Hace unos meses me mudé a La Paternal, en el centro-noroeste de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Está a solo media hora en metro del Obelisco y la gran avenida 9 de Julio, el epicentro en que las luces de las marquesinas de los teatros nunca se apagan, las librerías parecen no cerrar y el bullicio de gente y autos es constante.
Por el contrario, mi nuevo barrio y sus alrededores son apacibles. Disfruto salir por las tardes antes de que el sol de invierno se oculte por completo. Camino sin rumbo por las calles, abierto a la sorpresa de encontrar detalles sublimes en cada esquina.
Fue así como, torcí rumbo atrapado el nombre de una calle: Zamudio. Me interné en un barrio llamado Guillermo Rawson, en honor a quién impulsó la creación de la Cruz Roja Argentina.
Había avanzado solo una cuadra cuando otro identificador atravesó mi mirada. Esta vez la vía llevaba el nombre de Julio Cortázar. Más adelante me crucé con el café Rayuela. En medio del asfalto, pintada, había una rayuela como guía para adentrarse en una plaza con una diminuta biblioteca de madera al aire libre. Se llama La Maga. Los libros están a la espera de ser tomados por cualquier transeúnte con la única condición de dejar otro en cambio.
Las sorpresas se sucedían, una detrás de otra. Frente, en un inmueble, una placa de mármol rezaba: “En este edificio vivió Julio Cortázar (1914-1984). El clima del barrio Rawson y Agronomía está presente en varios de sus cuentos”.
Sin saberlo, había estado deambulando por las mismas callecitas que el autor de Rayuela. La morada está en la calle Artigas 3246, en el tercer piso del Pabellón 1, como se le denominan a estos edificios de solo tres pisos. En uno de los apartamentos convivió Cortazar con su madre, María Herminia Descotte, y su hermana Meme, entre 1934 y 1951.
Incluso luego de mudarse a París, haber escrito Rayuela y ser reconocido en el mundo como uno de los referentes del boom latinoamericano, volvía siempre al barrio, a ese hogar, donde permaneció su madre hasta mediados de los años 70.
El apego con el apartamento y las muchas otras casas que habitó no es fortuito. En una carta a dos amigas, fechada en abril de 1940, Cortázar confiesa:
Yo me quedo con las casas donde he sido feliz, donde he asistido a la belleza, a la bondad, donde he vivido plenamente. Guardo la fisonomía de las habitaciones como si fueran rostros; vuelvo a ellas con la imaginación, subo escaleras, toco puertas y contemplo cuadros. Yo no sé si los hombres son demasiado ingratos con las casas, o si en mi gratitud hacia ellas hay algo de neurosis. El hecho es que amo los recintos donde he encontrado un minuto de paz; no los olvido nunca, los llevo conmigo y conozco su esencia íntima, el misterio ansioso por revelarse que habita en toda pared, en todo mueble…
En su habitación del apartamento de Artigas 3246, escribió un joven e inquieto Julio los relatos breves que reunió luego en Bestiario, su primer libro de cuentos, publicado en 1951 por la Editorial Sudamericana.
“Casa tomada”, “Carta a una señorita en París”, “Lejana”, “Ómnibus”, “Cefalea”, “Circe”, “Las puertas del cielo” y “Bestiario”, los ocho textos que conforman el cuaderno, exploran temas como lo fantástico, lo surreal y lo inexplicable en la vida cotidiana. Cada uno de los cuentos ofrece una mirada única y enigmática a la condición humana y presenta personajes complejos y situaciones misteriosas.
De manera fantástica y surreal un día cualquiera me interné en ese barrio colindante con la Facultad de Agronomía y Veterinaria de la Universidad de Buenos Aires. Buscaba estas instantáneas con matices cortazianos, tomadas en el par de manzanas laberínticas, donde pasean elegante los gatos, a los que el propio Cortázar denominó “los guardianes de la vereda”. También hay silencios tan sublimes que pueden escucharse los pájaros.
El paisaje arquitectónico del barrio también es inusual. Hay una agradable armonía de pequeños chalets de estilo inglés, con jardincitos de mucho verde alrededor. También edificios antiguos, como el de Cortázar, de no más de tres pisos.
Imposible después del hallazgo no volver corriendo en busca de los cuentos de Bestiario. Los había leído años atrás, en la universidad y, para ser sincero, recordaba ideas vagas. Pero volví al barrio con el libro.
Bajo la sombra de los árboles del diminuto parquecito frente a la ventana del cuarto del joven escritor comencé mi lectura. Y cada tanto levantaba la vista de las páginas y miraba a la ventana. Imaginaba a Julio Cortázar borroneando cuartillas. Por cierto, en esa casa, hoy habitada por otra familia, todavía se conserva el mueble que Cortázar usaba como biblioteca.
En la relectura, en semejante escenario, saltan las numerosas referencias del barrio en los cuentos. Las hay muy sutiles, abstractas y metafóricas. Sus callecitas asimétricas, por ejemplo, me las figuro como ese juego recurrente que propone Cortázar en sus textos. Son senderos lúdicos, como laberintos y acertijos, para involucrar al lector —o al visitante— y desafiar su participación activa en la construcción de la historia.
Además, así el azar y el destino tienen un papel importante en los relatos, donde las coincidencias y los encuentros fortuitos influyen en el desarrollo de los personajes.
Pero, como en el cuento Ómnibus, saltan pinceladas muy gráficas del barrio, en forma de triángulo delimitado por las calles Cortázar, Tinogasta y Zamudio:
A las 2, cuando la ola de los empleados termina de romper en los umbrales de tanta casa, Villa del Parque se pone desierta y luminosa. Por Tinogasta y Zamudio bajó Clara taconeando distintamente, saboreando un sol de noviembre roto por islas de sombra que le tiraban a su paso los árboles de Agronomía. En la esquina de Avenida San Martín y Nogoyá, mientras esperaba el ómnibus 168, oyó una batalla de gorriones sobre su cabeza, y la torre florentina de San Juan María Vianney le pareció más roja contra el cielo sin nubes, alto hasta dar vértigo. Pasó don Luis, el relojero, y la saludó apreciativo, como si alabara su figura prolija, los zapatos que la hacían más esbelta, su cuellito blanco sobre la blusa crema. Por la calle vacía vino remolonamente el 168, soltando su seco bufido insatisfecho al abrirse la puerta para Clara, sola pasajera en la esquina callada de la tarde.
Hice el mismo recorrido de Clara, a la misma hora, secuencia tras secuencia, acompañado por la luz natural. Aunque ahora, más de medio siglo depués, la ruta 168 sea la 78. O la torre florentina de San Juan María Vianney con su reloj esté atrapada entre edificios modernos sin identidad alguna.
Según confesó el propio Cortázar los cuentos de Bestiario fueron autoterapias. No dudo: caminar por el barrio podría resultar una sesión terapéutica. Me surgen muchas preguntas sin respuesta y de nuevo me asalta el espíritu de Cortazar en sus cuentos, donde a menudo deja al lector con incertidumbre, lo invitan a reflexionar y a interpretar diferentes significados posibles. Definitivamente Julio sigue deambulando por estas calles.