En los cuatro puntos cardinales de París se ubican los cementerios más grandes e importantes de la Ciudad Luz que, a su vez, forman parte de los campos santos más visitados en el mundo: Père-Lachaise en el este, Passy en el oeste, Montparnasse en el sur y Montmartre en el norte.
La información anterior la supe tiempo después de haber visitado la capital francesa y de cruzarme una mañana de julio de 2017, por casualidad, con el Cimetière Montparnasse.
Ese día, orientado por una desvencijada guía turística, salí a caminar en busca de la sede de la Fundación Henry Cartier-Bresson, del ilustre fotógrafo reconocido como el ojo del siglo XX. Unas cuadras antes de mi destino, bordeé una manzana, siguiendo el hilo de una larga pared hasta llegar a una pequeña puerta. Era una de las entradas secundarias del cementerio de Montparnasse.
Con la curiosidad del viajero, la sorpresa de lo inesperado y el tiempo a mi favor, crucé el umbral y me dispuse recorrer y descubrir sus callecitas, tumbas y monumentos sin destino fijo.
Entonces fue cuando supe, por uno de los trabajadores del lugar que me regaló un mapa del sitio, que estaba en uno de los cementerios más importantes del mundo, donde descansan los restos de una larga lista de célebres personajes de las artes, la filosofía y la política.
Para mi sorpresa, caminaba por una de las necrópolis más cosmopolitas que existen si tenemos en cuenta que, en alguna parte de las 19 hectáreas que conforman el segundo cementerio más grande de París (el primero es Père Lachaise), están las criptas de los franceses Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir; el poeta francés Charles Baudelaire; la escritora francesa Marguerite Duras; el escritor argentino Julio Cortázar; el poeta peruano César Vallejo, el novelista mexicano Carlos Fuentes; el poeta rumano y padre del dadaísmo, Tristan Tzara; el artista surrealista estadounidense Man Ray y el fotógrafo húngaro Gyula Halász (Brassaï), una de las leyendas en la historia de la fotografía.
Mas, poco se conoce que en este paraje los primeros enterrados no fueron figuras distinguidas, sino personas pobres que nadie reclamaba y eran sepultadas en fosas comunes. Eso sucedió tras ese hito político, social, económico y militar que surgió en Francia en 1789 y que se conoce como Revolución francesa. Fue a comienzos del siglo XIX cuando se decidió construir formalmente el cementerio, inaugurado en 1824 en medio de un barrio como Montparnasse, uno de los epicentros de la bohemia parisina.
Aun con la guía del mapa del lugar, que detalla cómo hacer el recorrido de las tumbas de los cientos de personalidades que alberga, hay lápidas difíciles de ubicar.
Por ejemplo, la de Simone de Beauvoir y la de Jean Paul Sartre se localizan con facilidad, pues están casi en una de las entradas, con vista a una de las calles principales. No sucede así con la de César Vallejo, que busqué con especial afán, pues unas semanas atrás había estado leyendo intensamente sus poemas. También porque en el momento en que descubrí su nombre entre los que allí descansan, recordé una anécdota contada por Silvio Rodríguez y una curiosa foto del trovador posando en el Cementerio de Montrouge, también al sur de París, donde fue enterrado el 19 de abril de 1938.
Luego, en 1970, la escritora y poeta francesa Georgette Marie, viuda de Vallejo, trasladó los restos de su compañero al cementerio Montparnasse.
Cuenta Silvio que allá por los 70 se juntaba a la media noche, en la heladería Coppelia, con un grupo de amigos a saborear “interminables granizados de chocolate bizcochado” e intercambiar poemas, relatos y canciones. El autor de “Ojalá” rememora en una entrevista en el número de enero de 1980 de la revista Revolución y Cultura, la historia de aquella instantánea que yo recordaba.
Un día alguien —realmente no recuerdo quién— dijo como en broma: “Caballeros, el primero de nosotros que vaya a París tiene que llegarse a la tumba de Vallejo”. Después olvidamos el asunto. Pasó una década, desaparecieron los viejos apodos, pero sobrevivió la hermandad. En 1977 estuve por primera vez en París.
Más bien reboté en París, porque el trabajo, los tranques, la llovizna y la prisa por llegar a otros sitios solo me permitieron una visión relampagueante de la ciudad. Aun así, no sé por qué me acordé del “pacto”, y partí con cierta tristeza por no haberlo podido cumplir. Hace unos meses (en marzo de 1979) volví. Y entonces sí acudí a la cita.
En primer lugar no me acordaba en qué cementerio se encontraban los restos del gran latinoamericano. Fue Julio Cortázar quien me dijo que estaba en Montrouge, y allá me dirigí en taxi con una amiga que, generosamente, se brindó como compañera de exploración. Debo decir que el cementerio me recordó un poco nuestro bello cementerio de Colón. Entre mausoleos y estatuas fastuosas se ven tumbas muy modestas, a veces pobres. Le preguntamos a un viejo empleado y, con cierta sorpresa de nuestra parte, nos dijo enseguida donde quedaba la tumba (nos la señaló en un mapita que colgaba en la puerta de su caseta).
Era una mañana de domingo, húmeda y fría. El cementerio estaba desierto. Caminamos en silencio, oyendo el ruido de nuestros pasos. Y, de golpe, allí estaba la tumba… Escribí y coloqué, emocionado, el texto con las firmas. Mi amiga fotografió el modesto homenaje, para que luego los viejos amigos en La Habana pudiesen ver que la promesa se había cumplido.
Décadas después de esa anécdota de Silvio, yo llegaba por casualidad hasta el sitio donde reposan hoy los restos de César Vallejo: el cementerio Montparnasse. Trastocando mi destino inicial, me perdí entre los arces y limoneros que allí viven. Como el trovador en el Cementerio de Montrouge, me retraté en la otra tumba de Vallejo y recordé los versos del célebre peruano que un poco pintan esta fortuita e inesperada visita al campo santo de Montparnasse:
(…)
¡Y si después de tanta historia, sucumbimos,
no ya de eternidad,
sino de esas cosas sencillas, como estar
en la casa o ponerse a cavilar!
(…)
(Fragmento del poema “¡Y si después de tantas palabras!”).