Al desembarcar en Venecia hace algunos años, lo primero que hice fue preguntar —eufórico— por los famosos paseos en góndola.
Mi primera referencia de esos hermosos, estilizados y largos botes que pasean por la ciudad la tuve a muy corta edad, a través de un viejo óleo de una escena veneciana contextualizada en el siglo XIX que aún cuelga en la casa de mis abuelos. La estampa recrea, al parecer, un día sosegado en el “Gran Canal”, al pie del “Puente de Rialto”, donde destacan varias góndolas.
Ese lienzo existe desde mucho antes de que yo naciera. Es de esos objetos que, secundariamente, trascienden en nuestras historias personales por haber estado siempre en el mismo sitio, como si miraran nuestro crecimiento. Nunca me preocupé por cómo llegó aquella imagen a un hogar tan familiar en la ciudad de Holguín, en pleno Caribe. Mucho menos advertí alguna vez quién fue el pintor o la pintora que lo creó. Mas, en mi imaginario de infante soñador, esa obra fue protagonista de la fantasía de querer meterme en aquel cuadro y navegar en alguna de aquellas góndolas.
Imposible no recordar esa pueril ilusión tres décadas después de aquel devaneo, cuando llegué a la milenaria ciudad localizada en el mar Adriático. Pero mi euforia se desvaneció al momento de conocer el tarifario de los paseos en góndolas: 80 euros por un viaje de media hora. Eso durante el día, porque al caer la tarde y durante la noche —en dependencia de cuán romántico te note el gondolieri (gondolero en italiano)— el precio oscila entre los 100 y 130 euros.
No es un secreto que Venecia es uno de los destinos más turísticos del mundo y que un paseo en góndola es uno de sus más insignes fetiches. Y eso cuesta. Solo hagamos la cuenta a partir del siguiente dato: antes de la llegada de la COVID-19 diariamente pasaban por la capital de la región italiana de Véneto un promedio de 70 mil forasteros.
Un panorama sin dudas muy diferente al año 1094, cuando en un dictamen del duque Vital Faliero de Doni se escuchó por primera vez la palabra “góndola”. Entonces, por aquellos años del siglo XI, por ejemplo, la góndola era el único medio de transporte usado por lugareños y mercaderes para moverse entre las islitas separadas por los canales y tierra firme. Cuentan que, en aquella época, navegaban diariamente por la ciudad miles de esas embarcaciones.
El término “góndola” está asociado a la combinación de las palabras italianas dondolare y cunula, que en español se traducen como “balancear” y “cuna”, respectivamente. Pero, según el diccionario Lo Zingarelli Minore —muy importante y consultado por recopilar el vocabulario de la lengua italiana— la palabra derivaría del griego kondoura, que significa “barco pequeño”.
La construcción de las góndolas es artesanal y suelen fabricarse combinando 280 piezas de maderas extraídas de diversos árboles, como el arce, el olmo, el cerezo, el abeto, la caoba y el roble, entre otras.
Una curiosidad es su asimetría. Con el tiempo, las góndolas alcanzaron dimensión estándar de 11 metros. Para una mejor maniobrabilidad por los estrechos canales y las bajas aguas de la laguna que recorren, las curvaturas de ambos lados del bote son diferentes; el lado derecho de la embarcación es más largo que su lado izquierdo. A este diseño se incorpora un remo apoyado sobre una pieza en forma de “U” llamada forcola.
La proa, llamada “ferro”, también tiene un diseño muy particular. Es de acero forjado en forma de “S” y tiene seis dientes que representan cada distrito de Venecia: Cannaregio, Santa Croce, San Polo, Dorsoduro, Castello y San Marco. El “ferro” sirve también de contrapeso para el gondolero, que rema y maniobra parado desde la popa.
Otro detalle estético que llama la atención es que todas las góndolas tienen al negro como color predominante. Hay varias explicaciones al respecto. Según un viejo gondolero con el que estuve charlando un rato durante mi visita a la ciudad, siglos atrás las góndolas eran coloridas y fastuosas. Eran una forma de ostentación de las familias de gran linaje. Luego, un decreto local normó que todas tenían que estar pintadas de negro y la proa debía tener seis puntas.
Otra versión vincula ese color con la epidemia de la peste, acaecida en el siglo XVI. Al parecer, todas las góndolas fueron pintadas entonces de negro, en señal de luto.
Con el desarrollo de las embarcaciones a motor, las góndolas quedaron como reliquias patrimoniales; así como también estuvo casi en peligro de extinción el oficio de gondolero. No obstante, el auge del turismo hizo posible que los célebres botes volvieran a surcar los canales de Venecia. Así, reaparecieron también los gondoleros.
Con los viejos marineros ahora coexistían mancebos fornidos, con vastos conocimientos de las artes marítimas, casi políglotas, con gran formación cultural y conocedores de la historia de Venecia. Todos uniformados con pullovers a rayas o camisas blancas, pantalón negro y sombrero de pajilla con una cinta de color negro o rosa.
Ese mundo de los gondoleros, totalmente masculino y, en consecuencia, machista, fue sacudido en 2009 cuando Giorgia Boscolo, una chica de 23 años, irrumpió en aguas venecianas convirtiéndose en la primera mujer gondolieri en nueve siglos de historia del oficio.
De aquel viaje de dos días en los que recorrí la famosa Venecia, me quedó pendiente navegar a bordo de una góndola. Preferí gastarme aquellos euros del paseo en bote en entradas a museos y en probar manjares típicos del lugar. Y no me arrepiento porque, al final, para conocer esos célebres botes que figuraban en la pintura de mi niñez —y que aún cuelga en la sala de la casa de mis abuelos— me conformo con haberlos fotografiado mientras navegaban por los estrechos canales, y con haber podido conversar con algunos gondoleros.
Entonces hay una extraña atracción entre las góndolas y Holguín, porque en el hotel Playa Pesquero, enclavado en el litoral norte de la provincia, muy cerca de Guardalavaca, existe (o existía, porque hace varios años que no voy por allá) una góndola original, especialmente traída desde Venecia, para ambientar un lujoso restaurante italiano enclavado en el lugar.
Saludos