua común, tradiciones y centralismos étnicos. La lengua romaní, cuyos orígenes se remiten a la raíz indostaní y llegan hasta el sánscrito, se adaptó a los diferentes idiomas que encontró en su larga peregrinación, generando diversas variantes dialectales. En España, por ejemplo, se documentan al menos cuatro variantes, entre ellas el caló o romaní ibérico, resultante de la mezcla con el castellano, idioma al que aportó algunos elementos del léxico.
Sin embargo, la iglesia católica, principal defensora de la estandarización lingüística como base de la unidad religiosa, persiguió y condenó el uso del caló, tanto en España como en los territorios coloniales. Este rechazo institucional, unido al hecho de que la romaní es una cultura ágrafa, transformaron su uso en una práctica reducida a comunidades muy pequeñas e incluso con carácter secreto, al mismo tiempo que caracterizaron a sus hablantes como personas de baja condición, estigma que aún padecen las comunidades gitanas presentes en muchos países europeos.
Existen evidencias de que en el tercer viaje de Colón a las Américas se embarcaron al menos cuatro gitanos. Igualmente, que Inglaterra y Escocia enviaron partidas de gitanos a sus colonias en el sur de los Estados Unidos, o que países como Portugal solían deportarlos al Nuevo Mundo. No es de extrañar entonces que los aportes del caló al español de las colonias estuviera marcado negativamente y que se asociara a las clases más populares.
Además de “pirarse”, otros aportes del caló al español han sido los términos “jamar” (comer) y “curdar” (ingerir bebidas alcohólicas), así como su correspondiente sustantivo “curda”, las tres ampliamente usadas en Cuba. Lo curioso es que hoy el caló es una lengua en desuso en España. No está reconocida como variante regional en ninguno de los territorios ibéricos y, por lo tanto, carece de políticas de protección y conservación. Ello resulta realmente contrastante frente al hecho de que el pueblo romaní es quizás una de las comunidades transnacionales más interesantes de la época moderna. Su carácter nómada, el vínculo histórico que establece entre Oriente y Occidente, así como su supervivencia a pesar de su peculiar sistema de organización social y cultural, le confieren un estatus de gran relevancia.
Muchas veces no somos conscientes del extraño camino que desandan las palabras y, aunque algunos condenen ciertos usos y expresiones de la lengua cotidiana, ello no implica un demérito para esos nichos de la cultura popular donde sobreviven historias como estas. La lengua es, quizás, el mejor ejemplo de un ejercicio de construcción y reconocimiento colectivo en el que cada elemento, por pequeño que sea, da forma a la imagen compleja de lo que somos como pueblo. A partir de hoy, “pirarse”, “jamar” y “curdar” son para mí palabras hermosas, el recuerdo de unos nómadas que atravesaron valles y montañas, se sobrepusieron a estereotipos y banalizaciones para habitar el tiempo inefable de la lengua.