El sonido del agua cayendo es ensordecedor, es un rugir constante e imparable que se escucha desde lejos y es la música perfecta para asomarse al maravilloso espectáculo que ofrecen las Cataratas del Niágara, a las que cantó, allá por el siglo XIX, nuestro José María Heredia.
Miro tus aguas que incansables corren,
como el largo torrente de los siglos
rueda en la eternidad: así del hombre
pasan volando los floridos días.
Heredia, cubano exiliado en Estados Unidos, en 1824 dedicó su pluma a esta maravilla de la naturaleza que los pueblos originarios llamaron Niágara: “Trueno de Agua” en lengua iroquesa.
El primer europeo en llegar aquí fue el sacerdote francés Louis Hennepin, durante una expedición realizada en 1678. A su regreso a Europa, el padre Hennepin publicó un libro en el que presentó al mundo las Cataratas del Niágara, lo que generó curiosidad y la llegada de nuevas expediciones. Eso sí, el turismo en masa demoró y solo lo hizo en el siglo XIX, de la mano de un invento que lo cambió todo: el ferrocarril.
Las cascadas que conforman las Cataratas del Niágara son tres, la Canadiense, la Estadounidense y la Velo de Novia, la más pequeña; no por eso menos bella. El constante torrente de agua que cae de estos tres saltos forma un diminuto lago que enlaza dos ciudades “tocayas“, Cataratas del Niágara, en Ontario, Canadá; y Cataratas del Niágara, en Nueva York, Estados Unidos.
No son las mayores cataratas del mundo, tampoco las más altas, pero sí por las que pasa mayor volumen de agua. Se calcula que por ellas descienden unos 110 mil metros cúbicos por minuto. Están situadas 236 metros sobre el nivel del mar, y su mayor salto de agua es de 50 metros.
Al Niágara llegué por azares del destino, y no precisamente en bicicleta. Por suerte fue en pleno verano, pues, aunque parezca increíble, los duros inviernos canadienses pueden congelar el inmenso torrente que baja de los Grandes Lagos.
Durante mi paseo conocí a otro cubano, también fotógrafo, residente en Canadá, que me mostró las fotos que había tomado el año anterior de las cascadas detenidas, heladas. Eran imágenes de una belleza y plasticidad increíbles, pero a la vez daban fe del terrible frío que debió azotar aquellos días.
Volviendo al día soleado de mi visita, el paseo que recorre la orilla canadiense estaba abarrotado de gente de todos los colores, todos cámara o teléfono en mano, haciendo fotos a diestra y siniestra. Y todos con su chubasquero rojo, color que identifica el lado canadiense; el azul está reservado a los que parten desde EE. UU.
Los botes de ambos lados salían sin parar haciendo un recorrido en el que se acercan a los tres saltos, aunque no demasiado, pues la fuerza con que cae el agua es tal que podría hundirlos, aunque llegan a una distancia en la que el poncho impermeables es imprescindible salvo que se quiera quedar totalmente empapado.
La experiencia es sobrecogedora y la luz que se refleja en los millones de gotas de agua que flotan en el aire da a las fotos unos colores alucinantes.
Las cataratas pueden sobrevolarse en helicóptero, pero la opción estaba fuera de las expectativas de mi siempre raquítica billetera, que aquel día andaba feliz, pues no tuvo que soltar un dólar por el paseo en bote ni el almuerzo posterior.
Hasta las Cataratas del Niágara llegan anualmente unos 30 millones de visitantes de todo el mundo, unos por el lado canadiense y otros desde Estados Unidos. Yo fui desde Toronto, Canadá y confieso que, como buen cubano, no dejaba de asombrarme que tan cerca, del otro lado del agua, estuviera la tierra tan anhelada por muchos de mis compatriotas.