En las semanas en que el Mundial de Fútbol de Qatar acapara casi toda mi atención y mis emociones están a flor de piel como las de toda Argentina, estuve casualmente leyendo unos cuentos de Jorge Luis Borges. Me resultó curiosa la coincidencia porque el autor de “El Aleph”, célebre pluma de la literatura universal, vociferaba a los cuatro vientos su animadversión por el deporte que enloquece a sus coterráneos.
“Jamás he visto un partido en mi vida. Primero porque soy casi ciego, segundo porque es parte del tedio, y además porque la gente que asiste a esos partidos no va por el juego en sí mismo, como deporte, sino exclusivamente para ver ganar a su equipo”, dijo tajante una vez.
No escondía su faceta anti futbolística. Al contrario; siempre que tenía oportunidad, la hacía notar.
“El fútbol es popular porque la estupidez es popular”, declaró antes de rematar: “Once jugadores contra otros once corriendo detrás de una pelota no son especialmente hermosos”.
Solo una vez en su vida el escritor asistió a un partido. Ocurrió en un encuentro entre las selecciones uruguaya y argentina, disputado en el estadio Monumental de Buenos Aires. Su amigo, el escritor uruguayo Enrique Amorim, estaba de paso por la ciudad y pensó que sería una linda invitación.
Lo que el argentino no sabía era que a su colega tampoco le importaba el fútbol; aceptó la invitación por no ser descortés. Dentro del estadio, ya sentados, se confesaron mutuamente. Rieron a carcajadas y mientras transcurría el partido estuvieron hablando de literatura, enajenados de la algarabía que los rodeaba.
Dicen que al terminar el primer tiempo, ambos abandonaron el estadio: pensaron que el juego había terminado.
En la calle, mientras caminaban, Borges le dijo a Amorim:
“Yo esperaba que ganara Uruguay, para quedar bien con usted, para que usted se sintiera feliz”.
Amorin sonrió y le contestó:
“Y yo esperaba que ganara Argentina, para quedar bien con usted”.
Ninguno de los dos supo el resultado final de aquel partido.
Ni en 1978, durante el Mundial en el que Argentina fue sede y logró alzar la copa, Borges bajó la guardía de su antipatía. Se encargó de declarar en una entrevista: “Mientras dure el campeonato, iré a cualquier parte donde no se hable de fútbol. El Mundial será una calamidad que por suerte pasará”.
Y así fue. El 25 de junio de 1978, en el mismo horario en que se disputaba la final entre Argentina y Holanda en el estadio que alguna vez visitó, en otra parte de la ciudad, el mismísimo Jorge Luis Borges impartía una conferencia sobre la inmortalidad.
Eduardo Galeano resume en su libro El fútbol a sol y sombra: “El desprecio de muchos intelectuales conservadores se funda en la certeza de que la idolatría de la pelota es la superstición que el pueblo merece. Poseída por el fútbol, la plebe piensa con los pies, que es lo suyo, y en ese goce subalterno se realiza. El instinto animal se impone a la razón humana, la ignorancia aplasta a la Cultura, y así la chusma tiene lo que quiere”.
Meses después de la cita mundialista de 1978, una revista literaria argentina pautó un encuentro entre César Luis Menotti, director técnico del equipo campeón, y Borges. El entrenador entrevistaría al escritor.
Muchos daban por sentado que no se realizaría el intercambio. Sin embargo, Borges aceptó y, en septiembre de ese año, recibió en su casa a Menotti.
Casi nada se habló de fútbol. El tema, al flamante campeón mundial y ferviente lector de Borges, era lo que menos le interesaba en aquel encuentro.
Al notar tanto conocimiento sobre su obra, el escritor se encariñó con su entrevistador; al punto de ser él quien sacó un par de veces el tema del deporte. Con perspicacia y humor, no dejó de tirar un par de dardos futboleros que han quedado para la historia del encuentro.
Menotti ha contado pasajes divertidos de la charla. Entre ellos, que Borges, luego de saludarlo, lo encaró con el comentario: “Usted debe ser muy famoso. Esta casa se revolucionó cuando conté que venía. Mi empleada me pidió que no se vaya sin firmar un autógrafo. Nunca me ha pedido uno a mí”.
Casi al final, después de haber intercambiado más sobre letras que sobre balones, el escritor elogió a Menotti: “Qué raro, ¿no? Un hombre inteligente y se empeña en hablar de fútbol todo el tiempo”. Sonrieron y se abrazaron.
En ese “odio” borgiano al fútbol se esconde cierta dosis de amor. Imposible escapar a la idiosincrasia. Era más que fútbol. Era un juego de altos decibeles sentimentales. De hecho, en 1967 había escrito, junto a su amigo y confidente Adolfo Bioy Casares, un cuento sobre fútbol.
Como el equipo que eran, Borges se pone la camiseta número 10, destinada al creador de juego o el mediocampista ofensivo estrella. Por su parte, Bioy va con la casaca 9, la de los delanteros, de los goleadores prolíficos. A cuatro manos, entre gambetas literarias y tocando el negocio y pasión que circundan al fútbol, escriben “Esse est percipi” (Existir es ser percibido).