Cuba parece condenada a la espera. Esperar es parte de lo cotidiano; tiempo que transcurre en cámara lenta mientras se repiten pequeños rituales de paciencia. En esos momentos aparentemente muertos, el tiempo se dilata.
En una parada de guagua el tiempo se diluye, rodeado de expresiones de resignación, miras el reloj una y otra vez, pero las manecillas parecen haberse aliado al tedio y avanzan con exasperante parsimonia.
Una tarde de lluvia incesante en La Habana me guarecía en la parada de 23 y B, El Vedado, junto a otra decena de personas. Aguardaban en silencio, mirando la calle bajo agua. No sabía cuánto tiempo estaría allí. Tampoco importaba. En una parada cubana, todos renunciamos, tácitamente, a apuros y expectativas.
La lluvia, poco a poco, se volvió intermitente. Sin embargo, nadie se movía. La gente ya no esperaba solo para protegerse del temporal; ahora, la promesa era la llegada de la guagua. Preguntar cuándo es inútil: la guagua llega cuando llega. El silencio era un compañero constante. Sabíamos que el ruido anunciaría la llegada del “monstruo rugiente de patas de caucho”, como describió las guaguas el humorista cubano Héctor Zumbado en una de sus crónicas.
A falta de otra ocupación, me sumergí en la escena. Comencé a observar a quienes me rodeaban: un hombre con un paraguas azul, un joven con la mirada fija en la calle, una mujer que observaba el suelo como si leyera algo invisible para el resto, un vendedor de dulces y una muchacha que le compraba un masa real.
Saqué la cámara y comencé a fotografiar el espacio y sus personajes. Nadie parecía advertir mi presencia. La lluvia había transformado aquel escenario en algo casi cinematográfico. A través del lente, la realidad adquirió otra dimensión. Ese instante, que parecía rutinario, se convirtió en una crónica visual. De algún modo, fotografiar aquello daba sentido a mi espera.
Finalmente, la lluvia cesó, y la parada comenzó a llenarse aún más. Algunos llegaron buscando un tardío refugio; otros, cansados de esperar, se aventuraron a pie. La esquina de 23 y B se transformó en un pequeño universo suspendido en la incertidumbre.
No podría precisar cuánto demoré en aquella parada, justamente por el peculiar paso del tiempo en Cuba, donde la espera no es un paréntesis o un vacío, sino contenido de una corriente detenida, una forma de vida, un sentido común.