Están por todos lados: en los mercados, abarrotando las aceras, en los bares tomando una cañita o un café, pero sobre todo en los parques, eso sí, siempre al sol. Es invierno y los yayos de Zaragoza inundan la ciudad en busca de calor.
Los yayos no son una especie animal en extinción, ni nada parecido. Los yayos son los abuelos, así los llaman cariñosamente en España, particularmente en Aragón. El uso de la palabra yayos se ha ido extendiendo y puede usarse para hablar, siempre desde el afecto, de los ancianos en general.
En Zaragoza el frío es duro, seco, intenso. Lo normal es que la temperatura esté siempre cercana al grado cero, pero extrañamente para mí que de inviernos sé bien poco, suelen haber muchos días soleados, en los que el cuerpo agradece un rato de buen sol. Y ahí aprovechan los yayos para echarse a la calle.
Esos días me gusta salir a recorrer el barrio, a disfrutar yo también del solcito en mi categoría de pre-abuelo (paciencia hijo, que para todo hay tiempo) y a verlos disfrutar del calor solar. Siempre he sentido una ternura muy especial hacia los ancianos, tal vez por haber pasado tanto tiempo de mi infancia con mi abuela Beba, mujer a la que debo muchas de mis convicciones y principios.
Casi siempre mis paseos los hago cámara en mano y voy cazando imágenes por aquí y por allá, a menos que los abuelos que enfoco sean del club de los gruñones y me manden a “tomar por saco”, mientras me piden que borre las fotos, algo que por suerte ha pasado poco.
Me asombra lo bien que se mantienen muchos, su vitalidad. Los yayos que juegan a la petanca en un parque, las abuelas que se arreglan como para ir a una gran fiesta y solo van a sentarse en el banco de la esquina, o los que hacen ejercicios y caminan en ropa deportiva, las yayas que se juntan en las terrazas a beber su cervecita. Me enternecen sobre todo las parejas de abueletes que pasean juntos, tomados de la mano como novios recientes, enamorados, como probablemente han hecho durante toda su vida.
Otra cosa que disfruto, siempre que puedo hacer como que no estoy, es escuchar sus conversaciones, sus historias, sus bromas. La emoción y el orgullo con que hablan de sus hijos o nietos. Las discusiones apasionadas y berrinchudas sobre hechos que ocurrieron hace décadas y en las que jamás se ponen de acuerdo. Y esto no es difícil, porque el aragonés, como nosotros los cubanos, suele hablar bien alto, casi a gritos.
Los yayos que veo en el barrio son solo una pequeña muestra de lo que pasa en el resto del país. España se mantiene entre los primeros países a nivel mundial si hablamos de longevidad y esperanza de vida, compartiendo puestos con Japón, Suiza, Andorra o Singapur. En la última década la población mayor de 85 años ha crecido hasta alcanzar la cifra de 1,4 millones, mientras que los centenarios ibéricos superan los 15.000. Las yayas viven unos 86 años, mientras que los yayos se quedan en los 80 como promedio.
La COVID, que lleva ya un año jodiéndonos la vida, se ha ensañado con los yayos españoles y se ha llevado a muchos. Algunos andan asustados y extreman las precauciones, otros después de haber visto tanto ya no le temen ni a la muerte. Sea como sea, cada mañana soleada salen a las calles montones de ancianos a pescar un rayito de sol que les caliente el cuerpo y el alma.