Según el plan inicial, mi estancia en la Antártida se resumiría en una visita de casi 24 horas. El objetivo de mi viaje era cubrir fotográficamente un suceso cultural e histórico: la primera presentación en esas remotas tierras de integrantes del Ballet Folklórico Nacional y la Compañía Nacional de Danza Contemporánea. Se trata de “Cultura es soberanía. Antártida Argentina”, un programa organizado por los Ministerios de Cultura y Defensa de la Nación.
Pero si algo nos advirtieron los organizadores antes de partir desde Buenos Aires y recorrer más de 6 mil kilómetros por vía aérea fue, primero, que en el Continente Blanco el clima marca el ritmo de los acontecimientos (conoceríamos de primera mano que por esos lares los meteorólogos son más consultados que los médicos).
Segundo, que cualquier plan para un viaje como este estaría constantemente expuesto a modificaciones.
Los bailarines se presentaron según lo previsto y todo fue un éxito. Pero las inclemencias del tiempo impidieron nuestro regreso. Permanecimos tres días y dos noches más que lo planeado. Hubo tanta neblina y ráfagas de viento el día del regreso, que el avión Hércules de la Fuerza Aérea que iba a recogernos intentó aterrizar cuatro veces en la pista de la base Marambio; pero fue imposible. Por seguridad, el piloto se vio obligado a dar la vuelta. Quedamos temporalmente varados.
Tercera lección: en la Antártida sabes cuando aterrizas pero nunca, con certeza, cuándo te irás.
Agradezco, sin embargo, la posibilidad que ver de cerca por más tiempo el trabajo y la vida en la base; y a sus protagonistas.
Antártida, sentido de pertenencia
En el viaje de ida, luego de partir desde el aeropuerto El Palomar, en Buenos Aires, debimos pasar un día completo dentro del predio del aeropuerto de Río Gallegos, sur de Argentina. Esa es la primera escala antes de cruzar a la Antártida. Ahí estábamos, alojados en una casa a la espera de que se “abriera una ventana”. Así llaman meteorólogos y pilotos a un espacio de tiempo en el que el cielo se despeja y es posible aterrizar con seguridad en la isla Marambio (donde se encuentra la base homónima), la puerta argentina al llamado continente de hielo.
En Río Gallegos conocí a Lucas Roberto, investigador del Instituto Antártico Argentino, organismo gubernamental que centraliza la planificación, coordinación y control de las actividades científicas en el Continente Blanco.
Lucas estaba de vuelta tras largos meses de trabajo en la base científica Carlini, en el norte de la península antártica, donde lideró un grupo investigativo.
“No hay otro lugar en el mundo para la ciencia con las características que hay en la Antártida. Es un lugar de inicio a nivel de ambiente, desafiante, novedoso y muy extremo. Todo eso y más hace que los organismos que ahí habitan sean muy particulares”, explica Lucas.
“Generamos conocimiento y ciencia de calidad y contribuimos con datos certeros para que las decisiones que se tomen sean responsables con la conservación de ese espacio y de todo el planeta”, argumenta.
Lucas y sus compañeros iban de regreso a sus casas, a reencontrarse con su familia, a las que hace mucho tiempo no ven. Aunque a la Antártida, confiesa el investigador, la va a extrañar siempre porque hace más de veinte años es parte de su vida profesional y “un poco también de la personal”, remata.
El también profesor universitario de ciencias naturales guarda mil historias de ese lugar lejano, casi desconocido, al que yo llegaría en breve.
“Te deslumbrará el paisaje. Luego te vas a dar cuenta de que lo maravilloso del lugar son los vínculos humanos que se construyen en medio de ese clima extremo y hostil. Es un viaje de ida”, vaticinó Lucas al despedirnos.
Del grupo de expedicionarios conocí y conversé con geólogos, biólogos y zoólogos. Próximo a pisar aquellas tierras, absorbía cada charla, cada historia, cada detalle.
Mauro Rozas, joven licenciado en biología de la Facultad de Ciencias Naturales y Museo de la Universidad Nacional de la Plata, estudia los pingüinos. Le pregunté cómo era trabajar con estos animales tan peculiares en su hábitat natural.
“Monitoreamos las colonias de pingüinos para estudiar su ecología reproductiva y red alimenticia. Es un trabajo que Argentina viene realizando desde hace muchísimos años, lo que nos permite poder ver si hay variabilidad en las colonias y su éxito reproductivo a lo largo del tiempo. Además, ver el impacto del calentamiento global en actividades humanas como la pesca. A su vez, los pingüinos pueden ser considerados centinelas del ecosistema antártico”, explica Mauro, quien se siente “una persona antártica”.
Ha estado tres veces en el continente blanco. En la base Carlini, en diciembre de 2022, culminó su carrera y festejó su título de licenciado en medio de una nevada. Como bautismo, un chapuzón en las gélidas aguas del mar antártico.
La Base Antártica Conjunta Marambio
Argentina es el país de mayor presencia científica en la Antártida, con trece bases. Las otras naciones que tienen sedes para la investigación esparcidas por el continente son Chile, Rusia, Estados Unidos, Australia, Alemania, China, Corea del Sur, India, Reino Unido, Brasil, Francia, Italia, Japón, Nueva Zelanda, Noruega, Polonia, Sudáfrica, Ucrania y Uruguay.
La Base Antártica Conjunta Marambio, a donde llegamos, es la más importante sede logística y científica que conecta a otras seis bases permanentes y a igual número de establecimientos que operan solo durante los meses de verano.
Lleva el apellido de Gustavo Argentino Marambio, piloto de la Fuerza Aérea del país y uno de los primeros exploradores antárticos.
En medio del clima más hostil del planeta, donde los vientos llegan a superar los 200 kilómetros por hora, las temperaturas pueden bajar a -60 grados Celsius en invierno, hace más de medio siglo levantaron Marambio.
La base está a 210 metros sobre el nivel del mar. Es una zona amesetada en la isla de igual nombre, rodeada por el mar de Weddell. Ese pequeño sector es una de las escasas zonas de la Antártida libre de hielo. Está conformada por una decena de construcciones austeras y de color anaranjado intenso para que se distinga en medio de la blancura de la nieve o el gris del barro del suelo.
Hay un inmueble central con oficinas, una biblioteca, una posta médica, una capilla, un gimnasio, el departamento meteorológico, el comedor, la cocina, una salita de conferencias, un sector para fumadores y un salón de juegos y esparcimiento.
Otros galpones se conectan por una pasarela exterior. Están destinados al alojamiento y el trabajo científico. Además hay una usina, un hangar con dos helicópteros para rescates y traslado de los científicos a otras bases; una torre de control aérea y una pequeña terminal de bienvenida.
Marambio posee la primera pista de aterrizaje natural del continente y la única de las bases argentinas. Es una pista de tierra, de 1200 metros de largo por 40 de ancho. Fue construida por un grupo de trabajo denominado Patrulla Soberanía, de la Fuerza Aérea Argentina hace más de cincuenta años. Fue toda una proeza porque durante tres meses unos pocos hombres removieron el terreno a pico y pala, sin maquinaria alguna y azotados por nevadas, las bajas temperaturas, y fuertes ráfagas de viento.
Las comunicaciones con el continente son directas. Hay Internet por wifi y señal satelital de TV.
La gran mayoría de los víveres y el combustible llegan una vez al año, en el rompehielos ARA Almirante Irízar, buque encargado de recorrer y abastecer las bases argentinas en la Antártida.
Esa misión es parte de lo que se conoce como “Campaña Antártica de Verano”, que se realiza cada año desde 1947 de diciembre a febrero. En ese lapso de tiempo se releva al personal que ha invernado.
Estamos en una isla rodeada de mar y hielo. En un continente que alberga el 90 % del hielo del mundo y el 70 % del agua potable. Sin embargo, en Marambio, como en el resto de las bases, hay que “fabricar” el agua.
Para obtener el líquido se derriten hielo y nieve en un complejo proceso. Esa agua se acumula en unas lagunas artificiales durante el verano. De ahí se bombea a una planta purificadora para luego distribuirse por tuberías.
En invierno, con temperaturas extremadamente bajas, de igual forma hay que salir a recolectar nieve para realizar el proceso en una especie de gigantes calderas en la usina.
Tanto esfuerzo implica, ante todo, conciencia colectiva del ahorro. Hay un régimen para el baño de tres veces por semana, con un tiempo estimado de 3 minutos en las duchas. La ropa se lava cada veinte días. Se cocina y friega optimizando cada gota de agua.
Otra particularidad es el tratamiento de residuos. Por un lado están los desechos domésticos y, por otro —aunque en menor medida—, los químicos usados en los laboratorios.
La mayor parte de la basura que se genera en la Antártida se debe retirar de allí obligatoriamente. Casi todos los desechos son acumulados durante todo un año en lugares acondicionados para ello y son sacados cuando pasa el buque rompehielos. Otra parte sale por vía aérea, en el avión Hércules.
Pocos residuos, como los orgánicos, son tratados en la propia base, con equipos especiales que filtran las emisiones contaminantes a la atmósfera.
Sentimiento antártico
En temporada de verano (como ahora), cuando casi nunca se hace de noche, Marambio lo habita un centenar de personas. Trabajan intensamente y durante largas jornadas en el mantenimiento de la base. Los científicos salen a recorrer kilómetros y kilómetros para recolectar muestras de rocas y musgos, o estudiar las colonias de pingüinos.
En invierno —cuando el sol se asoma solo un par de horas, las noches son larguísimas y el frío se intensifica hasta los -45 grados Celsius de sensación térmica— la dote se reduce a no más de cuarenta. En esa época se sale al exterior lo justo y necesario.
Marambio depende de la Fuerza Aérea Argentina pero no es una base militar. La presencia de las Fuerzas Armadas está dedicada solo al aseguramiento logístico del trabajo científico.
La Antártida, como lo establece el Tratado Antártico, es un territorio desmilitarizado, una reserva natural, consagrada a la paz y a la ciencia.
“Además de su importancia logística, Marambio se ha constituido en un polo de actividad científica. En sus instalaciones, el Servicio Meteorológico Nacional brinda un completo estudio de las condiciones meteorológicas de la zona como parte de la red mundial de meteorología, contribuyendo a través de radiosondeos meteorológicos y de la capa de ozono, de radiación solar y análisis nuboso de la atmósfera”, se puede leer en un documento del Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto de Argentina.
El Comando Conjunto Antártico de Argentina (Cocoantar) es la institución encargada de liderar las operaciones argentinas en forma permanente y continua en la Antártida y zona de interés, para asegurar el despliegue, sostén logístico y desarrollo de la actividad científica.
“Acá nos cuidamos entre todos. Compartimos hasta los problemas. El problema de uno es el problema de todos. Nadie es más importante que otro. Yo le llamo ‘La gran familia’. Todos somos hermanas y hermanos, con un objetivo común: asegurar el trabajo científico”, dice el Comodoro Federico Vassallo, Jefe de la Base Antártica Conjunta Marambio.
En efecto, a cada paso por Marambio se respira fraternidad. Se forman vínculos afectivos entre personas que, en otro contexto, quizá nunca se cruzarían.
En una sala contigua al comedor, en una mesa junto a una ventana de vidrio, donde se puede observar a lo lejos la inmensidad del mar y los témpanos de hielo, hay un rompecabezas de mil piezas. Está casi terminado. Solo faltan unas pocas piezas por encastrar.
Durante mi estancia en Marambio nunca coincidí con quien lo estaba armando. Al parecer no había apuro por terminar. Luego supe que no es una sola persona, sino varias quienes lo van completando. Cualquiera que por ahí pasé puede participar del juego, de la construcción del paisaje.
El rompecabezas no es un mero pasatiempo. Es la metáfora perfecta de lo que representa la paciencia, la dedicación y el hacer colectivo en un lugar como Marambio.
Rocío García es una de las asiduas armadoras. Tiene 26 años y es teniente de la Fuerza Aérea. Hace cuatro años, tras concluir estudios en la Escuela de Aviación Militar de la Fuerza Aérea Argentina, piloteó por primera vez un avión. Desde pequeña sintió que volar era su pasión. Hoy, al cabo de muchos obstáculos vencidos, ostenta el título de “Aviador Militar, piloto de helicóptero” y es reconocida y admirada en un ambiente como el de la aeronáutica, tradicionalmente dominado por hombres.
Rocío forma parte del grupo de pilotos de los helicópteros de la base Marambio. Es la primera pilota de la historia en hacer una campaña de verano en la Antártida.
García no habla de sus horas sobrevolando en un pájaro de hierro recónditos paisajes como son los de la Antártida. Prefiere enfatizar “la belleza de las pequeñas cosas” que ha encontrado en Marambio.
“Son increíbles los misterios de Marambio y cómo influyen en la gente que llega. Todo es cuestión de actitud y como uno enfrenta la vida acá”, me cuenta Rocío.
“Aquí aprecio un montón de cosas que en la rutina de la vida diaria a veces se pierden. Son muy especiales los gestos de las personas con las que diariamente convivo, los paisajes, los animales, las caminatas, cada nueva vivencia y una buena charla con alguien. Personalmente, disfruto estar acá. Siento que me ha ayudado mucho a crecer”.
Juan Cruz es un joven ingeniero electrónico. Es el encargado del Laboratorio Multidisciplinario Antártico. Su responsabilidad, junto a Romina, radica en mantener activos importantes equipos de medición de aerosoles, radiaciones ultravioletas, rayos cósmicos, así como espectrómetros para la capa de ozono, entre otros. Los equipos se mantienen todo el año en funcionamiento. Cada día Juan y su equipo recopilan una serie de datos y los reenvían a observatorios y laboratorios de varias partes del mundo.
Juan llegó a Marambio el 6 de enero de 2022. Desde entonces su barba comenzó a crecer. Un año después, esa barba larga y rojiza es una representación del tiempo; testigo de la transformación humana que ha experimentado Juan en la Antártida.
“De alguna manera aprendes a querer el frío, el sonido del viento, las noches largas en inviernos y los atardeceres en verano, las estrellas, el mar y los hielos. Quedarse unos segundos parado en el viento a 100 km por hora para sentir esa fuerza en el cuerpo es un poco caer en la realidad de que no estoy en cualquier lugar. Acá es tan diferente que si quieres te sorprendes todos los días por algo distinto. Hace un año que estoy y no acabo de naturalizarlo”, confiesa.
La experiencia en Marambio cambió por completo su manera de relacionarse con los otros.
“Acá conoces a las personas rápido y muy bien. Estamos en un lugar inhóspito y casi inaccesible, compartiendo las mismas condiciones de vida. Todos hemos sacrificado muchas cosas, estamos lejos de la familia para estar acá. Te das cuenta de que hay que abrirse ante los otros día a día, incluirse. Es muy necesario hablar de lo que te pasa con alguién. Así se va creando una confraternidad entre los que acá estamos”.
Escuchando a Juan comprendo aquello que vaticinaron Roberto y Mauro, esa noche en Río Gallegos, a pocas horas de que conociera este lugar.
En la Antártida se da un fenómeno especial que escapa a cualquier medición meteorológica: “el sentimiento antártico”. Es un clima especial, afectivo e inversamente proporcional al clima hostil de la naturaleza reinante en el Continente Blanco. Por estos lares hay una máxima recurrente: “No se defiende lo que no se ama y no se ama lo que no se conoce”.
Primera entrega de esta serie: La Antártida vista por un cubano (I)