Javier, dice, está cansado. Cansado de una situación que parece interminable, que a cuatro meses de su inicio no tiene un cierre claro en el horizonte. Aunque su evolución en Cuba ha sido hasta hoy favorable, el coronavirus se resiste a marcharse de la Isla. Cuando la enfermedad parece finalmente controlada, a punto de recibir la estocada definitiva, emergen nuevos focos de transmisión, muchos de ellos por irresponsabilidades y excesos de confianza, y el contador de nuevos casos, que llegó a bajar a cero, ha vuelto a dar marcha atrás.
A estas alturas, comenta, cierre de julio, imaginaba que todo sería diferente. Pensaba pasar los días con sus amigos, en fiestas, en la playa, en salidas nocturnas; tener alguna aventura romántica, visitar a su familia fuera de La Habana. En cambio, sus ilusiones se han desmoronado como un castillo de naipes, y aunque sí ha compartido con algunas amistades y se ha dado su chapuzón en el mar, no ha podido ir a bares ni grandes festejos en las noches, tampoco hacer mucho deporte al aire libre, y mucho menos salir de la capital.
La COVID-19 ha dejado poco margen al entretenimiento, a la diversión, al menos en La Habana, donde el goteo constante de casos ha impedido que la provincia pase a la fase dos de la desescalada. Por ello, entre serie y película del “paquete”, entre una cola que no puede esquivar “para ayudar en la casa” y alguna visita a sus primos “ahora que las guaguas ya están funcionando”, Javier, “para desconectar”, se va a caminar por la ciudad cuando el sol no castiga con demasiada fuerza, a sentarse ―solo o con varios amigos― en algún parque, a dejar pasar el tiempo sobre un banco, a mirar el paso fatigoso o despreocupado de las personas, a conectarse a internet sin que lo interrumpan cada cinco minutos, a olvidarse por un rato del coronavirus.
Como él, muchos habaneros han vuelto a los parques y plazas de la urbe, en Centro Habana y el Vedado, en Miramar y Diez de Octubre, en Regla y Marianao. Lo han hecho en los pequeños parques barriales, de donde, en realidad, apenas si se fueron, y también en los grandes espacios públicos, bulliciosos y concurridos antes de la pandemia, y mayormente silentes en los últimos meses, aun cuando no faltara quien, a riesgo de ser reprendido ―y hasta multado por la policía― se atreviera a descansar encima del granito o los listones de madera de sus imperturbables asientos.
Los parques son vida, animación, pero sin personas resultan apenas una sombra, un lugar apagado y sin sentido, un accidente. Claro que no todos son iguales ni cumplen siempre la misma función, y a ella, la suya, han ido retornando poco a poco, dentro de los límites que impone la pandemia y dictan las autoridades. Y a veces, también fuera de ellos.
Así, para no pocos habaneros, parques como el de la Fraternidad han vuelto a ser un sitio para reponer fuerzas, para descansar a mitad de camino, para aliviar los pies bajo el fresco de sus árboles y también aglomerarse en sus paradas de ómnibus. Otros, como el Parque Central, vuelven a ser punto de encuentro, de charla, de confluencia en lugares únicos, entrañables, de la ciudad; mientras otros, como la Plaza del Cristo o el Mariana Grajales, frente al conocido preuniversitario del Vedado, convidan por igual a vecinos y transeúntes, a jóvenes como Javier y a personas de mayor edad.
En varios, las zonas wifi han vuelto a activarse, a reunir a internautas que prefieren conectarse en sitios abiertos, ventilados naturalmente, y, a la vez, ahorrar sus datos móviles y aliviar sus bolsillos; en tanto otros, más pequeños, acogedores, íntimos, como algunos dispersos por la Habana Vieja, invitan al reposo, a la tranquilidad, a la meditación, ahora que el trasiego de turistas, habitual hasta meses atrás, se mantiene en stand by por la pandemia.
Y hay parques monumentales, con sus grandes estatuas sobre pedestales pétreos, salpicados de niños que juegan, familias que pasean y novios que se besan, aun cuando las sombras sigan siendo en ellos una deuda pendiente. Y hay otros, como el de El Quijote, a los que han regresado los vendedores con sus quioscos y sombrillas; y otros, florecidos con las últimas lluvias, que recuerdan jardines (o malezas); y otros, fotogénicos, con esculturas de bronce de un prócer o un artista que esperan a futuros retratados. Y hay otros, y otros, y otros.
Si Holguín tiene bien ganado el epíteto de “ciudad cubana de los parques”, La Habana, cosmopolita, prefiere como blasón su magnificente capitolio, su icónico y visitado malecón, su populosa avenida 23, con la Rampa, el cine Yara y el Coppelia. Pero muy cerca de estos, o lejos en otros casos, pero tan habaneros como aquellos, esperan los parques: pacientes, agradecidos, más o menos cuidados y queridos, pero siempre ahí, bajo sol, lluvia y sereno; felices de que a poco las personas, Javier, sus amigos, los visitantes habituales y los caminantes de paso, vayan regresando a sus bancos y senderos, a su frescor y calidez; esperanzados de que más tarde o más temprano la pesadilla del coronavirus pase y todo, también para ellos, vuelva a ser como antes.
buen artículo, gracias