Una señal clara de identidad lingüística radica en la forma en que acomodamos ciertos usos de la lengua a nuestra cotidianidad. Incluso cuando compartimos una lengua hablada por millones de seres humanos, la manera en que la usamos para comunicarnos suele ser condicionada por indicadores sociales, culturales o económicos específicos.
Hace unos días me detuve a hacer un inventario de algunas frases cubanas que parecen preguntar algo pero que no necesariamente demandan una respuesta del interlocutor; o simplemente no implican que haya que responder con apego a los niveles de “gramaticalidad” de lo que se inquiere. Basta poner como ejemplo la más clásica de esas preguntas, la cubanísima “¿Qué bolá?”.
“¿Qué bolá?” es para los cubanos una simple fórmula de saludo, aunque esté enunciada como pregunta. Quien así nos saluda no espera que respondamos a tal cuestión (aunque podríamos). Bastaría devolver el saludo con un “Ahí” o, cosa también muy cubana, con la misma pregunta. Algo similar ocurre con otras variantes de este saludo, también muy empleadas en la comunicación diaria, como el “¿Qué vuelta?” o el “¿Qué se cuenta?”.
“¿Qué vuelta?” no pregunta por vuelta alguna; no implica que sepamos sobre giros o movimientos circulares. La vuelta es la de la vida, el diario movimiento de las cosas y la gente o, como dicen algunos por la calle: el “desenvolvimiento”. Tampoco el “¿Qué se cuenta?” nos obliga a narrar un suceso particular, una historia. Si nos sintiéramos conminados a hacerlo, quizás estaría bien alguna referencia al ambiente cercano, un resumen muy conciso de sucesos o eventos que nos afectan; pero incluso eso puede asombrar a nuestro interlocutor, quien tal vez solo espere una cortesía del tipo: “nah, en la luchita”.
Sorprendentemente, hemos importado en nuestro vocabulario frases de otros idiomas para dar un aire más cosmopolita al español cubano. Es el caso de la palabra “filduin”. Al parecer es una adaptación de la expresión en inglés “I don´t feel like doing it” que en variante coloquial se vuelve “I don´t feel doing it”. En ese caso, “feel doing” parece haberse transformado en nuestro “filduin”.
Sin embargo, la transformación fonética no explica cómo el sentido original de no sentirse en disposición o no querer hacer algo terminó convertido aquí en no entender o no comprender. Si alguien no entiende las razones o los motivos de una acción, pues allá vamos: “Compadre, ¿tú no filduin?”. De igual forma, si explicamos detalladamente a alguien un proceder o un comportamiento a seguir en determinada situación, para cerrar y comprobar que ha sido captado nuestro argumento, decimos “¿Filduin?”. Y esa pregunta, una vez más, es meramente retórica.
En Cuba son muy usuales también aquellas preguntas que intentan mantener situada la conversación, evitando distracciones o desvíos del oyente. Podemos encontrarlas tanto en intercambios directos entre personas como en llamadas telefónicas, e incluso en mensajes de texto. Uno de esos clásicos es el “¿Sabes?”, que también podemos escuchar como “¿Tú sabes?”. Este resulta muy interesante porque presupone un acompañamiento del otro al que se interpela en ese “saber” algo. De ahí que muchas veces resulte gracioso estar ajenos a ese saber.
Ello, por ejemplo, ha hecho muy popular el chiste con cierto género musical en el que los cantantes utilizan el “¿sabes?” como mera fórmula de conexión estrófica. También podemos encontrar esta variante en formulaciones un poco más extensas, las que suele introducir una suerte de motivación: “Le pedí que hiciera silencio, ¿y tú sabes lo que me ha dicho esa chiquita?”. Tras una pregunta de ese tipo no se espera una respuesta del interlocutor, sino que el hablante se responda a sí mismo.
Muy cercana a esta expresión tenemos al “¿Me entiendes?”, que también es posible escuchar como “No sé si me entiendes” o “¿Tú me entiendes?”. Da igual si entendemos o no lo que se nos está diciendo o contando, quien así se expresa solo demanda que nos solidaricemos con su punto de vista, con una forma de actuar ante determinada circunstancia, con una lógica o forma de ver el mundo.
Recuerdo en mis años de preuniversitario a ciertos profesores que explicaban materias complejas y cerraban siempre la argumentación con un “¿Se entiende?”. Nadie entendía, pero todo el mundo asentía. Un cónyuge que explica a su pareja por qué no puede salir con sus amigos/amigas y las consecuencias que traería a la relación no seguir su pedido tras un “No sé si tú me entiendes”. O una madre ofreciendo sólidos argumentos a la hija adolescente para no salir el sábado en la noche: “¿Tú no entiendes que la calle está mala?”.
El lenguaje restrictivo de los padres siempre hace maravillas. De mi infancia y adolescencia siempre recuerdo aquellas preguntas de mi padre que no llevaban respuesta alguna, sino un clásico mutis: “¿Me sigues?”, “¿Me copiaste?”.
También las que desautorizaban cualquier conocimiento o versión del mundo no legitimada por el cónclave hogareño: “¿Quién te dijo eso a ti?”. Pero de todas ellas siempre guardé un especial cariño por aquella que hacía resaltar en mis progenitores su amor por la poliglotía, el alarde de plurilingüismo que tan buen camino me señaló en la vida. Escoba en mano o armada con una chancleta, mi madre nos arrinconaba y toda orgullosa soltaba: “¿en qué idioma les tengo que decir que eso no lo pueden hacer más?”.
Hoy nos encontramos con nuevas expresiones que van tomando vuelo entre los hablantes isleños. Entre ellas siento una especial predilección por el “¿y entonces?”. Es como una invitación a plantearse retos, a quitarse la pereza y asumir nuevas aventuras. Esa persona a la que invitamos al malecón y nos propone el siguiente paso con una mirada pícara; el funcionario que lleva la gestión a un punto muerto; el amigo que llega sin propósito a la casa el fin de semana… En esas y muchas otras situaciones, florece el “¿y entonces?”.
No es de extrañar que, en esos azarosos giros del habla popular, que van desandando años y décadas entre nosotros, se mezclen sin jerarquías resonancias bíblicas y hasta el más auténtico aguaje de barrio. ¿Quién no ha escuchado por ahí, caminando una mañana cualquiera, ese saludo tan popular entre los aseres del barrio; esa sentencia perfecta en la que se juntan el amor, la solidaridad y la historia toda de la filosofía? ¿Quién no ha escuchado nuestra versión isleña de la pregunta más importante, la que se interesa por el Yo y por la Existencia misma y su sentido?: “¿Somo o no somo?”. Pero esa sí lleva respuesta inmediata: “somo”.