El dominó no se juega, se vive

Para las cubanas y cubanos, el dominó trasciende lo lúdico, es parte de lo que somos. Más que jugarlo, lo vivimos.

Foto: Kaloian Santos.

Cierta noche, en algún lugar de la costa argentina, era yo el único cubano en una partida de dominó. Todos a mi alrededor estallaban de la risa cuando me tocaba jugar. “Lo bueno de todo esto es lo malo que se está poniendo”, anunciaba alborotado a mis contrincantes cuando, a juzgar por mis fichas, me presentía triunfador. 

Y cuando finalmente “me pegaba”, estremecía la mesa con la ficha ganadora. Estaba a 7 mil km de la Isla que me vio nacer, era domingo y afuera caían rayos y centellas, pero en ese momento les soltaba a mis contrincantes aquel dicho que escuché en una esquina de la ciudad de Santiago de Cuba: “Compay, no hay sábado sin sol, ni fiesta cubana sin dominó”.  

En el país del dominó, donde la geografía y las fronteras se ciñen a una mesa y a todo lo que se arma a su alrededor, la sociología criolla tiene un campo sin par para sus estudios. 

El juego de dominó cubano es una nación instalada sin permiso a la sombra de un árbol de barrio, en un portal, en un parque, bajo el alumbrado público en las aceras, o en la esquina de una cuadra. 

Cerca de esas mesas pasan las personas sin necesidad de un visado. Pueden ir camino a cualquier parte, pero tuercen su andar, saludan y se quedan a “jugar una mano de dominó”. Sumergirse en ese ámbito es una experiencia sublime donde se olvidan calamidades y problemas cotidianos. 

Se suele decir que “el dominó lo inventó un mudo”; pero sin hablar y sin la compañía de un ron, no se puede jugar. Los temas de conversación que surgen en una mesa de dominó son diversos. Las charlas hacia afuera, alrededor de la mesa, se entretejen en la dinámica de lo sucedido en la partida y los temas van desde chismes del barrio, la política, el deporte y todo lo que abarque esa pregunta auténticamente cubana, indefinida y elástica que es “¿cómo está la cosa?”. 

Por su parte, los jugadores, en plena batalla, hilvanan una alocución singular en la coloquialidad cubana. “Este discurso oral emitido mientras se juega, se considera una de las variedades funcionales-contextuales del código de la variedad del español hablado en Cuba, un subcódigo, por cuanto, su utilización depende de una situación específica en que se encuentren los hablantes”, refiere Yamilé Pérez García, profesora del departamento de Lingüística y Literatura de la Universidad Central “Marta Abreu” de Las Villas, en un texto titulado “Jugar dominó en Cuba: entre la técnica y el habla”.

En este trabajo, publicado por la casa de altos estudios mencionada, la profesora prosigue argumentando sobre esta particular plática: 

“El vocabulario que lo compone presenta particularidades diferenciadas, aunque con fonología y morfosintaxis semejantes a las de la lengua española, que dificultan la comprensión para individuos que no participen o estén de alguna manera en contacto con esta actividad. Es inútil pretender realizar una relación de los vocablos, pues este subcódigo, que posee tanto palabras como frases para referirse a números, fichas concretas o jugadas, no constituye un glosario cerrado y estrecho sino que cada cual puede utilizar las frases que estime convenientes, siempre que cumplan algunos principios” .

De ese modo, la académica presenta “los vocablos y frases más estables para referirse a los números” en un juego de dominó:

Blanca: Blanca y sal de Jaruco. 

Uno: pulla, lunar de Lola, la que hinca, puntilla, el que saca al buey del fango, la uña, caballo, la puntica. 

Dos: el dulce pa´ los muchachos, Duquelia la peluquera, Dulcinea, duquesne, duque, pato, mariposa.

Tres: tripita, Trío Matamoros, tríquiti, Tribilín Candela, Teresa. 

Cuatro: cuatrero, el cuarto de Tula cogió candela, cuartel, gato, cuatro mil y más murieron, el cuartel. 

Cinco: sin comer no se puede vivir, cinco mil y más murieron, la sin curva, sin curva no hay carreteras, monja. 

Seis: Seibabo, Sixto, Sixto Batista, septiembre el mes de las calabazas, se hizo el loco. 

Siete: la que no le gusta a nadie, la mierda, siete mil y más murieron. 

Ocho: Ochoa, Oshún. 

Nueve: la gorda, novena de pelota, Nuevitas puerto de mar, la puerca. 

Hay que apuntar que en la región occidental de Cuba se juega con una combinación de nueve puntos en las fichas y cada jugador toma diez de ellas. Mientras, en la parte oriental el juego consta de 28 unidades hasta el doble seis y se escogen siete fichas.

En este oasis gana el que se queda sin ficha. Incluso, si el juego “se tranca”, vence el que tenga la sumatoria más baja. Y de ahí, “dale agua al dominó” y a comenzar de nuevo.

El dominó siempre tiene un lugar en el equipaje de los cubanos al vacacionar. Tampoco falta en casa de quienes vivimos allende los mares. Es un cable a nuestra tierra de origen y parte del imaginario sentimental.

“Los he visto darle agua al dominó bajo un farol de la calle Ocho, en la Pequeña Habana de Miami; cuatro hombres silenciosos (este juego lo inventó un mudo, dicen), cuatro ángeles en guayabera en torno a una mesa donde han grabado el mapa de Cuba, uno piensa en Caibarién, otro se ve en Batabanó, sus oponentes ocupan posiciones en La Bajada y en Baracoa, principio y fin de nuestra Isla; la pareja que pierda, paga los helados de guanábana”, escribe Eliseo Alberto de Diego García Marruz en “Informe contra mí mismo”, un libro “a favor de lo que amo: mi familia, los amigos, la isla entera”, según manifiesta su autor en el prólogo del volumen. 

Al escudriñar sobre el origen del juego encuentro una genealogía migratoria que nos es familiar a los cubanos. Las primeras informaciones de un pasatiempo similar al dominó las encontramos en Caldea, cerca de la antigua Babilonia, hace más de 4.000 años. Sin embargo, el dominó actual, al parecer, tiene sus orígenes en China y se le asocia a los juegos con dados de seis caras. Llegó a Europa en el siglo XVIII y luego fue traído a América por los conquistadores. Las primeras fichas fabricadas en el viejo continente eran de marfil y ébano.

El nombre “dominó” es equivalente tal vez al parecido de las fichas con la túnica blanca de capucha negra, que los sacerdotes cristianos utilizaban como disfraz durante el invierno.

Aquella noche, entre carcajadas, mis amigos no entendían mi particular verborragia y transformación tras cada “mano”. Atribuían mis actitudes, quizás, a los efectos del ron y a las canciones de Juan Luis Guerra y la 440 que nos acompañaban. Nada que ver. No podían entender, porque el dominó, para las cubanas y cubanos, trasciende lo lúdico, es parte de lo que somos. Más que jugarlo, lo vivimos.

 

 

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