En el archipiélago de Tierra del Fuego, en Argentina, exactamente en Ushuaia, la ciudad más austral del mundo, allí donde el frío cala hasta los huesos y el viento corroe la piel, funcionó durante casi medio siglo una de las penitenciarías más famosas y crueles del planeta.
Conocida como la cárcel del Fin del Mundo por su ubicación, tétricas condiciones de vida y casi infranqueable seguridad, este penal, localizado a unas decenas de kilómetros de la Antártida, fue construido en 1902 e inaugurado en 1904.
El inmueble, como si fuera un pulpo de concreto y paredes de casi 50 cm de espesor, presenta un pabellón central y, pareciendo tentáculos rectos, cinco galerías de dos plantas. En esos pabellones funcionaron 386 celdas de unos 3 x 2 metros, con una pequeña ventana cuadrada.
La población carcelaria de este penal llegó a ser de hasta 600 presos. Los reclusos, que llegaban tras un largo mes de viaje en barco desde Buenos Aires, eran obligados a trabajar a la intemperie en los bosques aledaños, en la tala de árboles. También hacían labores de carpintería, herrería y en una imprenta, entre otros rubros.
Fue un lugar tan escabroso y temido que algunos condenados se suicidaron para evitar ser trasladados a la cárcel de Ushuaia.
Al fin del mundo no solo mandaban a los condenados más temidos y peligrosos. En ese infierno estuvieron recluidos desde asesinos seriales y ladrones de poca monta hasta presos políticos.
La “Siberia argentina” la bautizó el experimentado periodista y escritor de temas criminales Ricardo Ragendorfer.
“Enviar a delincuentes, rivales políticos y anarquistas para que sean disciplinados en la Siberia argentina fue una estrategia de enorme crueldad. También obedeció a una política de Estado de altísima insensibilidad. Todos los primeros habitantes de Ushuaia vivían, en mayor o menor medida, de esa estructura carcelaria. Ya sea porque eran proveedores de alimentos o insumos o porque eran los propios carceleros, en general extranjeros que habían cultivado la misma profesión en sus países de origen”, apunta Ragendorfer sobre el contexto y dinámica de esta cárcel en Presidio. Experimento Ushuaia, un ciclo de cuatro documentales.
Entre todas las historias de reclusos famosos que albergó la cárcel del Fin del Mundo, hay dos que sobresalen. Uno es Cayetano Santos Godino, apodado despectivamente como el “Petiso Orejudo”, por su baja estatura y sus protuberantes orejas.
Cayetano fue el más joven y conocido asesino serial de comienzos del siglo XX en Argentina. Fue autor intelectual y material de las muertes de cuatro niños. Protagonizó siete intentos de homicidio e incendió siete edificios.
Con semejante prontuario, no había otro destino en el mundo para pasar el resto de sus días que en la cárcel de Ushuaia. El “Petiso Orejudo” estuvo recluido desde 1923 hasta 1944, sin amigos ni visitas. Apareció un día muerto en el penal en circunstancias aún dudosas.
En el otro extremo de la historia está Simón Radowitzky, un líder obrero y anarquista. Radowitzky fue condenado a cadena perpetua tras perpetrar el atentado en el que murió el jefe de policía Ramón Lorenzo Falcón. Fue trasladado a la cárcel del fin del mundo y anotado como el preso 155.
Allí pasó 21 años. Sufrió vejámenes de todo tipo y torturas de mano de sus carceleros. También se convirtió en líder de los presos, quienes lo llamaban “El ángel de Ushuaia”.
En 1918 Simón protagonizó un capítulo digno “de película”. Tras un plan secreto armado desde Buenos Aires, se escapó caminando, a la vista de todos, disfrazado de guardiacárcel. Tras cuatro días navegando en una goleta por el estrecho de Magallanes y de una intensa búsqueda por parte de la policía argentina y chilena, es capturado y devuelto a las mazamorras, a una celda de castigo.
Desde la oscuridad y el frío escribió el inquebrantable preso 155 a sus compañeros:
“Tengo bastante valor, aunque estoy flaco de cuerpo, para soportar esta reclusión y la que venga tras ella. Muchas veces he pensado acabar de una vez, en vista del fracaso de mi fuga y de los malos tratos; es decir, hacerme matar o seguir el ejemplo del 122. ¿Sabes por qué no lo hago? Para que no gocen mis verdugos… (…) Pronto hará once años que estoy en el presidio y te puedo asegurar que no tengo el menor remordimiento; jamás hice ningún mal conscientemente a nadie. Siempre he velado, mejor dicho, cuidado, de la dignidad que debe ser norma de los anarquistas, y respecto a mi proceder con los compañeros del presidio jamás un anarquista podrá avergonzarse.”
El 22 de abril de 1930, tras 21 años preso, Simón Radowitzky, enfermo de tuberculosis y desnutrido, salió en libertad tras un indulto presidencial. Fue desterrado a Uruguay.
La cárcel del Fin del Mundo funcionó hasta 1947. Fue cerrada por razones humanitarias por el entonces presidente argentino Juan Domingo Perón.
Desde su desmantelamiento como penitenciaría y hasta 1994 las instalaciones fueron usadas como base de operaciones militares. Luego en los pabellones se instalaron el Museo del Presidio, el Museo Marítimo y el Museo de Arte Marino de Ushuaia.
Particularmente el Museo del presidio muestra una amplia información con testimonios y fotos sobre la historia de la cárcel. En él están representados en murales dentro de algunas celdas protagonistas como Radowitzky y el “Petiso Orejudo”.
Aunque todo ahora es una puesta en escena, resulta escalofriante desandar por ese sitio y mirar a través de las pequeñas ventanas enrejadas de las celdas; más aún al atravesar un lúgubre pabellón que ha quedado tal como era en la época que fungía la penitenciaría. Se siente el frío y la humedad. La luz es escasa y la sensación de encierro corta la respiración. Ahí es cuando sientes en carne propia por qué a ese lugar le llamaron la cárcel del Fin del Mundo y no precisamente por su lugar geográfico.