Hace unos días escuchaba Llegó Faílde, un disco de la Orquesta Miguel Faílde. Publicado en 2016 bajo el sello EGREM, el fonograma propone una recopilación de clásicos cubanos y extranjeros entre los que destacan varios danzones.
Disfrutar de esa música me remontó a hace más de una década, cuando en la casa Balear, en La Habana, se reunían una vez por semana un grupo de abuelas y abuelos para tirar un pasillo, al compás de un buen danzón.
La música, tocada casi siempre por un conjunto en vivo, llegaba a escucharse hasta el portal de una casona colindante, que alojaba la antigua Facultad de Comunicaciones de La Universidad de La Habana, donde yo cursaba la carrera de Periodismo. En varias oportunidades salté hasta esa residencia en la esquina de 23 y G para disfrutar del baile, como espectador.
Un día me animé a mezclarme entre las parejas, cámara en mano. Por esa época estrenaba mi primera camarita digital, una Canon compacta, muy básica, de apenas 3,2 mega píxeles de resolución. La poca definición técnica de aquel equipito (hoy cualquier sensor de una cámara de celular tiene el doble de calidad) y mi poca experiencia en el oficio por entonces, no fueron un freno para lanzarme a registrar lo sublime que acontecía en esa peña del danzón. Esa fue una de las primeras oportunidades en que comprendí que, en fotografía, la cuestión fría de la técnica siempre va a estar supeditada a lo que sentimos cuando miramos un hecho en sí.
Con el tiempo, las mudanzas de casa en casa y entre países, creí haber perdido esas fotos y otras muchas que tomé por aquellas fechas. Hace poco, tan solo un par de días después de haber escuchado el álbum de la orquesta liderada por el joven Ethiel Faílde, encontré en una vieja maleta un CD grabado con esos y otros archivos. Las fotografías son del año 2006 y apenas pude rescatar estas que ahora comparto.
Es impresionante la elegancia, camaradería y mucha jovialidad entre los presentes. Imagino una fiesta similar hace 142 años, en el Liceo de la provincia de Matanzas (hoy Casa de la Cultura José White), durante los festejos por la llegada del año 1879. En ese escenario, un mulato llamado Miguel Ramón Demetrio Faílde y Pérez estrenó “Las alturas de Simpson”. La pieza musical, enteramente instrumental, alteró la adrenalina de los asistentes y muy rápido contagió a los asiduos a salones de bailes de la época en la Isla. Así nació públicamente el danzón.
Ya desde los inicios de la década del setenta del siglo XIX, el propio Faílde, cornetista y director de la orquesta típica de viento de la Atenas de Cuba, había experimentado con diversos géneros musicales. Cuentan que la fórmula fue que adaptó, en un tema por encargo, la contradanza al compás de la habanera.
En su forma musical inicial, este género consta de una introducción, parte de clarinete, entrada repetida y trío de metales. Ese formato corresponde a la orquesta de viento, integrada por cornetín, trombón de pistones, figle, dos clarinetes, dos violines, contrabajo, timbales y güiro. Con el paso del tiempo y en una tierra como la nuestra, donde son acaudalados los manantiales de la música, el género se fue desarrollando en diferentes aristas.
Por su parte, su estructura danzaria surge al mezclarse los bailes de salón con los influjos ya mestizos del son. El baile se compone de tres etapas, que no necesariamente tienen un orden secuencial.
En la primera se baila en un tempo lento y cuidando mucho el estilo, mientras los movimientos crean cuadros en el piso a ritmo de tres tiempos. En la segunda todos aplauden a la orquesta, al tiempo que las mujeres lucen sus tradicionales abanicos y los hombres se acomodan el saco y la cobarta. Ya en el final de la pieza se baila más rápido, a ritmo del son cubano.
“Es más que ritmo bailable”, escribió en un artículo Jesús de León, un empedernido danzonero azteca. “Es un estilo que mezcla la música y el sentir de tres continentes: de Europa proviene el antecesor, una práctica burguesa en un intento por imitar el baile cortesano; en América tuvo su asentamiento y evolucionó a lo largo de los años, y de África es el ritmo, la clave y la sensualidad”.
El danzón fue tan popular en su momento que traspasó las fronteras de la Isla y se expandió por otros países como México, Puerto Rico y República Dominicana, donde el género se ha desarrollado con tanta fuerza que es de dominio popular.
En Cuba, debido a su ineludible expresión de identidad nacional, desde la década del veinte del siglo pasado es considerado el Baile Nacional. En 2013, fue declarado Patrimonio Cultural Inmaterial de la nación.
Cuando parecía que el danzón sería un género más que pasaba a engrosar las páginas de nuestra historia musical, muchos músicos lo retomaron. No solo las típicas orquestas de charanga, como la legendaria Aragón, tenían danzones en sus repertorios, sino que comenzó a sonar ese ritmo en ambientes jazzísticos y hasta sinfónicos. Tales son los casos del disco Danzón (Dance On) del afamado trompetista cubano Arturo Sandoval y la célebre “Danzón número 2”, pieza compuesta por el músico y maestro mexicano Arturo Márquez para orquesta sinfónica. Esa obra ha sido reconocida mundialmente, al punto de que forma parte del programa de muchas escuelas de arte y conjuntos sinfónicos del mundo.
Si hoy el danzón sigue vigente en Cuba se debe a las peñas de baile diseminadas por todo el país. También, a las tradicionales retretas de las bandas de conciertos, que todavía es posible disfrutar en algunos parques de Cuba.
Celebro cuando las casualidades se entrelazan con las causalidades. Así ha sucedido esta vez, al escuchar a la Orquesta Miguel Faílde, que lidera Ethiel Faílde, descendiente del creador del danzón, en un fonograma muy actual. No por azar abre con una exquisita versión de “Las alturas de Simpson”. Luego me encontré este puñado de fotos, donde pareciera que entre sus tonos ocres suena la música cadenciosa y vivaz al compás de 2/4. Entre luces y sombras, contagia la algarabía de esas tardes de danzón en una casona de La Habana.