Vuelvo a la isla. Volver se ha vuelto parte de una rutina, un ritual de reencuentro con mis raíces. Vivo allá, pero soy y seré siempre de aquí. Y aquí tengo a dos de mis imprescindibles: mi madre y mi hijo.
Llego y salgo a caminar; me voy al malecón a saludar a Yemayá. De ahí, a callejear y tomar fotos, muchas fotos. Intento cogerle el pulso a La Habana, una ciudad que cada vez me resulta más extraña y ajena. En mis caminatas, en cualquier esquina, avenida o callejuela, la vida me regala encuentros fortuitos con gente que quiero y me quiere, gente que llevaba mucho tiempo sin ver.
Uno de ellos ocurre en la calle Obispo. Un ex recluso de la prisión Valle Grande se abalanza sobre mí con los brazos abiertos y la mejor de sus sonrisas. Lo conocí durante mi servicio militar, allá por 1991. Él estaba preso, yo del otro lado de las rejas; pero eso no nos impidió ser amigos. Es un tipo que salió “de la marginalidad”, no ha vuelto al tanque y ahora es un buscavidas honrado que se mueve entre la pintura naif y los talleres literarios. De alguna forma, y aunque se diga mucho, el arte lo salvó. Me alegra verlo y que, tantos años después, me siga abrazando con el mismo cariño a pesar de las circunstancias jodidas en que nos conocimos.
Encuentro amigos del preuniversitario, una funcionaria devenida cuentapropista, el hijo de un gran socio de mi padre, colegas de la vieja guardia y de mil aventuras y desventuras. Hablo con otra amiga, alguien que tiene un lugar especial en mi corazón por la bondad, paciencia y amor que derrochó como nana de mi hijo. Me cuenta que ha sido madre de nuevo. Me alegra verlos a todos y ellos se alegran de verme. Se siente muy bien.
Están, además, los encuentros con desconocidos; gente que posa para mí, que me sonríe, que intercambia un chiste al pasar o me piden que les compre una caja de cigarros (ellos la pagan, pero solo dan una por persona). Esos encuentros también me hacen sentir en casa. Y los que me dicen que me cuide; que con cámara al hombro soy material asaltable de primera categoría.
Más allá de historias personales, todos, conocidos o no, me hablan de “la cosa”. El eterno y agravado desabastecimiento. Los robos y asaltos a plena luz del día. Los precios. Sí, los precios disparados por una inflación mastodóntica, y que muy pocos pueden asumir. Los más suertudos, rebosantes de euforia, me cuentan que han conseguido patrocinador y pronto pasarán “a mejor vida”.
Yo camino, miro, retrato y reflexiono. Veo la isla, la ciudad, un poquitín mejor que hace un año. Veo a la gente menos apática y agresiva. Veo más viejos y menos jóvenes; menos carros y más motorinas o diminutos autos eléctricos. Veo menos colas y, por suerte, la tan cacareada violencia solo es para mí una leyenda urbana que ojalá lo siga siendo. Y pienso que “La Habana está de bala”, como siempre; jodida como siempre, esperando tiempos mejores que nunca llegan.
Otro encuentro —impersonal— me lleva a los inicios del milenio. Caminando por Zanja me sorprende ver en la acera una postal del balserito Elián en los brazos de su padre, perfectamente conservada. El pedazo de cartulina me hace viajar en el tiempo, a aquellos años de marchas y tribunas en los que coreábamos a gritos “Queremos a Elián, queremos a Elián”, y tengo la sensación de que la isla está detenida en el tiempo. Que tenemos más o menos las mismas angustias y penas que en aquellos años, pero con menos sueños e ilusiones.
Me quedan pocos días en la isla. Espero que sigan los encuentros, fortuitos o planificados.
Bella exposicion de un digno representante de Nuestro Pueblo