El Carnaval de Oruro, en Bolivia, está entre los más famosos del mundo. Aunque menos publicitado, me atrevería a decir que casi a la altura de los de Río de Janeiro o Venecia. Y, seamos realistas queridos compatriotas, muy por encima de nuestro deprimido y deprimente carnaval habanero.
Hace unos años tuve la inmensa suerte de poder conocer y retratar el más famoso de los carnavales bolivianos. Gracias a un amigo que me prestó su casa en La Paz, a otro que me garantizó la “movilidad” para viajar a Oruro y a muchos que sin conocerme me acogieron como a un hermano, pude disfrutar inmensamente los días que pasé por allá arriba.
Oruro, ubicado al sur del país, se encuentra a una altura de 3.706 metros sobre el nivel del mar, por lo que su carnaval, declarado por la UNESCO Obra Maestra del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad en el año 2001, se encuentra entre los que se celebran más cerca del sol. Cada año unas 400.000 personas provenientes de todo el planeta invaden este pequeño pueblo boliviano para disfrutar del carnaval, muchas no tienen más remedio que dormir donde los coja la noche o seguir la borrachera hasta el día siguiente, exponiéndose a los robos de los que, invariablemente y sin prueba alguna, los lugareños culpan a peruanos y paraguayos.
Desde que llegué a Oruro, pueblo que una amiga boliviana califica como “de primera”, por ser tan pequeño que, si manejaras un carro mecánico, no llegas a poner segunda, se respiraba un ambiente de fiesta descomunal. El carnaval ya había empezado, por la calle principal pasaba el desfile y por todo Oruro la gente bebía y se divertía lanzando globos con agua o disparando con rifles de agua y sprays de espuma. Había que caminar con cuidado pues los proyectiles llovían, literalmente, en todas direcciones.
Mi primera noche en Oruro, con un frío del carajo y un abrigo prestado por un amigo, me fui a las minas de plata de San José, en los cerros que rodean la ciudad, donde varios obreros, con una borrachera olímpica, sacrificaban llamas para llevar el corazón y las vísceras al Tío, señor del inframundo y protector de los mineros, al menos de los que lo complacen con ofrendas.
El día siguiente fue todo de Carnaval. Camino al desfile, mientras me desayunaba un api (bebida andina hecha de maíz) bien caliente, me topé con varias bandas de Sicuris que, vestidos con sus trajes típicos, recorrían las calles de Oruro tocando sus milenarios instrumentos de viento hechos con cañas.
El desfile del Carnaval de Oruro lo forman casi 50 conjuntos folklóricos que recorren las calles del pueblo cantando y bailando hasta llegar al Santuario del Socavón, donde rinden homenaje a la virgen de la Candelaria, también llamada del Socavón, patrona de la ciudad. Destacan La Diablada, La Morenada, Los Caporales o El Potolo, entre otros y son ejecutados por miles de bailarines y músicos que preparan sus vistosos trajes con meses de antelación. Estas danzas muestran el sincretismo entre las tradiciones ancestrales como las de los Urus y la religión católica traída a estas tierras por los españoles.
En medio de la fiesta, la música, los gritos y los infaltables bombazos de agua apareció en el desfile, prácticamente sin protección, casi como uno más, el presidente Evo Morales, quien como buen boliviano bailó y lanzó espuma a todo el que pudo y también recibió algún que otro globazo que lo empapó.
Hoy, mientras escribía esto leí sobre el regreso de Evo a su patria. Yo también tengo ganas de volver a Bolivia y a Oruro, a retratar su carnaval y su gente.