Zaragoza es una ciudad que invita a caminarla. Sobre todo su centro histórico, formado por grandes avenidas de anchas aceras y portales, y por estrechas callejuelas medievales apenas iluminadas por el sol, húmedas por su cercanía al río Ebro.
Fue zapateando la zona colonial de la ciudad donde encontré un busto de nuestro José Martí, en el número 13 de la calle de La Manifestación, junto a una placa donde se leen uno sus versos sencillos, dedicado a estas tierras.
“Para Aragón en España,
Tengo yo en mi corazón
Un lugar, todo Aragón,
Franco, fiero, fiel, sin saña.”
Y es que nuestro apóstol vivió en la capital de Aragón, con apenas 20 años, entre mayo de 1873 y noviembre de 1874. Había llegado a España en 1871 deportado luego de que ser condenado a prisión y pasar algún tiempo en las Canteras de San Lázaro y en la antigua Isla de Pinos. Su amigo Fermín Valdés Domínguez, quien había sido condenado en el mismo juicio por “sospechas de infidencia” se le unió en Madrid en 1872 y juntos llegaron a Zaragoza.
A su llegada a la ciudad viven una agitación política constante producto de los enfrentamientos entre monárquicos y republicanos. Durante su estancia en la ciudad Martí colabora con el Diario de Avisos de Zaragoza, publicación de tendencia marcadamente republicana.
Aquí nuestro apóstol concluye sus estudios de bachillerato en el Instituto Goya y luego matricula en la Universidad de Zaragoza, donde se gradúa de Licenciado en Derecho Civil y en Filosofía y Letras. Si uno visita el viejo edificio de la Universidad, puede ver, justo en la entrada un busto de Martí y otro de sus versos:
“Estimo a quien de un revés
Echa por tierra a un tirano:
Lo estimo, si es un cubano;
Lo estimo, si aragonés.”
Con un poco de información se puede ir haciendo —llevo dos o tres días en eso— una pequeña ruta de los lugares por los que anduvo nuestro joven Martí. La ya mencionada Universidad, la Plaza de la Justicia, el recién inaugurado Paseo de Alfonso I, las ruinas de la ciudad romana de César Augusta, la Puerta del Carmen, las márgenes del río Ebro (fangosas, como él las describe), la Basílica del Pilar y la Catedral de la SEO, donde, he leído, le gustaba admirar los frescos pintados por el maestro aragonés Francisco de Goya y Lucientes.
También frecuentaban él y su inseparable Fermín el Teatro Principal, aún en funcionamiento y donde gracias a su amistad con algunos de los actores, y actrices, los dos cubanos disfrutaban de una vista privilegiada en el palco 13, por el que seguramente no pagaban un centavo.
Muy cerca de la casa de huéspedes donde vivió Martí, a pocos pasos de la calle de la Manifestación, en una estrecha callejuela, hay una zona de tabernas y bares (muchos cerrados ahora por la pandemia). Me gustaría creer que esos antros ya funcionaban (con otras fachas, licores y nombres) en el lejano 1873 y que habrían sido visitadas por el Pepe y Fermín, en sus “correrías bohemias” como le llamara el fiel amigo del apóstol en su Diario de soldado.
Aquí Martí frecuentó las tertulias literarias de la época, hizo buenos amigos entre la intelectualidad local y, por supuesto, como en toda historia que se respete, en el paso del apóstol por Zaragoza también hubo romance. Él mismo nos lo cuenta.
“Si quiere un tonto saber
Por qué lo tengo, le digo
Que allí tuve a un buen amigo,
Que allí quise a una mujer.”
Esa mujer era la maña Blanca de Montalvo, a la que Fermín Valdés Domínguez describe tiempo después como “una blonda y bella y distinguida señorita a quien José Martí amó”. Muy discretamente, agregaría yo, pues los padres de Blanca no veían con buenos ojos el romance con el joven cubano, pobre y de ideas raras. Pero el amor se impone y a pesar de la oposición paterna Martí y la Montalvo se veían a escondidas y, cuenta Fermín, muy discreto y sobrio él, que ella “le preparaba a José Martí infusiones de violetas para curar la tos y la tristeza: esperaba, como consecuencia, que la decidida idea de Martí de regresar a Cuba se fuera debilitando poco a poco”.
Pero Pepe regresó a Cuba, aunque ciertamente no la olvidó, un año después le dedicó a su amada de Zaragoza el cuento “Hora de lluvia”. Dicen que Blanca tampoco lo olvidó y llamó José a su único hijo, nacido al año siguiente de la muerte del apóstol de nuestra independencia.
Martí vivió y quiso a esta ciudad a la que estoy aprendiendo a querer. Yo, igual que él, tengo aquí un buen amigo (espero que sean más) y aquí quiero a una mujer. Me enorgullezco de buscar sus pasos en la vieja Zaragoza y de ver que los maños son conscientes de su estancia por estas tierras hace ya mucho más de un siglo.
A la izquierda restos de las murallas romanas, al fondo la iglesia de San Juan de los Panetes
Para Aragón, en España,
Tengo yo en mi corazón
Un lugar todo Aragón,
Franco, fiero, fiel, sin saña.
Si quiere un tonto saber
Por qué lo tengo, le digo
Que allí tuve un buen amigo,
Que allí quise a una mujer.
Allá, en la vega florida,
La de la heroica defensa,
Por mantener lo que piensa
Juega la gente la vida.
Y si un alcalde lo aprieta
O lo enoja un rey cazurro,
Calza la manta el baturro
Y muere con su escopeta.
Quiero a la tierra amarilla
Que baña el Ebro lodoso:
Quiero el Pilar azuloso
De Lanuza y de Padilla.
Estimo a quien de un revés
Echa por tierra a un tirano:
Lo estimo, si es un cubano;
Lo estimo, si aragonés.
Amo los patios sombríos
Con escaleras bordadas;
Amo las naves calladas
Y los conventos vacíos.
Amo la tierra florida,
Musulmana o española,
Donde rompió su corola
La poca flor de mi vida.
José Martí