En mi árbol genealógico, donde hay una galería potente de lindos personajes, mi tío Manolo es una de las ramas más queridas por su humanidad, sabiduría y por ser protagonista de esas anécdotas sublimes y desopilantes que siempre contamos en las reuniones familiares.
Una distinción del tío es su amor inconmensurable por La Habana, donde nació hace casi un siglo y de la que conoce sus secretos y leyendas como pocos.
Entre los recuerdos más sublimes de mi infancia y adolescencia están mis viajes a la capital cubana y, especialmente, los paseos por La Habana Vieja en compañía del tío Manolo, mi tía Alicia, su compañera de vida y el hijo de ambos, mi primo Michel. Con voz de narrador de cuentos nos contaba las historias que atesoraban esas piedras, esas calles angostas y esos grande palacios.
Al escucharlo era como transitar en un viaje por el tiempo. Sin un papel citaba fechas, nombraba a personajes de la alta alcurnia habanera del siglo XVII o detallaba el paso del tiempo apuntando a las huellas en la arquitectura de los inmuebles emblemáticos de la séptima villa fundada en Cuba hace 500 años.
También relataba los pormenores de sucesos de los que nadie tiene idea como la fuerte polémica que suscitó, en 1955, sustituir la estatua de Fernando VII, en la Plaza de Armas, por la de Carlos Manuel de Céspedes. Igualmente de cómo se construyó el Malecón y señalaba, con exactitud, los varios tramos que se le ganaron al mar y que fueron rellenados con escombro. O cómo por la calle Línea, una de las principales y más transitadas arterias de la ciudad, andaban los tranvías en la elegante Habana de los años cincuenta del siglo pasado.
No faltaban los cuentos de personas ilustres y populares a los que conoció, como El Caballero de París. Y otros de los que solo escuchó de su existencia, como Alberto Yarini y Ponce de León, el más famoso chulo de Cuba de todos los tiempos, te lo contaba como si se lo hubiese cruzado por el barrio de San Isidro.
Esos paseos y charlas con mi tío Manolo matizaron mi mirada fotográfica sobre La Habana, que no es más que un sentimiento enamorado sobre la ciudad. No me hizo falta haber nacido en La Habana para sentirla propia. Después ese efecto se fue alimentando de otras vivencias, amigos, tiempos memorables de mi paso por la universidad de La Habana, canciones, amores, amaneceres en el malecón y más.
Incluso el tío Manolo ha tenido la capacidad de volver a romantizar mi relación con la ciudad en esas tristes oportunidades en que mi Habana no viste lo mejor, y no es más coqueta que una flor, y se derrumban muchas de sus puertas y ventanas… parafraseando y hasta cambiando el sentido de esa hermosa canción escrita por José Antonio Quesada, celebre en la voz única de Xiomara Laugart.
Solo basta hacerle la visita y conversar con el Tío Manolo. Sentarnos un rato en la sala de su casa, en pleno corazón de El Vedado, rodeado de fotografías de la ciudad en diferentes épocas. Entonces salgo con ganas renovadas de abrazar a la capital de todos los cubanos.
A esta altura pensaran que, además de habanero, el tío Manolo es historiador. De cierta forma lo es pero por apasionamiento. Estudió licenciatura en Química y no se dedicó ni a la investigación científica ni trabajó en el sector industrial. Se consagró al magisterio de esa ciencia natural durante décadas en diferentes niveles de enseñanza.
“Todo lo que nos rodea, todo lo que usamos cada día, incluso nosotros mismos, es Química”, suelen decir los químicos. Ahí está la relación entre su vocación profesional y su amor por La Habana. Están más emparentados de lo que creemos. Y es que si vislumbramos la composición genética del tío Manolo, o sea, la estructura de su ADN, es posible que veamos que está compuesto en un alto por ciento por tantos y tantos sentimientos agolpados a lo largo de ese medio milenio que por estos días festeja La Villa de San Cristóbal de La Habana.
fotografias increibles!