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La víspera de cantar en un microestadio repleto —dos funciones, viernes y sábado, en el Antel Arena de Montevideo, con localidades agotadas desde hace meses—, Silvio Rodríguez eligió el camino de tierra hacia Rincón del Cerro.
Trece años después de su última visita a Uruguay, antes del reencuentro con miles de personas por noche, el trovador quiso tocar otra puerta: la de la humilde chacra de José “Pepe” Mujica y su compañera de vida y de lucha, Lucía Topolansky. Quiso ir a verla a ella.
La casa, célebre por todo lo que le fue negado al boato, conserva aún la respiración de su morador. Titulares de periódicos y noticieros solían presentar a Mujica como “el presidente más pobre del mundo”, aunque él renegaba de esa etiqueta. Decía que era un presidente “sobrio”, que precisaba poco para vivir.
“Vivo como vivía mucho antes de ser presidente —explicó en una entrevista de 2014—. Sigo viviendo en el mismo barrio, de la misma forma. Soy un presidente republicano. Vivo como vive la mayoría de mi pueblo.” No era pose ni marketing: era su manera de habitar el mundo.
El exmandatario uruguayo, que pasó trece años preso entre 1972 y 1985, compró su chacra apenas recuperó la libertad. Una finca de catorce hectáreas en las afueras de la capital uruguaya, rodeada de naturaleza, animales y afectos.
Allí, junto a Lucía, labró la tierra y cultivó una filosofía sencilla: la sobriedad como elección vital. “Sobriedad —decía— para tener más tiempo para vivir de acuerdo con lo que te motiva.”
En esa casa, que fue hogar y trinchera, Pepe recibió a presidentes y vecinos, campesinos y curiosos, siempre con el mismo mate, la misma paciencia y la misma ternura. Hasta allí llegó Silvio, casi sin quitarse el polvo del camino, acompañado por su esposa, la flautista Niurka González, y su hija, la pianista Malva Rodríguez.
Lucía los esperaba con el temple de siempre: tristeza y risas sin concesiones, lucidez de quien ha amado y luchado, serenidad de quien sabe que la vida sigue. Los recibió en su cocinita-comedorcito —el diminutivo, en este caso, no es coquetería, sino descripción exacta—.

Sobre la mesa, entre libros, pan, mate y apuntes, había memoria. Mucha memoria. En esa mesa, Lucía y Pepe pasaban largas horas discutiendo política, leyendo poemas, escuchando música o riendo. También —como ella misma dice— tuvieron duros desacuerdos. Como la vida misma.
Fue una conversación cercana y cálida entre Lucía y sus invitados cubanos, una sobremesa larga, con Pepe todavía dando vueltas por la casa en forma de anécdota, de idea, de estribillo.
Silvio, Niurka, Malva y las tres o cuatro personas más que estábamos presentes la escuchábamos sin pestañear. Hablaron del legado de Pepe, de la necesidad de que las nuevas generaciones “tomen la bandera”, de la integración latinoamericana que él soñaba más allá de los gobiernos.
Lucía contó que hasta el último día, Pepe cumplió con sus rituales. “Hasta el último día que pudo, se subía al tractor —recordó—. Aunque fuera media hora, salía y volvía contento.” Cuando ya no pudo, iba en un triciclo eléctrico; después, en una silla de ruedas. Y aun así, seguía enseñando.
“Les daba clases a los de custodia —que eran compañeros, antes que nada— para que aprendieran a enganchar herramientas, manejar el tractor, cuidar la tierra. Decía: ‘Si me voy, no pueden quedarse sin trabajo. Hay que inventarles laburo’. Sembrar siempre, ¿entendés? Sembrar.”
Y en esos días difíciles llegó una canción de Silvio para Pepe y Lucía.
—¿Ah, llegó a escucharla? —preguntó Silvio, asombrado.
Lucía asintió con una sonrisa suave. “Sí, la escuchó. Y vio el video que mandaste.”

Fue el cantautor argentino León Gieco quien propuso a artistas de todo el mundo enviarle mensajes a Pepe cuando se supo que su salud se agravaba. La chacra se inundó entonces de música y afecto, de voces y mensajes llegados desde los rincones más remotos —hasta de Mongolia, dice Lucía entre risas—. Entre ellos, la canción de Silvio: “Más porvenir”.
Antes de cantarla en el video, el trovador decía:
“Querido Pepe, este es mi saludo desde Cuba para ti y para Lucía. Estos versos los comencé en 2009, cuando te escuché decir algunas cosas, y los terminé hace unos días, motivado por el llamado de nuestro querido León Gieco. Un abrazo infinito.”
Y entonces cantaba:
El daño que me hiciste
se fue por donde vino.
Aprendizaje triste,
pero no mi destino.
Jamás soñé venganza
ni prolongué lamentos.
Presentí la esperanza
tras la sombra del viento.
Y me crecí de todo
lo bueno y lo terrible,
escudriñando modos
de ensanchar lo posible.
Supe arrancarme clavos
y seguir sonriente.
No quise ser esclavo
de una cuenta pendiente.
La vida se hace breve
para hacerla mejor;
espero que quien quede
viva para el amor.
La vida fue a mi lado
por donde supe ir.
La vida fue pasado,
pero es más porvenir.
De esas conversaciones con Pepe y Lucía —y de tantas otras que escuchó decirles— nació esa canción que hoy Silvio interpreta en cada concierto de su gira por Latinoamérica.
En un momento, el diálogo derivó naturalmente hacia la cultura como herramienta poderosa de transformación. Lucía habló de las murgas —“la resistencia cantada, año tras año”—, de Galeano, de Benedetti, de Zitarrosa y de Daniel Viglietti.
Recordó cuando su abuela la llevó de niña al Teatro Solís, allá por los años cuarenta, para ver a una jovencísima Alicia Alonso bailar El lago de los cisnes con el Ballet Theatre de Nueva York: “Nos dijo: ‘Miren bien, que es la mejor del mundo’. Nunca lo olvidé.”
También evocó a una enfermera pinareña que cuidó a su otra abuela y les hablaba de Cuba y de Martí durante las largas noches de guardia. Y se declaró admiradora de Alejo Carpentier: “Le saca jugo al español como pocos.”
El trovador correspondió con regalos: un libro y sus últimos trabajos discográficos. “Si no escuchas esa música, regálaselo a quien quieras.” Lucía se rio: “¡Cómo que no! Yo te escucho desde siempre. Primero oía a Carlos Puebla; después, a ustedes, la Nueva Trova. Siempre llegaron hasta aquí.”
Hubo, además, geografía compartida. Lucía mostró una foto poco conocida: el Che en el Paraninfo de la Universidad, en 1961, presentado por un entonces senador chileno llamado Salvador Allende. Historias que se cruzan y hoy parecen escritas con tinta indeleble.

Entre tema y tema, asomó el porvenir como faro. “Hay que vincular universidades, crear brigadas regionales ante incendios o terremotos, compartir bancos de órganos, coordinar compras de medicamentos. No puede ser que en la pandemia no hayamos producido vacunas entre todos. Eso no puede repetirse.”
Pepe lo decía siempre: no dejar de militar, no achicarse, hablar con la gente. “El mano a mano no lo sustituye nadie”, repetía. Por eso, junto a Lucía, idearon las mateadas barriales: encuentros sin filtro para escuchar y discutir. De ahí —creían ambos— nacen los liderazgos verdaderos, los que garantizan que los proyectos no se corten a mitad de camino.
Fue un privilegio sin parangón haber sido testigo de ese encuentro y escuchar, por más de una hora, a una mujer como Lucía: lúcida, afectuosa, imprescindible.

Casi una década atrás, los vi juntos en La Habana. Fue en 2016, en la calle Santa Rosa, barrio El Pilar, durante el concierto número 71 de la gira Por los barrios. Llegaron Pepe y Lucía, y el vecindario estalló en aplausos. Pepe extendió su mano para saludar, y un ramillete de manos —negras, curtidas, con esmaltes gastados, uñas doradas, manos de todos los colores— se apretó a la suya como si no quisieran soltarla jamás.
Al día siguiente, en su blog, Silvio escribió que Mujica había dicho que ese concierto había sido “cerrar con excelencia” su visita a Cuba. Y recordó que Pepe le contó entonces una lección de su maestro José Bergamín: “La poesía es contar las cosas con otras palabras, pero no con cualquiera.”
Quizás esa sea la clave de “Más porvenir”: contar a Pepe —y a Lucía— con las palabras que les pertenecen, las del futuro y la luz en medio de tanta oscuridad.
Se despidieron fuera de la casa, bajo el cielo limpio de la periferia. Lucía acompañó a los visitantes casi hasta la tranquera. Antes, les mostró el secuoya: el árbol cuyas raíces guardan las cenizas de Pepe, junto a las de Manuela, su perra mestiza que fue su sombra durante veintidós años.
“Pepe fue un sembrador”, había dicho Silvio momentos antes.

Porque Mujica, que desde joven convivió tan cerca de la muerte, pensó siempre en dejarlo todo listo. En 2020 lo dijo con su habitual serenidad: “Mi futuro destino está debajo de esa secuoya, donde está enterrada Manuela. Cuando muera, me van a quemar y a enterrar ahí.” Y así fue.
En esa chacra donde tanto se sembró —ideas, afectos, verduras, porvenir— queda la certeza de que, incluso en la ausencia, alguien sigue empujando desde el medio del pelotón. Porque la vida, como dice la canción, fue pasado, sí; pero, definitivamente, siempre hay más porvenir.