En la entrada del habanero Hotel Capri, en la esquina de 21 y N en El Vedado, debería figurar una placa en letras doradas que anuncie: “En la piscina de este hotel se filmó uno de los planos secuencia icónicos de la historia del cine”. Quien haya visto la película Soy Cuba sabe que la escena lo merece. En la terraza del piso 18 de este hotel el director ruso Mikhail Kalatozov y su director de fotografía, Sergei Urusevsky, construyeron un fragmento inmortal del séptimo arte.
Soy Cuba es un filme cubano-soviético de 1963, en blanco y negro, que retrata la vida en la isla antes de la Revolución. Sin embargo, su poder reside no tanto en la narrativa como en lo formal: un despliegue de movimientos de cámara, composiciones inusuales y planos imposibles que desafían las leyes del cine. El primer plano secuencia del filme, ambientado en la piscina del Capri, dejó perplejas a generaciones de cineastas y espectadores.
En aquella escena la cámara, con un lente de ángulo ancho, inicia su recorrido en el último piso del hotel, al aire libre, donde se desarrolla una fiesta. Desde esa cima se logra ver como escenografía El Vedado habanero, con el malecón y el mar y construcciones célebres como el Hotel Nacional. Desde allí, la cámara desciende con una precisión asombrosa, recorriendo el entorno sin interrupciones, en un baile constante entre los asistentes, hasta un piso más abajo, donde está la piscina. La cámara esquiva a la gente hasta que, inesperadamente, se sumerge en la piscina. Sigue su trayecto subacuático entre los cuerpos de los bañistas, siempre en movimiento, siempre capturando.
Lo que asombra de la secuencia es la vida que Urusevsky le dio a la cámara, tan subjetiva y perceptible que llega a ser personaje más. No es solo una herramienta de grabación; es un testigo implacable, un ojo omnisciente al que no se le resiste ni el agua.
Hablar de Soy Cuba es hablar de genialidad técnica y artística. El filme llevó al límite el lenguaje del cine, usando la cámara para contar una historia sin palabras, solo con movimientos. Sus planos secuencia no son trucos técnicos; son el alma del filme, un recurso para llevar al espectador al centro de la acción, convirtiendo cada escena en una experiencia inmersiva y envolvente.
Sin embargo, la cinta fue un fracaso en su estreno en 1964. Tanto en Cuba como en la Unión Soviética, la reacción fue tibia, casi indiferente. Se consideró excesivamente experimental, fue incomprensible para muchos y, para otros, una propuesta artística fuera de lugar. Soy Cuba fue relegada al olvido durante años; su grandeza era apreciada solo por una minoría que supo valorar el riesgo y la ambición del proyecto.
Fue en 1995 cuando la película encontró una segunda vida. Nada menos que Martin Scorsese y Francis Ford Coppola, dos colosos del cine estadounidense, la redescubrieron y financiaron su restauración. Con ello, lograron que Soy Cuba regresara a las salas de cine y se proyectara ante una audiencia que, esta vez, la recibiría de brazos abiertos. La película fue finalmente reconocida como una obra maestra.
El hotel, restaurado hace unos años pero casi intacto en su esencia original, conserva un aire solemne, reverente. La memoria de la cámara de Urusevsky, descendiendo y sumergiéndose sin cortes, aún impregna el espacio.
En mis fotos, que como homenaje al filme hago en blanco y negro, el bullicio de la fiesta que de esos primeros minutos de la película ha quedado en el pasado. El espacio, en la actualidad, es más sereno.
Sesenta años después del estreno de Soy Cuba, estoy en la piscina del Capri. Frente a ese rectángulo de agua rodeado de inmuebles modernos, con el mar y el malecón a unas cuadras y El Vedado como escenografía, aún flota la energía de aquella escena que hizo historia. La magia de aquel plano secuencia persiste. Uno puede imaginar, al asomarse a la piscina, el suave movimiento de un lente que se sumerge y sigue su recorrido con la misma soltura y elegancia que un espíritu libre.