“¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua. Y era tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico.
Pero ella no estaría ahora en el puente. Su fina cara de translúcida piel se asomaría a viejos portales en el ghetto del Marais, quizá estuviera charlando con una vendedora de papas fritas o comiendo una salchicha caliente en el boulevard de Sebastopol. De todas maneras subí hasta el puente, y la Maga no estaba. Ahora la Maga no estaba en mi camino, y aunque conocíamos nuestros domicilios, cada hueco de nuestras dos habitaciones de falsos estudiantes en París, cada tarjeta postal abriendo una ventanita Braque o Ghirlandaio o Max Ernst contra las molduras baratas y los papeles chillones, aun así no nos buscaríamos en nuestras casas. Preferíamos encontrarnos en el puente, en la terraza de un café, en un cine-club o agachados junto a un gato en cualquier patio del barrio latino. Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos.”
Con esa búsqueda, devenida en consabido desencuentro, arranca Rayuela, la célebre novela del escritor argentino Julio Cortázar, publicada hace casi seis décadas.
París, el río Sena y su Points des Arts (convertido en Patrimonio de la Humanidad en 1999), son escenarios y testigos de ese no-encuentro narrado por el propio Horacio Oliveira, protagonista de la trama que, ilusionado y afanoso, busca desde la primera página a su amante Lucía, más conocida como “La Maga”.
La subjetividad del lector con esta novela (leída en cualquiera de sus posibles maneras de lectura y finales), lleva ineludiblemente a una apropiación de los lugares, situaciones y personajes. Ya luego, de existir la oportunidad de caminar por “La ciudad del amor”, aunque sea una vez en la vida, —sobre todo pasear por los márgenes del Sena—, veremos cómo realidad y ficción se entremezclan a tal punto que Horacio y La Maga perfectamente pueden ser cualquiera de las parejas con la que nos cruzamos.
En las márgenes de ese accidente geográfico, antes de fundarse París, estaba Lutetia Parisiorum, una ciudad romana. De hecho, el primer puente del Sena fue construido en la época de Julio César, allá por 52 a.C.
París se fue levantando en torno a su río. Por eso, no sería París sin los 13 km del Sena que la atraviesa y divide en dos partes distintas: la margen u orilla derecha y la margen u orilla izquierda. Tampoco Rayuela sería Rayuela de no existir una ciudad como París y un río como el Sena.
Del mismo modo no sería este uno de los ríos más conocidos del mundo si no pasara por París. Ni siquiera es el curso de agua más largo y caudaloso de Francia (lo superan el Loira y el Ródano). Es más, tiene 777 km de longitud y no sale del país galo (nace en la comuna de Source-Seine y desemboca en el canal de la Mancha, cerca de El Havre). Sus aguas, para nada cristalinas, forman parte del encanto parisino como el más glamouroso o histórico de sus símbolos.
Diariamente por allí navegan, a bordo de los Bateaux Mouches, —esos barcos típicos franceses de excursión a cielo abierto—, miles de turistas, que contemplan gran parte del patrimonio arquitectónico y monumental como La torre Eiffel, el Museo del Louvre o la catedral Notre Dame. Esos paseos también permiten desembarcar en las tres islas del Sena: Saint-Louis, Cité y Cygnes.
Otra manera curiosa de recorrer el río es atravesando los 37 puentes que unen las dos orillas. O atravesarlo (aunque sin poder ver el paisaje) a través de alguna de las nueve líneas de metro subterráneas de la ciudad.
Recorrer los puestos de libros usados y viejos instalados en los muelles es otro de los atractivos de la ciudad alrededor del río.
También los cafés y restaurantes. Por cierto, no hay como degustar en la cena un delicioso siluro al asador, —el pez de agua dulce más grande de Europa y que puede pescarse en las aguas del Sena—, acompañado de vino blanco.
La noche siempre termina en algún bar, con el reflejo de las luces en el río o bailando en alguna plazoleta, bajo el manto de las estrellas.
La de Rayuela es una historia (no cualquier historia) de muchas que tienen al Sena como escenario circundante. Esa arteria fluvial guarda muchas páginas de amores y desamores. También episodios trágicos. El poeta rumano Paul Celan, atormentado por constantes depresiones, terminó con su vida al lanzarse el 20 de abril de 1970 a las aguas del Sena.
De cualquier manera, es imposible escapar a tanto encanto. Bien lo sabía un treintañero Cortazar, que llegó a la capital francesa en 1951, y no se fue más. Solía caminar a la orilla izquierda del Sena y sentarse a ver la vida rutinaria de los transeúntes. O quedarse embelesado con la mirada fija, agua de por medio, en los monumentos que se alzan cerca del río, como la catedral de Notre Dame.
“¿Encontraría a la Maga?”, vuelvo a esa pregunta inicial de Rayuela, de la que algunos ya sabemos la respuesta. Y quizás no debiéramos salir de esa interrogante, sino navegar por ella como pretexto para buscarnos a nosotros mismos siempre que volvamos al Sena.