Cuando realicé la foto de José Martí ya contaba con 17 años, era el año 1957, y ya tenía cierta experiencia con la cámara. Ya había realizado varios reportajes, portadas en Carteles y Bohemia, ilustraciones para cuento y otras cosas.
Los trabajos de colaboración no eran fáciles. La revista contaba con su propio staff y había que hacer cosas interesantes para que se publicaran. Por eso salíamos a patrullar La Habana y tomábamos fotos hasta que se nos ocurría alguna idea de reportaje
Ese día, después de andar media Habana y de subirnos a cuanto edificio se construía: El Retiro Radial, el Foxa, y par de rascacielos que no recuerdo ahora, llegamos al Monumento a Martí que se estaba construyendo en la Plaza Cívica.
Ya teníamos la idea del reportaje. Se iba a llamar ¡¿Muere la Materia?! Y pensábamos que quizás ahí podríamos hacer algo. Subí por el ascensor hasta el mirador y no me gustó nada de lo que vi, era muy plano todo. Entonces miré hacia abajo y fue peor, todo muy aplastado. De todas formas, tomé par de fotos y bajé.
Al salir del ascensor estaba Pepe, en la puerta y sin decirme nada me tomó por el brazo, me llevó para un lado y dijo: ¡Mira eso! Realmente impresionante aquella cabeza de más de dos metros, cercenada, con dos trapos negros en los ojos; y, lo peor para mí, que estaba frente a ella, fueron los dos tremendísimos palos 4×4 que parecía que empujaba con los ojos. Me corrí un poco hacia el lado y empecé a enfocar.
La cámara era una Rolleyflex con un lente tesar 3,5 que le había comprado a Guilermo Cabrera Infante en 40 pesos y que tendría que esperar dos o tres colaboraciones mías para poder pagar. No tenía telemetro, había que enfocar a ojo y disparar rápido. Además, temía que alguien me viera. Apreté el obturador y sonó el clic. Ya había garantizado la primera, algo le habría cortado, pero ya estaba hecha. Ahora iba a tratar de hacerla mejor.
Le di la vuelta a la manigueta para tomar la segunda y es increíble la cantidad de cosas que pueden pasar por tu mente en una fracción de segundo. En el momento de apretar el obturador sentí una voz muy sonora que dijo: “¿Qué hace?” Martí estaba reflejado en el cristal de la Cámara y como para enfocar mirabas hacia abajo, pues la cámara está a la altura de la cintura, no puedes apartar la vista de allí. Ya apretaba el obturador cuando me llegó la voz de nuevo, con más potencia y claridad: “¿Por qué hace eso?”, y me vino a la mente lo que me había pasado la noche anterior en el Barrio de la Victoria.
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La Victoria era un barrio de prostitutas, que estaba situado a dos cuadras de la revista Carteles. Comprendía, aparentemente, una sola cuadra de la calle Pajarito. No era así. Pues alrededor de ella había algunas casas más como la que estaba detrás de nuestra revista.
Frente a la entrada de Carteles, en la calle Peñalver, estaba La Cuevita de Luis, donde se tomaban sus tragos y almorzaban los trabajadores. Cerraba a las 9 de la noche. Al lado y al final de la cuadra, el Bar Pastora y frente, La Casa de Otto, el prostíbulo que me ha visto crecer desde que tenía 12 años.
Muchas veces, como esa noche, iba a La Cuevita y después marchaba a casa. Ese día mi hermano me fue a buscar para tomar unas cervezas y después pasar a La Casa de Otto, donde fastidiábamos a las muchachas. Como Luis cerraba temprano nos sentamos en el Pastora. Allí estaba un muchacho que venía de vez en cuando. Hablamos algunas veces y teníamos cierta amistad. Se lo presenté a mi hermano y nos pusimos a conversar. Al poco rato nos dijo que necesita ir a El Vedado, pero que no le gustaba mucho andar solo, que era para llevar un recado.
Así fue como llegamos a la calle 25. Se bajó del carro. En menos de diez minutos regresamos al bar Pastora. No hicimos nada más que doblar Infanta para Peñalver cuando un carro nos empujó por atrás y otro, que no sé de dónde salió, nos cerró delante. Con la misma salieron como cuatro o cinco hombres con ametralladoras en las manos y nos obligaron a acostarnos en el suelo. Todo esto acompañado de una gritería que no tenía fin.
Primera y única vez que me ponen un zapato en la cara que no me deja mover. La gritería era mayor y no podía saber qué pasaba con mi hermano, ni con el muchacho. Parece que quien me puso el pie en la cabeza quiso intervenir en la gritería, pues me quitó el pie y decía que le salía de los cojones y que lo mejor era que estuviesen muertos. Levanté un poco la cabeza y vi a Otto y a dos mulatos, uno chiquito y el otro más grande, enfrentados a todos los hombres armados.
Cuando empecé a entender, ya habían decidido irse y nos dejaron en paz. Como pasa siempre en Cuba no tienes que preguntar nada. Ya Otto gritaba: “¡Me tiene que matar antes que les pongan un dedo a ellos! Pagó mucho y este es mi barrio, y estos muchachos, sobre todo a uno, los conozco de chico y son decentes”. Los otros dos mulatos que reconocí enseguida eran los que vendían la mariguana en el barrio, Gritaban: “¡Muchacho!, cuando les dije que El Chino, el delegado del capitán de la estación, venía por ahí y que no quería problemas en su barrio y menos con gente de aquí, se fueron echando”.
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Todo eso me vino a la memoria en el segundo de apretar el obturador. Pensé en todo eso y me salió la respuesta sin pensar en nada: “¡Hago la foto para que se vea el trabajo que se toman cuidándola!” Dicho en el momento en que sonaba el clic de la cámara.
Quité la vista del visor y miré al que había hablado, venía para mí, asintiendo y con una sonrisa en los labios. Gracias a Dios.
Siempre pensé que el motivo del asalto a nosotros, aquella noche, fue porque trabajábamos en Carteles. Como en la revista hacíamos el periódico Revolución y lo distribuíamos bastante, incluso a Jorge Lezcano, que trabajaba en Carteles, ya lo habían detenido y tuvimos que sacarle cuanto panfleto y documento había en sus taquillas, por eso no le habían encontrado nada, y a Calos Franqui, que no recuerdo si estaba detenido todavía o ya estaba en la Sierra. Pero realmente no se metían con nosotros y por supuesto tratábamos de no hacer nada en el barrio.
Pero, tiempo después del triunfo de la Revolución, sin querer, me enteré de la real causa de aquellos hechos esa amarga noche.
En 1962, las cosas estaban escaseando y se hacía bastante difícil conseguir piezas de auto. Sonia, mi novia, tenía un carrito inglés que estaba parado. Una tarde hablaba del problema con un compañero y se acercó un muchacho al cual le estaba enseñando fotografía y me dijo: “Eso es porque quieres, porque tienes un amigo que es jefe de todo eso. Fíjate que hace unos días fui a tomar unas fotos en Humboldt, donde mataron a los estudiantes y él estaba hablando en el acto. Cuando terminó, me preguntó por ti, y me dijo que eras un falso porque nunca lo has ido a ver. Creo que se llama Rene Narbona y es el que estuvo contigo cuando el problema en el bar Pastora”.
Lo fui a ver. En efecto estaba allí en 23, en la Rampa, de Jefe de una cosa automotriz. Nos vimos y ahí fue que me enteré, en ese momento, que pertenecía a la dirección del Directorio Revolucionario 13 de Marzo y que era seguro que aquella noche al que estaban buscando era a él.
Ernesto Fernández es un tesoro de nuestra Cultura.
Si sus fotografías son su mayor legado, sus textos iluminan la época y el contexto en que las tomó.
Gracias a Oncuba News por publicarlo.
Geacias Maestro por compartirlo.
Un abrazo.