Disfruto de los lugares donde las estaciones del año están bien definidas. Cosa, quizás, de haber nacido y crecido en el trópico, específicamente donde es casi una certeza el slogan “Cuba, un eterno verano”.
La cuestión es que, a medida que la Tierra, inclinada levemente sobre su eje, orbita alrededor del Sol, disfruto de cosas tan pueriles como usar abrigo, gorro y bufanda en invierno y andar en chancleta, short y camiseta en verano. Por otro lado, más hacia lo profundo e inspirador del alma, entre solsticios y equinoccios, suelo caminar en primavera y detenerme allí, en los brotes verdes de la ciudad, en medio de todo el paisaje de concreto.
Mas, de las cuatro estaciones del año, mi preferencia se inclina hacia el otoño. Es un momento de cambio donde en tres meses del año la fuerza del sol llega con menos intensidad, el día se acorta para dar paso tempranamente a la noche, aparecen constantes y finas precipitaciones y la temperatura desciende hasta tornarse levemente fría. Es también la época de un espectaculo único de la naturaleza donde el verde de las hojas muta en un amarillo calido y luminoso. A veces hasta rojizo. Esas hojas secas en caída libre forman una alfombra natural en el suelo.
El nombre de esta estación proviene del vocablo latino “autumnus”, que se asocia a auge o aumento. O sea, algo positivo. Sin embargo el otoño suele vincularse con lo lúgubre. Los días grises del otoño son buen caldo de cultivo para evocar la melancolía y contemplar cómo el viento levanta y arrastra las hojas por la calle, la copa de los árboles con sus ramas al desnudo, la tenue luz del sol que penetra entre las hojas amarillas o cómo la lluvia fina corre por la ventana mientras estamos al resguardo del calor de una chimenea.
El equinoccio de otoño, que en el hemisferio sur suele aparecer entre el 20 y 21 de marzo y entre el 22 y 23 de septiembre en el hemisferio norte, ha sido un surtidor de de inspiración para poetas, escritores, pintores, trovadores, músicos y cineastas de todas las épocas. Es, quizás, la estación del año más evocada por las artes.
Ahí está el Otoño de “Las cuatro estaciones” de Antonio Vivaldi, como una de las más famosas partituras de la música clásica. Forma parte protagonista de un conjunto de doce conciertos para violín y orquesta estrenados en Ámsterdam en 1725.
También es sobrecogedor el cuadro “Callejón del álamo en otoño”, pintado por Vincent van Gogh en octubre de 1884. “Quiero ir a una tierra donde exista un otoño eterno”, le confesó en una carta el pintor holandés a su hermano Théo.
Pero es en la poesía donde el otoño se ha manifestado con mayor énfasis para evocar los pasajes tristes.
El poeta nicaragüense Rubén Darío escribió en 1905 “Canción de otoño en primavera”, que incluyó en su libro “Cantos de vida y esperanza”. El gran exponente del modernismo liteario evoca en este poema la juventud perdida y se queja por el paso del tiempo. Darío se inspira en el otoño para para cantar a lo que por lógica natural se va y definitivamente no volverá nunca más. Aquí la segunda parte del texto:
(…)
Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro…
y a veces lloro sin querer.
¡Y las demás! En tantos climas,
en tantas tierras siempre son,
si no pretextos de mis rimas
fantasmas de mi corazón.
En vano busqué a la princesa
que estaba triste de esperar.
La vida es dura. Amarga y pesa.
¡Ya no hay princesa que cantar!
Mas a pesar del tiempo terco,
mi sed de amor no tiene fin;
con el cabello gris, me acerco
a los rosales del jardín…
Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro…
y a veces lloro sin querer…
¡Mas es mía el Alba de oro!
La lluvia y días otoñales también inspiraron a Joan Manuel Serrat para componer su célebre ”Balada de otoño” en la década del sesenta y publicarla en 1969 en su album ”La paloma”. Imposible no suspirar con esta letra y la voz del catalán:
Llueve,
detrás de los cristales, llueve y llueve
sobre los chopos medio deshojados,
sobre los pardos tejados,
sobre los campos, llueve.
Pintaron de gris el cielo
y el suelo
se fue abrigando con hojas,
se fue vistiendo de otoño.
La tarde que se adormece
parece
un niño que el viento mece
con su balada en otoño.
Una balada en otoño,
un canto triste de melancolía,
que nace al morir el día.
Una balada en otoño,
a veces como un murmullo,
y a veces como un lamento
y a veces viento.
Llueve,
detrás de los cristales, llueve y llueve
sobre los chopos medio deshojados,
sobre los pardos tejados
sobre los campos, llueve.
Te podría contar
que esta quemándose mi último leño en el hogar,
que soy muy pobre hoy,
que por una sonrisa doy
todo lo que soy,
porque estoy solo
y tengo miedo.
Si tú fueras capaz
de ver los ojos tristes de una lámpara y hablar
con esa porcelana que descubrí ayer
y que por un momento se ha vuelto mujer.
Entonces, olvidando
mi mañana y tu pasado
volverías a mi lado.
Se va la tarde y me deja
la queja
que mañana será vieja
de una balada en otoño.
Llueve,
detrás de los cristales, llueve y llueve
sobre los chopos medio deshojados…
Y para cerrar esta columna otoñal evoco al escritor Eliseo Diego. El poeta cubano que, como nació y vivió donde el otoño pasa casi desapercibido, “donde la demasiada luz forma otras paredes con/ el polvo…” supo como pocos abrazar la melancolía de la estación para escribir “Otoño”:
Por el otoño adentro el humo vuela
llevándose el aroma del verano.
Quedan los frutos de su amor lejano
en una luz que la nostalgia vela.
Húyese el tiempo y al dejarnos hiela
su no estar tan extraño, tan humano.
Se nos cae la penumbra de la mano,
gruñe el silencio como un perro en vela.
Y la joven de octubre va y se esfuma
por entre los resquicios del empeño
que quisiera salvarla con sus rosas.
Todo el campo se oculta en esta bruma
que no sabemos si es memoria o sueño
y no hay sino el perfume de las cosas.