Cuando cae la tarde en Cartagena de Indias, la muralla que por siglos ha protegido la ciudad es tomada… no por los temidos enemigos de alguna vez, sino por las decenas de personas que se colocan a lo largo de la centenaria línea de piedra para al astro rey esconderse en el Mar Caribe.
Observo el espectáculo a contraluz. Las siluetas se mueven sobre el muro, delineadas por la luz anaranjada del ocaso. Una legión de celulares en mano, listos para grabar el instante en que el sol desaparece; parejas de enamorados; grupos de amigos o algún solitario apostados en las aberturas de piedra donde, siglos atrás, se colocaban los cañones.
A finales del siglo XVI, el puerto de Cartagena se había convertido en uno de los más importantes de América. Su valor estratégico y económico para la corona española lo hacía un objetivo constante de piratas y corsarios. El más célebre de estos fue Sir Francis Drake, el corsario inglés que en 1586 atacó la ciudad y la dejó devastada. Aquel asalto dejó una huella profunda en Cartagena y fue la razón principal por la que se decidió construir la muralla.
En 1614, bajo órdenes del rey Felipe III de España, comenzaron los trabajos para levantar un muro que rodeara la ciudad, con la intención de protegerla del mar y de los ataques terrestres. La obra tomó décadas. El arquitecto italiano Carlos de Roda Antonelli dirigió la primera etapa de la construcción, levantando 15 baluartes y reforzando los puntos más vulnerables. La influencia del diseño militar italiano, vanguardista en la época, se plasmó en la estructura defensiva.
Con el tiempo, la muralla alcanzó los 11 kilómetros de extensión y se perfeccionó con innovaciones militares, como las “ventanas amuralladas”, que no solo permitían la entrada de aire y luz, sino que también servían como puntos estratégicos para los cañones que defendían la ciudad.
Más allá de su función bélica, la muralla fue un símbolo del poder colonial español. Su presencia reafirmaba la importancia de Cartagena en el mapa de América, al tiempo que creaba una barrera física y cultural entre la ciudad y el mundo exterior. Con el mar siempre al horizonte, la muralla representó durante siglos los límites del universo cartagenero.
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Hoy es testigo de una historia que la trasciende. Si antaño fue una obra de ingeniería para la defensa, ahora parece el gran lunetario de un anfiteatro a cielo abierto donde se contempla uno de los espectáculos más sublimes de la naturaleza. Cuando el sol se hunde en las aguas del Caribe, no hay disparos de cañón ni alertas de invasión; solo un suspiro colectivo, el sonido de las olas y la brisa cálida que, como un susurro, parece contar la historia de la ciudad.