Juanito es la leyenda viva de Caletones, el pueblito pesquero y de veraneo a 18 kilómetros de Gibara, en Holguín, donde pasé gran parte de mis vacaciones desde la niñez hasta mi primera juventud. A lo largo de más de medio siglo, por sus manos han pasado las piernas de decenas y decenas de vecinos que han acudido a él para ser sobadas y curarse así de una indigesta, popularmente conocida como empacho.
Puedo dar fe de sus dones de curandero porque muchas veces me sobó de niño durante mis estancias en Caletones. Ante terribles dolores de barriga y fiebre (recuerdo en especial con 10 años hartarme de melcocha y agarrar una indigesta funesta) mi abuelo Bartolomé sugería llamar a su amigo Juanito antes que mis padres me llevaran al consultorio médico. Es más, es conocido en Caletones que los propios médicos de la zona recomenban a sus pacientes indigestados buscar a Juanito para que los sobara. No había mejor remedio para esos malestares estomacales que las manos del curandero.
Y en efecto, siempre terminaba entre las manos largas y delgadas de Juanito, que como trenzas se deslizaban coordinadamente por mis pantorrillas. El dolor que producían los masajes y luego la sensación de alivio no se me han olvidado jamás. Juanito siempre me sanaba.
Días atrás regresé a Caletones con mi familia. Entre las evocaciones de los felices tiempos pasados allí, salieron a relucir nombres de los vecinos con quienes habíamos compartido. Entre ellos, por supuesto, estaba Juanito.
Jose, de la familia Peralta, me había comentado que seguía vivo. Así que allá fui a buscarlo con mi tía Vicky, quien hace sesenta años junto a mi tía Alicia fue alfabetizadoras en Caletones de muchos de los primeros pobladores, como el propio Juanito.
Llegamos a su casa y ahí estaba el entrañable personaje, como esperándonos, sentado en su portal, sonriente y bajándose una botella de ron con un vecino. Como si venciera al tiempo el mismísimo Juanito, vivito y coleando a punto de cumplir 96 años, con la envidiable distinción de ser el más longevo habitante por todo aquello, apenas nos vió, nos reconoció.
“¡Victoria y el nieto de Bartolo, qué sorpresa!”, exclamó entre risas mientras nos invitaba a sentarnos y brindar por aquel encuentro con las dos líneas de bebida que le quedaban a su botella.
Con varias décadas encima, Juanito seguía casi igual al que conocí en mi niñez. Su figura seguía siendo delgada y esbelta. Como siempre, usaba camisa a cuadros y sombrero de vaquero. Su voz grave y siempre sonriendo. Ahora llevaba gafas espejadas, de esas al estilo piloto, para proteger unos ojos que han visto casi un siglo. “La claridad ya me molesta un poco”.
Resultó impresionante el estado impecable de su memoria y su lucidez. Nos contó cómo fue que llegó a Caletones, de cuando conoció a mi abuelo y, por supuesto, de cómo aprendió a sobar.
—Yo nací en Gibara, el 12 de agosto de 1927 —me dijo fuerte y despacio, como para que se entendiera bien que 1927 queda muy pero muy lejos. Prosiguió:
—Éramos diez hermanos. Seis varones y cuatro mujeres. Soy el menor de los hombres. De todos, solo quedamos vivos dos hermanas, que tienen 90 y 92 años, y yo. A los pocos años de yo nacer, mi papá nos llevó a vivir al monte, como a 5 kilómetros de aquí. Estaba huyendo del machadato. La guardia rural era mala, mala. Hace muchísimos años. El viejo compró una caballería de tierra en un lugar llamado Laguna Blanca. Ahí había una finca de un gallego, Felipe Goyo. Nos pusimos a trabajar toda la familia haciendo carbón hasta que ese hombre empezó a ampliar y nos sacó de ahí. Entonces fue que vinimos más cerca del mar y caímos en Caletones, que era un caserío con unas pocas familias. Yo tenía, creo, como 12 años.
Juanito se levanta y enfila hacia la costa. Camina erguido, apoyado con un bastón solo para sentirse “más seguro porque a veces los pies fallan”, dice. Mientras avanzamos señala en el terreno cómo era todo cuando él y su familia se asentaron por estos lares. Cómo de ser un campo agreste, casi virgen y con casitas de tabla y guano esparcidas en algunos claros abiertos a machete limpio por las familias, hoy hay todo un pueblo. Su casa está a unos 350 metros del mar en línea recta.
Cercano a los arrecifes se detiene, respira profundo todo el aroma de salitre y campo. Las olas del mar rompen en las rocas. Juanito escucha.
—Mira —señala con el bastón— por allá estaba la casita de Pipe Morales; más atrás la de Los Reyes, más para el lado de la playa vivían Los Mencheros; cerquita estaba Santana, Juan Reyes y Los Salas.
Me cuenta que los hombres de algunas de esas familias se dedicaban a pescar y otros a producir carbón. De eso subsistían.
—Vendíamos carbón en Gibara. Imagínate, no había camino, nada más un trillo que se fue abriendo entre las matas de uva caleta cuando pasábamos a caballo y con los mulos, cargando carbón. Con el tiempo ese trillo se fue ampliando y se convirtió en camino. Ahí fue cuando empezaron a llegar de Gibara y hasta de Holguín. Construyeron casas de veraneo. Tu abuelo Bartolomé fue de los primeros que conocí. Era un buen amigo y muy jodedor. Debe haber sido a finales de los 40 o principios de los 50.
En efecto, mi abuelo llegó en 1948 a Caletones.
—Juanito, ¿y cuándo fue que aprendió a curar el empacho?
—De tanto que me sobaron en la vida y observando a una viejita que sobaba por aquí a todo el mundo, aprendí. Pero me dediqué a eso porque un día fui con una de mis hijas, que estaba volada en fiebre por una indigestión y esa viejita no podía sobarla. Así que arranqué en una guagua para Gibara con la niña; allá la atendieron, la sobaron y se puso bien. Fue tan grande el susto que, ese día, por el camino, juré por todos los santos que aprendería a sobar y curaría a los míos y a todos los que necesitaran. Y aquí estamos; más de sesenta años curándole a todo el mundo el empacho.
—¿Cómo diagnostica el empacho y que una persona necesita ser sobada para curarse?
—Lo de sobar y curar el empacho es algo muy viejo. Se produce cuando no se ha digerido bien alguna comida. Cuando algo que comió le cae mal. Ahí vienen fuertes dolores de barriga y hasta fiebre. Cuando usted está empachado se le forman una bola en la pantorrilla, unos chichones en la masa. No sé por qué será. Pero sí sé que los detecto al tacto y se los desbarato de a viaje. Si le duele, es que está bien cogío.
Por casualidad, mientras conversábamos, apareció un joven que, precisamente, buscaba a Juanito para que lo sobara. El muchacho, de unos treinta y pico de años, es nacido y criado en Caletones. Desde hace una década vive en Estados Unidos y vuelve cada tanto a su pueblo para ver a la familia. Esta vez parece que, en medio de los festejos, el hartazgo de carne de cerdo asada y ron fue grande.
Nuestra charla se interrumpe porque el deber llama. Además, es una oportunidad única ver a Juanito en acción a sus 96 años. Nos sentamos en el portal de una casa vecina. La hija de Juanito, Mileidi, trajo una cuchara con aceite de cocina que el paciente sostuvo. El curandero mojó la yema de los dedos y comenzó a frotar y frotar como si sus manos bailaran en aquella pierna.
—Hay quien soba por el estómago pero yo siempre lo hice por las piernas. Siempre con aceite de cocina, que es lo mejor para que resbalen bien los dedos por la piel —explica el experto al tiempo que anuncia: “Oh, usted está bien empachado”.
—Mira como ya detecté donde están las bolas —me advierte. Ahora es darle y darle en toda la masa de la pierna, desbaratandose. Primero en una y luego paso a la otra. Siempre hay una pierna mejor que la otra. Lleva su conocimiento porque hay que detectar esas bolas e ir desbaratándolas. Si no, puede que solo las corras de lugar. Y ahí no haces nada.
El “paciente” escuchaba a Juanito y sonríea. Como yo, rememoró de las veces que de pequeño pasó por sus manos. Después de sobar, le sugirió tomar un té de menta con un poco de sal.
La sesión completa duró unos diez minutos. El paciente abrazó a su curandero. Le agradeció y le regaló una botella de ron. Ahí mismo Juanito la abrió con sus dedos maestros y nos invitó a tomarla mientras seguíamos la conversación.
—Nunca en mi vida cobré un peso por curar el empacho —confiesó orgulloso. Me quisieron varias veces dar dinero y nunca acepté. Mi satisfacción siempre fue ver cómo se curaban lo mismo niños que viejos. Así me fue conociendo todo el mundo y dándome mucho cariño. Si tú vieras cuando cumplí 90 años la cantidad de gente que se apareció de todos lados en mi casa. Se armó una tremenda fiesta.
Nunca quiso irse de Caletones. Ni en los momentos más duros. Ha sido testigo de casi todos los eventos meteorológicos que han pasado aquí y han afectado fuertemente su casa. Una y otra vez ha vuelto a levantar su hogar.
—El ciclón Flora en 1963 trajó varios días de mucha agua. Aguaceros torrenciales y con vientos muy fuertes. Eso fue un infierno. La casa se me inundó con todo dentro. Pero el peor, el que sí destrozó todo por aquí, y hasta modificó la playa, fue el huracán Ike, en 2008. Ahí me dejó solo unas paredes en pie.
De Caletones nunca se mudaría porque como el aire y el mar de este lugar no existen, asegura. El salitre de este mar corre por sus venas y el paisaje ha llenado sus ojos por demasiado tiempo. En la ciudad con tantos edificios y calles, tanto ajetreo y bulla, se siente ahogado.
Podría pensarse que Juanito está solo en otro pueblo cubano en el que cada vez quedan menos habitantes. En estos tiempos Caletones sólo está más animado durante los meses de vacaciones, cuando llegan los vacacionistas. Pero no es el caso. Tiene tres hijos. Tiene una costa y centenares de curados.
—Uno vive en Holguín, otra en Gibara y una conmigo. Vienen bastante seguido a verme. Y cuando voy a Holguín me paran y saludan en la calle mucha gente que ni me acuerdo quiénes son. Es porque desde hace tantos años me conocen de Caletones y seguro sobé a unos cuantos de ellos.
Una última pregunta antes de despedirnos:
—A sus casi 96 años, usted debe ya tener su propia fórmula para la vida…
Juanito ríe a carcajadas y confiesa:
—Para llegar a viejo hay que reír mucho, no coger lucha en la vida, caminar y darse su traguito de vez en cuando… aunque yo me lo disparo muy seguido.
Santa palabra de Juanito, la leyenda viva, ”el cacique” de Caletones.